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Woodstock, cosecha del 69

No sólo fue sexo, drogas y rock & roll entre medio millón de ‘hippies’, fue un grito de fraternidad, amor y coexistencia pacífica.

Álvaro Corzo V. / Nueva York
15 de agosto de 2009 - 03:17 a. m.

Agosto 15 de 1969. La pulsaciones humanas regadas a lo largo y ancho del gigantesco campo de trigo se sentían como gotas de agua tibia, recuerdan quienes estuvieron allí. Cuentan que de repente, a eso de las diez de la noche del viernes, cuando se entregaban como hordas salvajes a las notas de Ravi Shankar; nubes y truenos, en una confabulación mística, bendijeron la explanada con una fuerte tormenta, desatando consigo una locura espiritual.

“La invitación vino desde arriba. Teníamos que desprendernos de todo para podernos reconectar con la tierra y con nosotros mismos”, recuerda Shelli Lipton, quien junto a cuatro amigos más había viajado 100 millas desde Nueva York para no perderse el acontecimiento. “En medio de la lluvia todos a mi alrededor comenzaron a desnudarse. Nos fuimos quitando todo y en una especie de ritual de salvación, entramos en un trance musical y sin retorno al más allá”, recuerda la mujer de 62 años, quien en ese entonces militaba en un grupo pacifista en contra de la guerra, y quien había llegado a Woodstock con la misión de estampar a todos los presentes con el ícono del movimiento hippie, el signo de la paz.

No sólo condenar la guerra en Vietnam, también la segregación racial, el consumismo y la brutalidad policial habían atraído a 400.000 románticos más al pequeño condado de Bethel, Nueva York, para esta poderosa fiesta orquestada por nombres como, Janis Joplin, Grateful Dead, Jimmy Hendrix, Joan Baez, Joe Cocker, Richie Havens, entre muchos otros. “En el 69, Estados Unidos era una nación dividida por la guerra, la paranoia nuclear y el racismo entre cientos de injusticias más. Era el momento de quitarnos ese mal sabor de la boca y decir basta a través de la música.  Lo que ocurrió ese verano fue una victoria de la rebeldía pacífica del amor sobre un sistema corrupto que nos hacía vomitar”.

A la fiesta de barro, cuerpos desnudos y rock & roll no faltó la psicodelia; el boom de las drogas que prometían despojar de todo tipo de convenciones sociales se esparció como símbolo de fraternidad entre los hippies presentes. “Nos quedamos cortos de agua y comida pero de drogas no, recuerda Shelli, quien asegura que entró en un alucinante viaje luego de tomar un poco de Kool Aid Anaranjado, nombre de pila del poderoso LSD que se tomó por esos días de verano al festival de Woodstock. “Después de recibir un sorbo de una pimpina de leche donde se almacenaba un extraño liquido translúcido comencé a alucinar. Durante tres días estuve en el cielo”.

El espíritu de comunidad era inexplicable, recuerda esta romántica empedernida; mientras unos cocinaban para los más hambrientos, otros servían de enfermeros para aquellos que experimentaban por primera vez con alucinógenos. En las mañanas miles se congregaban para meditar y hacer yoga en medio de la naturaleza, otros nadaban desnudos mientras que algunos, dejando sus inhibiciones volar, hacían el amor tendidos sobre el prado. Esto, entre gritos y arengas en contra de la guerra y a favor de la paz; misiva que se esparcía desde los micrófonos de la tarima principal hasta lo más profundo de la conciencia de cada uno de los asistentes.

Hipnotizados por el poderoso coctel de música y psicodelia, la fuerza de las guitarras y energía de Carlos Santana, Grateful Dead y de The Who daban la bienvenida a la noche del sábado en medio de una monumental orgía de barro, desnudez y mechas sueltas. “El escenario y la multitud agolpada sobre el césped se perdían en la oscuridad del horizonte. Era como estar en un universo paralelo donde sólo estaba la música de Janis Joplin, nuestros cuerpos y el cielo. Fue como llegar al nirvana”.

