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                                                                                                                              Sabores de doña Irene: la fritanga nuestra de cada día

                                                                                                                              Como casi toda nuestra comida, esta propuesta es el resultado de la fusión, del encuentro de culturas.

                                                                                                                              Manuel Nieto / Columna de opinión

                                                                                                                              Plato típico de la gastronomía colombiana.
                                                                                                                              Foto: IPES

                                                                                                                              No había terminado yo de leer Loa a la morcilla de San Martín, columna escrita por Julián López de Mesa, que apareció el 18 de diciembre de 2015 en El Espectador, cuando ya estaba planeando convencer a un pequeño grupo de amigos para ir el siguiente domingo a almorzar al piqueteadero San Martín. Así fue. La morcilla, y la fritanga en general, es un tema que considero importante, que vale la pena tratarlo y, sobre todo, que es bueno probarlo. Como casi toda nuestra comida, la fritanga es el resultado de la fusión, del encuentro de culturas.

                                                                                                                              Es la comida que reúne mucho de nuestra historia. Es nuestro pasado, nuestro presente y ojalá nuestro futuro. Está en todas las regiones, especialmente en Cundinamarca y el altiplano cundiboyacense, y aunque en cada una es diferente, es siempre igual. Llegó con los conquistadores y los cerdos que ellos trajeron. Dice Antonio Montaña, retratando en su texto la llegada de Belalcázar a la Sabana de Bogotá, primero: “Llevan en jaulas de guadua los marranos criados en la retaguardia del ejército…” “La morcilla que lo acompaña, no es morcilla. Carece de arroz, no la acompaña, como a la peninsular, una carga de cebolla, y no es fácil conseguir sangre para colorearla y definir el sabor. En su lugar se expende una tripa rellena de gordos, nervios y carnes duras, resobada de sal y comino, especia costosa que retarda la putrefacción. Debe parecerse al embutido que en Nueva Granada se le llama longaniza”. Luego su relato describe una plaza de mercado, seguramente bogotana, de 1810: “En los toldos humean los caldos, fritan plátanos, doran mazorcas, calientan papas y hierven, entre caldo y aceite, las rellenas”. Aquí encontró la fritanga la mejor compañía en la papa y la yuca. Más adelante se le unió el plátano.

                                                                                                                              Mientras yo recorría la Sabana, camino a Cogua, recordé que cuando tenía, tal vez, diez años, por allá a finales de los 60, ya con frecuencia hacía un viaje familiar a Choachí que, después de casi tres horas de flota La Macarena por una carretera destapada, de tierra amarilla, y sin un tramo recto de más de cien metros, terminaba en el parque principal. Cuando al fin me bajaba del bus, estaba pálido, me tambaleaba a punto de vomitar y sentía con malestar que todo el pueblo olía al caucho quemado de las bandas del sistema de frenos del bus. Daba tumbos sin saber a dónde ir hasta que sucedía la transformación: Desde un costado de la plaza principal, donde estaban los puestos de fritanga, que no eran más de cinco toldos, cada uno con sus mesas largas y una banca para los comensales, oía que me llamaban desde el puesto de doña Celmira y me ofrecían el plato que más me gusta desde no sé cuándo: Oreja de cerdo. Con el primer bocado ya desaparecían el mareo, el olor a caucho quemado y el resto de malestares producto del viaje. Era el milagro, el remedio y el placer.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Actualmente no se pueden tener puestos de comida en la calle, y doña Celmira ya no está, pero la maravilla sigue. Doña Irene, su hija, supo heredar el negocio, pero sobre todo el talento, y hace 20 años abrió un local a un par de cuadras de la plaza al que bautizó Piqueteadero Casa Grande. Allá sigue brindado la mejor fritanga con la mejor atención dada por el equipo de mujeres que ella también dirige.

