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La prisión del general

El pasado miércoles, un juez especializado de Bogotá absolvió a Jaime Humberto Uscátegui por la masacre de Mapiripán. Ahora que recobra la libertad, el oficial en retiro hace un relato de sus ocho años de reclusión.

Redacción Judicial
03 de diciembre de 2007 - 12:10 p. m.

“Dios me lo bendiga, mi general, y me lo guarde”, saludó doña Aura García, aseadora, a Jaime Humberto Uscátegui la última mañana en la que él estaría detenido en la Escuela de Infantería por el caso de Mapiripán.

Lo saludó, le llevó una aromática y le volvió a repetir los buenos deseos de que Dios lo amparara, porque ese sería el último día que Uscátegui pasaría en el lugar donde estuvo recluido durante ocho años y seis meses por su supuesta participación en la masacre ocurrida en el Meta en 1997.

Con la medida de aseguramiento que le dictaron el 20 de mayo de 1999, por homicidio, secuestro y omisión de denuncia, Uscátegui dio por terminada su carrera militar. “Quince días antes yo era el comandante de la Séptima Brigada del Ejército —recuerda— y tenía a mi mando 40 mil hombres en ocho departamentos”.

Interrumpe la entrevista y contesta una llamada, la primera de muchas que recibiría esa mañana. “Muchas gracias, muchas gracias, mi general”, le dice a su interlocutor, quien seguramente lo felicita por la decisión que tomó un juez especializado de Bogotá: lo absolvió de todos los cargos y después de que cumpliera la pena por falsedad documental ordenó su libertad.

Cuando Uscátegui fue detenido, su esposa estaba en embarazo de un varoncito que llamarían Julián. El pequeño, que hoy tiene 8 años, y su hermana Mariana, de 10, sólo conocen a su papá dentro de la Escuela de Infantería. Cuando comenzaron a tener conciencia, el papá les explicó que tenía un trabajo muy importante en ese lugar que no podía abandonar, ni siquiera por las noches cuando habitualmente los papás van a descansar a las casas.

No saben que ese lugar donde patinaban los fines de semana y a veces, cuando había buen viento, elevaban cometas, era la reclusión de su padre. Por eso ahora, que el ex comandante Uscátegui vuelve a la casa, les dijo: “Ya terminé el trabajo, fue todo un éxito”.

Cada fin de semana esperaba la visita de los dos pequeños, la esposa y los dos hijos mayores: José Jaime, de 26 años, y María Angélica. Y durante la semana, sin la familia, los días eran más largos y la rutina siempre la misma.

El día comenzaba a las 5 de la mañana: a esa hora, puntual, se despertaba y llamaba a su esposa para que arreglara a los dos pequeños, a quienes la ruta del colegio recogía a las 6.

Después recorría, trotando, la Escuela de Infantería y se internaba en su habitación a leer. En estos años leyó algunas obras que tenía pendientes, como La tabla de Flandes y El afgano, de Frederick Forsyth. Pero la lectura más juiciosa que hizo fue la de su expediente.

Otra vez detiene la conversación para contestar una nueva llamada: “muchas gracias, te agradezco, hombre. Espero que me den la boleta de excarcelación a mediodía”.

Entonces retoma diciendo que “yo me dediqué de lleno a leer el expediente de mi caso, no lo conocía, era muy voluminoso —70 mil folios—. Lo leía todos los días hasta las dos de la mañana. Hice un índice para cada cuaderno, señalando cuáles eran las diligencias más importantes”.

El hijo mayor, José Jaime, se apasionó tanto como el papá con el caso. Y toda esa pasión de la que habla el ex comandante Uscátegui, la materializó en un documental sobre la masacre de Mapiripán titulado ¿Por qué lloró el general?. La historia comienza con el llanto del general, en una audiencia pública.

Lloraba por temor a perder su vida si revelaba el nombre de un jefe paramilitar implicado en la masacre, lloraba por temor a dejar sola a su familia. El ex comandante Uscátegui lloraba, y aún llora, viéndose en un tribunal enfrentado con todo el mundo —Justicia Penal Militar, Fiscalía, Procuraduría, ONG— y recordando a las víctimas que dejó el atentado.

Otra vez, por última vez, la entrevista es interrumpida. “Permiso, mi general”. Ha entrado un uniformado a la sala donde estaba Uscátegui. “Tengo el corazón en la mano de la felicidad por su liberación, mi general”, dijo el mayor Gómez, quien fue escolta del ex comandante durante mucho tiempo. Después intercambiaron datos, se apretaron la mano y se despidieron.

 Jaime Humberto Uscátegui sabe que ésta es apenas la primera batalla que gana. Ahora, “con más de 200 pruebas” y con la certificación de un alto tribunal, aclarando que Mapiripán no estaba bajo la responsabilidad de su brigada, Uscátegui va a enfrentar los otros rounds que le esperan. Ya la Fiscalía y algunas víctimas de la masacre anunciaron la apelación.

De su futuro, sólo tiene seguro que ya no le interesan los títulos ni de general ni de abogado; que ahora sólo le interesa respirar, fuera de su reclusorio, otro aire. Averiguar si sigue vivo.

Así fue la masacre

La primera masacre que ejecutaron grupos paramilitares en el sur del país —territorio bajo el yugo de la guerrilla de las Farc—, fue la de Mapiripán, Meta, en 1997. Cuando los documentos históricos se remiten a este hecho, hacen un recorrido de ocho días —del 12 al 20 de julio— que termina con la muerte de 50 personas y otro número sin calcular de desaparecidos.

El 12 de julio, 30 paramilitares de Córdoba y Urabá, dirigidos por Carlos Castaño, viajaron hasta San José del Guaviare. En la Inspección de Charras se unieron otros 150 hombres de las Autodefensas de los Llanos y el Guaviare. El día 15 llegaron en lancha a Mapiripán, donde estuvieron cinco días torturando y asesinando a los pobladores de esta región, acusándolos de ser guerrilleros y auxiliares de grupos subversivos.

Desde un principio las fuerzas militares fueron cuestionadas por estos actos. Más de siete años después —el día 15 de septiembre de 2005— la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano como responsable por la masacre.

Desde ese momento se empezó a hablar de colaboración de las fuerzas militares. “...En primer lugar, dichos agentes colaboraron en forma directa e indirecta en los actos cometidos por los paramilitares, y en segundo lugar, incurrieron en omisiones en su deber de protección de las víctimas”.

Los coroneles Hernán Orozco y Lino Sánchez Prado fueron condenados a 40 años por el Tribunal Superior de Bogotá.

Por Redacción Judicial

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