Cada carpa, congregación e individuo allí presente tenía algo en común con su vecino, un inexpugnable interés mágico de ejercitar al ritmo del rock, folk, funk y soul la conciencia sobre el destino del país y de todo el planeta. Jefferson Airplane, The Band, Jhon Winter y Sha-Na-Na mantuvieron en alto el goce de las masas al cierre del tercer día, dejando sobre la madrugada del lunes las condiciones necesarias para el hecho que, según muchos, hizo que todo cobrara sentido. A las 9 de la mañana de ese 18 de agosto, Jimy Hendrix, mesías del rock psicodélico, tomó el escenario para despedir el festival con una pieza que los hippies de entonces equiparan a la llegada del hombre a la Luna. Un desgarrador, emotivo y virulento punteo del himno nacional de los Estados Unidos que marcó, ante la locura general, el triunfo del espíritu rebelde y contracultural, allí reunido. “Ese fue el grito de victoria de una generación que por primera vez se rebelaba contra el sistema, su opresión, su canibalismo e injusticia”, concluye Lipton, quien años más tarde se convertiría junto a su esposo, Nathan Koening, en los creadores del primer y único museo viviente del emblemático festival.

Mensaje indeleble

Nathan, por su parte, fue uno de los miles de hippies que fueron reclutados a la fuerza por el ejército estadounidense en esos tiempos de guerra. Luego de demandar su salida de las filas y de bloquear sus despacho a Vietnam por objeción de conciencia en dos oportunidades, el joven actor de teatro, oriundo de Connecticut, logró escapar del ejército. “Intente fugarme para asistir a Woodstock, pero fui descubierto por la guardia. En ese momento descubrí que cientos de soldados más habían intentado lo mismo en distintos lugares del país. Eso me demostró la fuerza, el coraje y el espíritu del movimiento al que pertenecía”, explica.

Desde entonces, el joven de melena larga y ropa multicolor se dedicó a documentar por todo el país las multitudinarias congregaciones hippies. Su intención, recolectar, en nombre de todos a los que se les privó asistir a esta congregación bíblica, los retazos de su memoria colectiva. “Para 1978 ya tenía horas y horas de material videográfico inédito aún sin revelar. Poco a poco me fui convirtiendo en depositario de memorias, objetos y emblemas de la época”. Por eso, el día que conoció a la llamativa y apasionada pelirroja  Shelli Lipton en medio de un mitin político a favor del medio ambiente, no dudó en seducirla con la idea de crear un museo que perpetuara el verdadero mensaje de Woodstock. Paz, fraternidad y amor al medio ambiente. Dos años más tarde, como en un cuento de hadas, los dos idealistas se casaron para emprender la construcción de dicho sueño.

Hoy, 20 años después, los visitantes de su enorme museo, localizado en Saugerties, a pocas millas de Bethel, no sólo encontrarán un recinto tapizado con cientos de objetos, retazos, discos, material de campaña, fotografías y hasta un bus y una carpa originaria del festival, sino un lugar donde acampar y vivir por unos días el espíritu hippie en su expresión más pura. “No se trata de ser un espectador, sino de que las nuevas generaciones vivan el mensaje”, añade Nathan. “Por eso enseñamos técnicas de producción de energía, de cultivo de alimentos orgánicos, de recolección de agua, básicamente herramientas físicas y espirituales para convertirnos en individuos autosostenibles”.

Por eso el mejor tributo que se le puede dar a Woodstock no es comprando una camiseta ni algún otro objeto conmemorativo, aseguran los dos sexagenarios, sino reflexionar sobre los valores y motivos que hicieron que más de medio millón de jóvenes se reuniera durante tres días para demostrarle al mundo entero que vivir en armonía, coexistiendo con el medio ambiente en un marco de paz y amor no era una utopía.

“En el momento en que el hombre deje su obsesión por acumular riqueza podrá vivir en armonía consigo mismo y con el medio ambiente, antes no”, concluye Nathan, quien prepara la celebración de aniversario de este domingo con un maratón de videos inéditos del verano del 69.

Por Álvaro Corzo V. / Nueva York

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