El Magazín Cultural
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Divinas Palabras

Vuelve a las tablas la popular y exigente tragicomedia de Ramón María del Valle Inclán.

Amalia Iriarte
27 de mayo de 2010 - 09:58 p. m.

La obra de don Ramón María del Valle Inclán, Divinas Palabras, tragicomedia de aldea, es el más reciente montaje del Teatro Libre de Bogotá, dirigido por el profesor Ricardo Camacho. Escrita y publicada en 1920, muchos años tuvo que esperar esta pieza antes de acceder a un escenario. En noviembre de 1933, y bajo la dirección de Cipriano de Rivas Cherif, tuvo un precario estreno. La obra no se volvería a poner en escena hasta 1946, en Francia, y luego en Suecia en 1950, en montaje dirigido por Ingmar Bergman. Finalmente en los años sesenta, con el conjunto de los textos dramáticos de Valle Inclán, ingresa, tarde pero pisando fuerte, al repertorio teatral de Occidente.

A pesar de ser gallegos y rurales el espacio y el asunto de esta obra, Valle está muy lejos de cualquier tratamiento idílico del mundo del rústico lugareño. Los villanos que en las Comedias bárbaras integraban una multitud harapienta, mendicante y asustadiza que acechaba a los aristócratas, pasan ahora a ser los protagonistas. Son una especie de lumpen campesino que se conoce por sus alias y no por sus nombres. Con este bajo mundo poblado de “gente que no trabaja y corre caminos”, de pícaros, indigentes y ladrones que deambulan de feria en feria, Valle conjura los peligros del costumbrismo, de la “alabanza de aldea”, de la nostalgia del patriarcado feudal, pastoril. Al poner en escena la fuerza primitiva del instinto, la violencia, la avaricia y la lujuria que animan a esta comunidad milagrera, que convive con brujas y demonios, destierra del villorrio toda posibilidad bucólica. Y así lo entendió el equipo dirigido por Ricardo Camacho: no hay, en esta puesta en escena, ni el asomo de pintorescas e ingenuas lugareñas ni de honrados labriegos.

La historia implica constantes y rápidos cambios de lugar: iglesias pueblerinas, cocinas aldeanas, ferias, tabernas:  peculiaridad del texto que se resuelve  bellamente con el diseño de Marcos Roda y con la intervención de “las mujerucas”, quienes, sin violentar el hilo de la trama, manipulan el andamiaje escénico y nos llevan así de un lugar a otro. Estos desplazamientos en el tiempo y el espacio, logrados mediante demoliciones y reconstrucciones, no son un simple ardid para disimular cambios escénicos, sino un aporte fundamental al espectáculo, en cuanto contribuye a la creación de mundo, de atmósfera.

Además del grupo de personajes protagonistas, el reparto incluye la presencia de un perro sabio, un loro que echa la suerte, de vacas, cerdos, moscas. Hay desnudos y cadáveres en escena, y, para completar este estrambótico retablo, hay un carretón en el que se exhibe un enano macrocéfalo, que es el motor de la acción, a quien se nombra como el engendro, y rara vez por su nombre de pila.

Divinas Palabras no es una tragedia, porque a lo más angustioso del destino humano, como lo es la muerte, se le da en escena un trato insolente. En efecto, los cadáveres se manipulan sin respeto; de los difuntos se habla con expresiones grotescas en las que no falta el ingrediente de euforia carnavalesca, síntomas todos éstos de una actitud irreverente frente a lo sagrado. Y ante todo, porque la trama, que parece precipitarse fatalmente hacia la lapidación de la mujer adúltera, tuerce su rumbo hacia un extraño acto de misericordia.

Por Amalia Iriarte

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