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El eterno extranjero

Fue adoptado en 1980 por una pareja estadounidense. 28 años después, retornó a Colombia, expulsado de  EE.UU. para siempre. ¿Por qué?

Juan Camilo Maldonado Tovar
02 de agosto de 2008 - 12:05 a. m.

Lo único que traía consigo Ovidio Velásquez cuando llegó a mediados de abril al aeropuerto El Dorado era un sobre de manila en las manos. Nada más. No tenía zapatos, ni ropa, ni cédula, ni pasaporte, ni siquiera una moneda en el bolsillo con qué hacer una llamada. No hablaba suficiente español para poder contarles a los agentes de inmigración la historia escrita en los documentos que atesoraba con él. No había cómo explicarles que su nombre era Ovidio Velásquez, pero también David Caples y Justin Blackburn, y que la última vez que pisó ese aeropuerto fue a mediados de 1980, cuando tenía diez años y dejaba el país en compañía de su nuevos padres adoptivos: una pareja norteamericana de nombres Roy y Connie Caples.

La única persona  que lo esperaba a la  salida  se llamaba José Antonio Hurtado, un veterano odontólogo y profesor de la Universidad Javeriana quien, en días anteriores, había recibido una llamada de su hija María José, directora jurídica del consulado colombiano en Houston: “Papi, necesito que vayas al aeropuerto y recojas a Ovidio Velásquez. Llega por la noche y  no tiene a nadie ”.

Hurtado no tendría dificultad para reconocerlo: no traía nada. “Lo reconocí por el sobre en las manos”, recuerda el odontólogo quien, como lo había hecho en otras cinco ocasiones al pedido de su hija, recogió a Ovidio sin pedir mayores explicaciones.

 Su hija, María José Hurtado es para la prensa local en Houston “el ángel de los presos colombianos en Texas”. Una de sus principales funciones es visitar a los detenidos nacionales en cárceles del sur de Estados Unidos, entrar en contacto con sus familias y acompañarlos en su proceso de deportación.

Pero esta vez era diferente; un caso que, Maria José confiesa, “le partió el corazón”. Desde que Ovidio fue adoptado en 1980 por los Caples, una suma de circunstancias condujeron a que nunca adquiriera la ciudadanía norteamericana y, además, tal vez por culpa  del inestable ambiente familiar en el que vivió gran parte de su vida  en los Estados Unidos, Ovidio poseía  una personalidad infantil, de inocencia profunda, “como si por todo ese trauma se hubiera quedado en alguna edad…”, recuerda la cónsul.

El doctor Hurtado llevó a Ovidio a la sede de Pastoral Penitenciaria: una casona de comienzos del siglo XX en el Teusaquillo, donde el padre Andrés Fernández y su asistente Fredy Cardona  se dedican a hacer lo que nadie más hace en Colombia: alojar a ex presidiarios y deportados que, muchas veces, como en el caso de Ovidio, se enfrentan a una ciudad que desconocen, a un idioma incomprensible y a una soledad exacerbada por la certeza de que  no volverán  a ver a  su familia.

Durante estos tres meses en “the city of Colombia”, como solía referirse a Bogotá a su llegada, Ovidio ha tenido que descubrir gradualmente una ciudad que no recuerda. Tras algunas semanas con el padre Andrés, poco a poco empezó a salir a la calle. “Nos daba nervios”, recuerda Fredy, “es una persona muy ingenua”.

Con un particular carácter –parece confiar en cualquier persona y en cualquier esquina–, se mudó a una pensión en el centro de Bogotá, donde  le ha tocado adaptarse  a Bogotá a punta de totazos. “Ya lo atracaron una vez”, contó hace unas semanas  su ex jefe en un call center que le consiguieron los Hurtado, donde hasta el lunes pasado respondía llamadas de clientes de


una compañía celular en Estados Unidos. Esas decenas de quejas y preguntas que recibía de norteamericanos de todos los Estados era, a lo sumo, el único vínculo que lo conecta con lo que fue.

Pero no pasó la fase de  prueba  en el call center, y aunque hablaba perfecto inglés, como ninguno de sus compañeros, volvió a quedar esta semana solo y sin trabajo.

 Las vueltas de la vida

Ovidio nació en Villeta, el 30 de abril de 1970. Dice que su papá era mafioso, y que fue ésta la razón por la que su madre lo dejó desde muy niño a cargo de su abuela.  “Sólo una vez vino a ella a visitarme con mis hermanas cuando era pequeño, luego se fue…”, recuenta sentado en una sala penumbrosa de Pastoral Penitenciaria. Pronto, la abuela, que trabajaba como empleada doméstica para una pareja bogotana, no pudo valérselas con el niño y le pidió a sus patrones que le buscaran un hogar en Bogotá. Así fue como Ovidio fue a parar a la casa de adopciones de Fana.

