Pero la libertad, esa palabra

Pablo Emilio Moncayo estuvo secuestrado por las Farc por más de una década.

Laura Juliana Muñoz
03 de junio de 2013 - 02:00 a. m.
/ Laura Juliana Muñoz
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Subió al helicóptero sin esperar la libertad. Después de 12 años cautivo era difícil creer en esa palabra. Durante el vuelo trataba de reconocer en aquella selva espesa alguno de sus pasos, el último río en el que pescó, el barullo incesante de los animales. Luego lo sorprendió ver de nuevo, como si nunca hubiera estado allí, una carretera pavimentada, un edificio, el caos de lo urbano. Aquel sublime caos que lo esperaba.

En aquella época, en el 2010, todo el país sabía quién era el suboficial del Ejército Pablo Emilio Moncayo. Aparecía todos los días en los medios de comunicación y llegó a ser uno de los símbolos nacionales del secuestro. Su padre, el profesor Gustavo Moncayo, caminó mil kilómetros de Nariño a Bogotá para pedir su libertad y se presentaba a todos los eventos de víctimas y paz con las manos encadenadas: un distintivo que les dolía a todos, un acto de solidaridad con un hijo que había dejado de mandar cartas y videos que demostraran su supervivencia.

La civilización lo recibió algo deshumanizada: con un celular Sony Ericsson que no dejaba de sonar y que él ni siquiera sabía contestar. También lo criticaron por rechazarle un abrazo de bienvenida a su padre, tal vez porque las cámaras no develaban que tenía las costillas rotas y otras dolencias luego de caminar varias semanas por la selva.

Algunos se le acercaron para decirle “ojalá se hubiera muerto por allá”. Los psicólogos le decían que sufría de trastornos del sueño, pero la verdad era que por estar de consulta en consulta eran ellos los que no lo dejaban dormir. Después vino el silencio y parecía que todos lo habían olvidado… por fortuna para él, que ya estaba algo agotado de recibir visitas durante todo el día en el único mes que tuvo de descanso antes de reingresar a las Fuerzas Militares de Colombia.

“A veces extraño la selva”

Pablo Emilio Moncayo no menciona a la guerrilla, o el sufrimiento de ser secuestrado. Habla, más bien, de lo que aprendió durante ese tiempo, de ver a los animales mejor que en National Geographic o del tipo de pescado que le sirven en el restaurante, uno que le recuerda cuando él mismo lo pescaba y que no traía químicos ni condimentos. Habla de Dios y de repente saca el Antiguo Testamento del bolsillo de su traje para leer algún salmo.

En la noche llega a su casa, donde vive con su perro, Jerry. No prende el televisor, ni siquiera la luz. No la necesita para ver; está acostumbrado a vivir en la penumbra. No toma porque sabe que le gusta, tal vez demasiado. No sale tampoco a bailar, pero recuerda que recién liberado fue a una fiesta en su pueblo donde vio a una mujer hermosa, “con una sensualidad respetuosa”, según él, y la invitó a bailar. “Casi me quiebra”, sonríe pícaro.

El fin de semana escribe poesía, y le resultan fragmentos como estos: “Te amé, como se aman los verdaderos sacrificios/que duelen, que marcan,/que cuestan tiempo, dedicación, talento./ Te amé sin ser más que un rufián/que nada sabe de trucos, de proyectos/o de historia o de filosofía cuántica”. Le duele recordar que en cautiverio logró escribir un cuaderno con 430 poemas que fue decomisado por los guerrilleros.

En el monte imaginaba con sus compañeros que cuando salieran escribirían un libro llamado “12 reglas para aplicar en un secuestro”. Allí recomendarían, por ejemplo, tomar una planta conocida como matiguaja para la mordedura venenosa de una serpiente del mismo nombre, o qué hacer si en medio de la selva se contrae una infección y no hay medicamentos.

Ahora tiene novia, una auxiliar de vuelo, y visita con frecuencia a su familia en Nariño a pesar del frío y de sentir que a veces son sobre protectores con él. Asegura que el profesor Moncayo fue amenazado hace un tiempo. ¿Por quién? “Es muy verraco responder eso”.

La mayor parte de la semana llega a trabajar al Batallón de Apoyo de Servicios para la Educación Militar. Al ser liberado, al contrario de lo que muchos pensaban, no se retiró de las Fuerzas Militares, porque quería ayudar en el conocimiento del enemigo. Sus planes cambiaron y ahora es el administrador de la plataforma virtual del batallón. Es curioso, pues la tecnología es lo que más trabajo le ha costado. “Me siento en desventaja con respecto a mis compañeros. Es que el secuestro fue un lapso, una laguna. Uno allá pierde su identidad”.

En dos años podrá pensionarse y entonces buscará su verdadera pasión: los idiomas. Meses después de su liberación viajó por Francia e Italia, donde realizó un curso en resolución de conflictos y fue traductor de inglés e italiano. Ahora también está aprendiendo alemán. Su ambición es irse del país para seguir estudiando.

No extraña las cadenas, pero extraña la selva. ¿Cómo es posible añorar una prisión? Porque también fue su casa, o la universidad que recibió a un joven de 21 años que estudiaba ingeniería electrónica y despidió a un hombre de 33 que ya no le gustaba celebrar la navidad, no toleraba la leche, tenía problemas en la rodilla, caminaba diferente, amaba diferente. Que había olvidado la libertad, esa palabra.

Por Laura Juliana Muñoz

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