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El renacimiento de los Estados Unidos de América

Con Bush, el gran país del Norte parecía desbarrancarse por el precipicio del fanatismo, la intolerancia y el irrespeto. Si se mira a los líderes del continente americano, el mulato Barack Obama es la figura más fascinante.

Héctor Abad Faciolince*
04 de julio de 2009 - 10:00 p. m.

Durante los ocho años abominables de George W. Bush, los peores conceptos y vaticinios del antiamericanismo más cerril parecían cumplirse. El Imperio arrogante e insensible, las burdas simplificaciones de lo que es bueno y malo, el mundo en blanco y negro, la cruzada de los puros contra la maldad de los malos. El gran país del Norte parecía desbarrancarse por el precipicio del fanatismo religioso, la intolerancia, el irrespeto por todo aquello que fuera distinto al capitalismo salvaje y a los negocios sin control de una pequeña plutocracia petrolera.

Guerras e invasiones justificadas con mentiras, arrogancia sin fin de los banqueros y los yuppies, exportación a la fuerza y con bombardeos indiscriminados de algo que se llamaba “democracia”, pero que quería decir más bien libertad sin límites para hacer los negocios que le convenían a una pequeña camarilla de la Casa Blanca, que combinaba discursos de ideología incendiaria con contratos de seguridad en los países invadidos.

No obstante, a veces pienso que W. Bush fue “a blessing in disguise”, como dirían los gringos. Es decir: un mal que vino por bien o una bendición disfrazada de maldición. Los estadounidenses tuvieron que tomarse hasta la última gota del más venenoso coctel que subsiste en su propia cultura (racismo, fanatismo religioso, arrogancia capitalista), para darse cuenta donde más les duele, en el bolsillo, de que ese era el camino del infierno, no sólo planetario, sino también local.

Durante ocho largos años tuvieron al menos culto, al menos inteligente, al más burdo presidente de su historia, probaron hasta el último sorbo lo que predica y hace la derecha recalcitrante, y al fin se dieron cuenta del resultado: el país quedó con la imagen internacional más maltrecha de su historia, odiado con motivo en muchos lugares del planeta, y con la economía interna vuelta añicos. Obama heredó una economía al borde del desastre. Y Estados Unidos, sin embargo, renace.

Los que seguimos sintiendo profunda admiración por el país del Norte, los que incluso durante la era Bush defendimos el espíritu crítico de sus intelectuales, la calidad de su prensa y sus universidades, la inventiva e inteligencia de un país que ha sabido acoger en su seno a inmigrantes provenientes de todos los países, nos ha tocado por fin ver la dicha de este nuevo despertar estadounidense.

Si uno mira a los líderes del continente americano, el mulato Barack Obama es la figura más fascinante, el verdadero líder que uno quisiera como gobernante de cualquier país: pragmático y prudente, mesurado en el discurso, justo en el análisis de las relaciones internacionales, inspirador en todos los sentidos. Defensor de un patriotismo sereno y respetuoso por los demás países, sin el nacionalismo burdo de soldados, banderitas y Hummers.

En el sancocho recalentado de Hispanoamérica (quizá con las solas excepciones de Lula y Bachelet), donde montones de presidentes de izquierda y de derecha modifican burdamente las Constituciones para perpetuarse en un poder casi tiránico, emerge esta nueva figura de verdad carismática, capaz de hacernos volver a soñar con un futuro mejor, con un planeta menos bárbaro en el que no sea imposible el entendimiento entre los seres humanos. Volvemos a mirar hacia arriba, no con resentimiento y miedo, sino con esperanza. Y estamos pendientes de lo que hará en estos días, que para muchos es “la hora de la verdad”. Pese al tono conciliador, tendrá que tomar decisiones que a algunos les van a doler. No será posible apagar el incendio de la recesión, de la salud, de la ecología, sin pisar algunos callos, sin perjudicar intereses creados de grandes industrias y corporaciones de su país.

El 4 de julio se celebró en Estados Unidos la Declaración de Independencia con que culminó la Revolución Americana, una revolución que fue fuente de inspiración para el mundo entero, precursora de Francia y de todas las repúblicas americanas. A veces no ha sido fácil unirse a las celebraciones del Norte, pues el aliento que de allí nos llegaba no era el viejo aliento de los Padres Fundadores, sino una traición a aquellos ideales de independencia, libertad, separación de Estado y religión, humanismo. Hoy, en cambio, uno se siente tranquilo de compartir con ellos un mismo anhelo, los mismos ideales que defendieron visionarios como Adams, Franklin, Jefferson, Madison, Hamilton, o precursores como Paine.

En el amanecer de este siglo tuve en La Habana una pequeña discusión con Roberto Fernández Retamar, uno de los comisarios de la cultura cubana. Siendo yo jurado del Premio Casa de las Américas, sostenía el director de esta institución habanera que el Imperio Norteamericano estaba al borde de la disolución, y que él no le daba más de 15 o 20 años de vida. Me permití disentir. Le dije que esto sería verdad si el PPG (una droga que se vendía en Cuba como afrodisíaco) funcionara tan bien como el viagra, si internet y Google se hubieran inventado en Matanzas, y si García Márquez hubiera ido a tratarse su enfermedad con los médicos cubanos y no con los de Los Ángeles.

Podrá sonar cruel, pero es cierto. La fuerza de Estados Unidos sigue estando en su capacidad de inventar, tanto en la técnica como en la literatura, en la biología y en las matemáticas, en la lingüística y en la poesía. Los que siempre hemos admirado la creatividad y la potencia inventiva de Estados Unidos, estuvimos cabizbajos y achantados durante casi un decenio. Ahora no me avergüenza decir, como se pudo decir al final de la Segunda Guerra Mundial, que la fuerza de la libertad y de la liberación del mundo proviene nuevamente de los Estados Unidos.

 *Escritor y columnista de ‘El Espectador’

Por Héctor Abad Faciolince*

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