                                                                                                                              De todo lo que ofrecen hay que volver a mencionar las rellenas, hechas en tripa delgada y sin amarrar, a diferencia de las que se acostumbran hacer en la Sabana de Bogotá. Con arroz, alverjas, sangre suficiente para darle el color y la textura perfecta, y sin duda, poleo. Un poco menos húmedas que las de la Sabana, por ejemplo, y de un sabor inolvidable. Uno de los bocados preferidos sigue siendo la oreja de cerdo cortada en tiras delgadas. Las costillas, en trozos, las sirven fritas. Los chorizos tienen su carácter propio pues la carne utilizada es pulpa y no tienen el exceso ni de grasa ni de condimentos, en especial comino, del que suelen padecer muchos. Son igualmente ricos si se comen frescos o secos por el calor de los fogones sobre los que los cuelgan.

                                                                                                                              Otra delicia para muchos es el lomo de cerdo que lo comparan con un jamón, pero este cocinado en una olla grande junto con papas de año, enchalecadas, astillas de yuca y muchas cosas más, servido en rodajas finas. Por supuesto ofrecen también gallina, sopas de arroz con mondongo, de pata con mute y cuchuco de trigo con espinazo de cerdo. Son los complementos del piquete.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              El mejor indicio de la calidad de la comida de El Piqueteadero es que han pasado más de 50 años desde cuando doña Celmira, llegada de Santander, abrió su primer negocio de esta comida en el toldo en la plaza, y ahora que lo continúa su hija doña Irene, seguida por sus hijas, los fines de semana en sus mesas se sientan todos a disfrutar esa fritanga que desde entonces sigue siendo la más deliciosa: los compadres campesinos, la familia bogotana que está de paseo y remata ahí, el cura y el acólito, los jugadores de fútbol, el policía que está de franquicia, los distinguidos bogotanos que tienen por allá casa de veraneo, los caminantes de la Chorrera y del páramo, la abuelita invitada por sus nietos. Todos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) o al de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧

                                                                                                                              Plato típico de la gastronomía colombiana.
                                                                                                                              Foto: IPES

                                                                                                                              No había terminado yo de leer Loa a la morcilla de San Martín, columna escrita por Julián López de Mesa, que apareció el 18 de diciembre de 2015 en El Espectador, cuando ya estaba planeando convencer a un pequeño grupo de amigos para ir el siguiente domingo a almorzar al piqueteadero San Martín. Así fue. La morcilla, y la fritanga en general, es un tema que considero importante, que vale la pena tratarlo y, sobre todo, que es bueno probarlo. Como casi toda nuestra comida, la fritanga es el resultado de la fusión, del encuentro de culturas.

                                                                                                                              Es la comida que reúne mucho de nuestra historia. Es nuestro pasado, nuestro presente y ojalá nuestro futuro. Está en todas las regiones, especialmente en Cundinamarca y el altiplano cundiboyacense, y aunque en cada una es diferente, es siempre igual. Llegó con los conquistadores y los cerdos que ellos trajeron. Dice Antonio Montaña, retratando en su texto la llegada de Belalcázar a la Sabana de Bogotá, primero: “Llevan en jaulas de guadua los marranos criados en la retaguardia del ejército…” “La morcilla que lo acompaña, no es morcilla. Carece de arroz, no la acompaña, como a la peninsular, una carga de cebolla, y no es fácil conseguir sangre para colorearla y definir el sabor. En su lugar se expende una tripa rellena de gordos, nervios y carnes duras, resobada de sal y comino, especia costosa que retarda la putrefacción. Debe parecerse al embutido que en Nueva Granada se le llama longaniza”. Luego su relato describe una plaza de mercado, seguramente bogotana, de 1810: “En los toldos humean los caldos, fritan plátanos, doran mazorcas, calientan papas y hierven, entre caldo y aceite, las rellenas”. Aquí encontró la fritanga la mejor compañía en la papa y la yuca. Más adelante se le unió el plátano.

