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Luz Mary Rincón: una abuela desplazada por el patriarcado

Luz Mary Rincón López tiene 65 años y se dedica al trabajo doméstico en Bogotá. Habló con El Espectador sobre cómo debían ser las mujeres en su época: sumisas, calladas y dedicadas al hogar.

Daniela Villamarín Solorza
08 de marzo de 2024 - 11:00 a. m.
Luz Mary Rincón López,  quien se dedica al trabajo doméstico en Bogotá.
Luz Mary Rincón López, quien se dedica al trabajo doméstico en Bogotá.
Foto: Mauricio Alvarado

Luz Mary Rincón cuenta que Lucila, su hermana mayor, la ayudó a escapar de su casa. La primera tenía apenas nueve años y la segunda acababa de cumplir trece. Era 1968 y las dos vivían en una finca cafetera en Mesitas del Colegio, un pequeño municipio de Cundinamarca. Como su mamá murió muy joven, durante el parto de un bebé que tampoco sobrevivió, ella y sus cuatro hermanos quedaron al cuidado de la mezquindad de su abuela paterna y la botella de aguardiente y el rejo de su papá.

Las mujeres de su casa tenían que despertarse a las tres de la mañana para ordeñar, limpiar la finca y cocinar. Luego, caminaban varias horas, atravesando fincas y dos quebradas, para llevarle el almuerzo a su papá y sus dos hermanos que salían juntos a trabajar. Comían, recogían café y en la noche, cuando por fin regresaban a la casa con los costales llenos y las canastas vacías, cocinaban de nuevo y se iban a dormir. “Llegábamos rendidas porque éramos pequeñas. Yo apenas había cumplido los nueve años”, recuerda Luz.

En su casa, las mujeres no podían opinar, hablar sobre sus sentimientos, exigir que se les tratara con respeto o decir la palabra “no”. “Con mi papá y mis hermanos mayores todo era a punta de rejo y a los golpes nos convencieron de que nuestro lugar era adentro, en la cocina, calladas y en función de un varón”. La abuela las repelaba cuando les hacía trenzas que amarraba con retazos de tela y prefería ver cómo se podría la cuajada recién hecha antes que darles un pedazo. Por eso, Lucila se escapó de la casa y pocos meses después regresó por sus hermanas y se las llevó para Bogotá.

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“Me acuerdo de que se escondió entre los cafetales y me llamó para decirme que nos íbamos a Bogotá. Yo no sabía ni dónde quedaba eso, pero me daba más miedo quedarme en esa casa que de irme”, recuerda Luz. Esa noche, salió sin que nadie lo notara y se escondió con su hermana entre los arbustos de café. Durmieron envueltas en costales y a las cuatro de la mañana, antes de que amaneciera, cogieron un bus para Bogotá. Poco tiempo después, Lucila volvió por Claudia Berenice, la hermana menor.

Las tres empezaron a trabajar como empleadas internas en casas de familia. Luz Mary dice que cocinaba, limpiaba y ayudaba a criar a otros niños como ella. “¿Qué hacíamos las mujeres en los años 70? Mantener la casa arreglada, hacer mandados, oficio, cocinar y cuidar a los muchachitos”.

Es muy común que las mujeres que migran del campo a la ciudad se dediquen al trabajo doméstico. Según el documento político “Se nos va el cuidado, se nos va la vida: migración, destierro, desplazamiento y cuidado en Colombia”, publicado por la Universidad de Los Andes, hay una clara correspondencia entre haber sido desterrada, desplazada o haber migrado y este tipo de trabajos, que se les presentan a las mujeres como la puerta de entrada al mercado laboral urbano. El documento también advierte que la feminización de este trabajo tiene que ver con los “supuestos culturales que hay alrededor de la ‘naturaleza’ cuidadora de las mujeres”, que en muchos de los casos viven y trabajan en el lugar en el que se emplean.

Pero a Luz Mary le gustaba su nueva vida: podía salir, verse con sus hermanas, ganar su propio dinero y estar un poco más tranquila. Pero a los 21 años renunció porque quedó embarazada de un hombre que no respondió por su hija y, al quedarse sin trabajo, dejó de tener un lugar para vivir. “Luego encontré otro trabajo, pero en esa casa no tenían consideración. La niña casi se me viene cuando tenía siete meses porque sangraba de tanto restregar ropa en un lavadero debajo del sol. Tres días después de tenerla, me tocó ir con mi chinita a trabajar”.

Cuando la niña tenía dos años, Luz Mary se enamoró de Luis, un hombre que tenía todo lo que la había hecho huir de su papá. Tomaba hasta no poder caminar, la gritaba, no la dejaba salir de su propia casa sin permiso y un día la agredió por salir a votar. Cuando ella se dio cuenta de que estaba embarazada de un niño, lo abandonó. Regresó a Mesitas del Colegio y se reconcilió con su papá, que primero la golpeó como castigo por haber quedado embarazada y después le tendió la mano para ayudarla a criar a sus dos nietos, Joana y Andrés, en la finca llena de café.

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Luego regresó a Bogotá con sus hijos y tuvo hasta tres trabajos para poder darles la vida que ella no tuvo. Trabajaba hasta al mediodía limpiando la Clínica Palermo, hasta las cinco de la tarde arreglaba la casa de una doctora, y luego, hasta las ocho de la noche, cuidaba un niño muy parecido al suyo. A sus hijos los cuidaba la tía y Luz le pagaba a una señora para que los llevara al jardín. “Fue muy duro, pero dije siempre: para adelante por mi familia”, recuerda mientras cierra un poco los ojos para evitar llorar.

“Las cosas han cambiado mucho”, dice Luz mientras saca su uniforme para ir a trabajar. “En mi época teníamos que ser sumisas. No podíamos hablar, salir de la casa sin el permiso de un hombre, pensar en trabajar en otra cosa que no fuera cocinar, hacer aseo, cuidar niños, todos trabajos del hogar. Ni siquiera podíamos enamorarnos porque mi papá nos hubiera matado a golpes. Cuando yo era joven, la regla era que donde había un varón se hacía lo que él decía”.

Luz cuenta que de su juventud solo extraña la salud que uno empieza a perder cuando envejece y que lo que más le asusta de la vejez es la soledad. Hoy vive tranquila con Michín, su gato, en la casa que pagó con todos los sacrificios que hizo y sigue trabajando, a pesar de estar pensionada, porque es un hábito que no quiere perder. Lleva quince años al lado de un hombre que hace poco le dijo que nunca la había amado de verdad, pero tiene miedo de abandonarlo porque quedarse sola le asusta más que estar con alguien que ya no la hace feliz.

Joana, su hija mayor, administra un hotel en Villavicencio, donde vive con sus dos hijos, una de 12 años y otro de 22. Su hijo menor, Carlos Andrés, vive en Ecuador y acaba de ser papá. El año pasado Luz Mary viajó hasta allá para conocer al bebé. “Ellos son lo mejor que me ha pasado en la vida. A pesar de que no pude darles lo que merecían, siempre me dicen que he sido una guerrera. Me hace muy feliz que puedan decidir y amar. A mí también me hubiera gustado ser libre”.

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Daniela Villamarín Solorza

Por Daniela Villamarín Solorza

Comunicadora Social con énfasis en periodismo y producción audiovisual de la Universidad Javeriana. @Dvillamarinsdvillamarin@elespectador.com

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