                                                                                                                              Mientras yo recorría la Sabana, camino a Cogua, recordé que cuando tenía, tal vez, diez años, por allá a finales de los 60, ya con frecuencia hacía un viaje familiar a Choachí que, después de casi tres horas de flota La Macarena por una carretera destapada, de tierra amarilla, y sin un tramo recto de más de cien metros, terminaba en el parque principal. Cuando al fin me bajaba del bus, estaba pálido, me tambaleaba a punto de vomitar y sentía con malestar que todo el pueblo olía al caucho quemado de las bandas del sistema de frenos del bus. Daba tumbos sin saber a dónde ir hasta que sucedía la transformación: Desde un costado de la plaza principal, donde estaban los puestos de fritanga, que no eran más de cinco toldos, cada uno con sus mesas largas y una banca para los comensales, oía que me llamaban desde el puesto de doña Celmira y me ofrecían el plato que más me gusta desde no sé cuándo: Oreja de cerdo. Con el primer bocado ya desaparecían el mareo, el olor a caucho quemado y el resto de malestares producto del viaje. Era el milagro, el remedio y el placer.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              En los años 70 quitaron del parque principal los puestos de fritanga y los pasaron a un costado del edificio de la alcaldía. Allá trasteó su toldo doña Celmira y siguió ofreciendo delicias. Yo, cada vez que iba, seguía comiendo la más rica oreja, las mejores rellenas, servidas por ella misma o por su hija que ya la ayudaba y le aprendía.

                                                                                                                              Actualmente no se pueden tener puestos de comida en la calle, y doña Celmira ya no está, pero la maravilla sigue. Doña Irene, su hija, supo heredar el negocio, pero sobre todo el talento, y hace 20 años abrió un local a un par de cuadras de la plaza al que bautizó Piqueteadero Casa Grande. Allá sigue brindado la mejor fritanga con la mejor atención dada por el equipo de mujeres que ella también dirige.

                                                                                                                              De todo lo que ofrecen hay que volver a mencionar las rellenas, hechas en tripa delgada y sin amarrar, a diferencia de las que se acostumbran hacer en la Sabana de Bogotá. Con arroz, alverjas, sangre suficiente para darle el color y la textura perfecta, y sin duda, poleo. Un poco menos húmedas que las de la Sabana, por ejemplo, y de un sabor inolvidable. Uno de los bocados preferidos sigue siendo la oreja de cerdo cortada en tiras delgadas. Las costillas, en trozos, las sirven fritas. Los chorizos tienen su carácter propio pues la carne utilizada es pulpa y no tienen el exceso ni de grasa ni de condimentos, en especial comino, del que suelen padecer muchos. Son igualmente ricos si se comen frescos o secos por el calor de los fogones sobre los que los cuelgan.

                                                                                                                              Otra delicia para muchos es el lomo de cerdo que lo comparan con un jamón, pero este cocinado en una olla grande junto con papas de año, enchalecadas, astillas de yuca y muchas cosas más, servido en rodajas finas. Por supuesto ofrecen también gallina, sopas de arroz con mondongo, de pata con mute y cuchuco de trigo con espinazo de cerdo. Son los complementos del piquete.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              El mejor indicio de la calidad de la comida de El Piqueteadero es que han pasado más de 50 años desde cuando doña Celmira, llegada de Santander, abrió su primer negocio de esta comida en el toldo en la plaza, y ahora que lo continúa su hija doña Irene, seguida por sus hijas, los fines de semana en sus mesas se sientan todos a disfrutar esa fritanga que desde entonces sigue siendo la más deliciosa: los compadres campesinos, la familia bogotana que está de paseo y remata ahí, el cura y el acólito, los jugadores de fútbol, el policía que está de franquicia, los distinguidos bogotanos que tienen por allá casa de veraneo, los caminantes de la Chorrera y del páramo, la abuelita invitada por sus nietos. Todos.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Por Manuel Nieto / Columna de opinión

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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