  Un par de años después, a finales de mayo, en 1980, los Caples llegaron a Colombia. El mismo día que vieron al niño en la casa de adopción se lo llevaron a Minneápolis. Lo llamaron David Caples. El niño se iba, como cientos  que salen cada año, con un tiquete asegurado a una mejor vida.

Pero al llegar a los Estados Unidos,  los Caples empezaron a tener problemas. “Mis padres se separaron y me preguntaron con cuál de los dos quería vivir. Yo quería unos padres, no los quería separados, y resolvieron que lo mejor era darme en adopción”. Había transcurrido menos de un año desde su llegada. Tenía 11 años.

 Por esa época, otra pareja en conflicto, el veterano de Vietnam Ervin Blackburn y su esposa  Jane, tras incontables separaciones, decidieron que la salida para subsanar un matrimonio perdido se encontraba en la adopción de un niño. Así llegaron a la Agencia Crossroads, donde los Caples  habían dejado a Ovidio, y de la misma manera que su antigua familia, decidieron llevarse al pequeño con solo conocerlo. “Yo estaba feliz, tenía papás otra vez…”, dice inflando las mejillas, cuando recuerda el momento en que empezó a llamarse Justin Blackburn.

La dicha fue corta. El matrimonio de los Blackburn no tenía solución y colapsó pronto. “Lo que vino fueron una serie de separaciones y mudanzas”, rezan los documentos con los que Ovidio buscó probar que era norteamericano. El niño fue llevado de un lado para otro, con Ervin, con Jane, en un juego que duró seis años, hasta que el señor Blackburn, siete años después, y con Ovidio a punto de llegar a la mayoría de edad, tomó la decisión de legalizar la adopción.


La expulsión

Ervin Blackburn, a quien Ovidio considera lo más importante de su vida, tiene cáncer de pulmón. Su voz escasamente se escucha por teléfono, perdida entre la ronquera y el ahogamiento. “Falta poco para que parta…”, dice.  “Ya casi ni puedo hablar, y  no puedo hacer nada por Justin…”.

A Ovidio lo capturó la policía de frontera el 8 de marzo de 2005. Llevaba casi dos décadas viviendo fuera de casa, en El Paso, Texas, donde manejaba un camión de carga para una empresa transportadora.

Una amiga lo invitó a pasar una semana de descanso a Ciudad Juárez, México, y al terminar su viaje, un personaje cuyo nombre no recuerda le ofreció llevarlo de regreso a El Paso. “Cuando la camioneta  pasó por la aduana, un oficial se acercó con un perro. El animal olfateó debajo del carro y el agente descubrió marihuana escondida en uno de los tanques de gasolina. En las indagatorias, el dueño del carro aseguró que la droga era de ambos, yo leí su declaratoria”.

Ovidio pasó los siguientes dos años en una prisión de Texas. Y días antes de su salida, cuando ya esperaba, como cualquier ex presidiario norteamericano, volver a la libertad, las autoridades de inmigración le notificaron que su nombre no aparecía en los registros de ciudadanía.

A Ovidio, la vida le estaba pasando la cuenta de cobro por un descuido cometido por su padre en 1988. “Cuando finalizamos el proceso de petición de adopción en la Corte”, explica Erving, los documentos fueron enviados para realizar el proceso de naturalización, pero se perdieron en el correo. Nunca procedimos a naturalizar al niño, y luego él se mudó y se metió en problemas”.

Joan Clarckson, actual directora de la agencia Crossroads, donde fue entregado Ovidio en 1981 afirma que en su organización, la naturalización de los niños adoptados es una prioridad. “Nosotros sólo podemos insistirles a los padres que hagan lo posible por legalizar la adopción, pero como esto se puede realizar hasta que los niños cumplan la mayoría de edad, lo aplazan, y le perdemos la pista a las familias”. Lo mismo les sucede a los consulados y agencias colombianas.


La copia de la petición de adopción de Ovidio, expedida por una corte del circuito de Wisconsin y firmada en 1988, dice claramente: “Está ordenado y juzgado que esta adopción sea otorgada”.  Los papeles nunca llegaron a la Corte: el destino de Ovidio se había extraviado en algún buzón de Wisconsin.

The city of Colombia

La casona de Pastoral Penitenciaria es el único refugio, las últimas rejas a través de las cuales Ovidio y otros como él  mirarán el mundo. Fredy y el padre Andrés los acompañan a sacar su cédula, los ayudan a aprender español y luego los dejan libres en un espacio radicalmente desconocido.

Hoy, dos meses después de su entrevista con El Espectador, Ovidio vive en la pieza de una pensión en el centro de Bogotá, pasa las tardes deambulando por el centro y los domingos visita sin falta al doctor Hurtado, quien se ha convertido en el tercer padre adoptivo de Ovidio, pese a que su inglés, como reconoce el odontólogo, es como “para agarrarse a garrotazos”.

Cuando se le pregunta si quisiera regresar, cambia de parecer constantemente. En lugar de protestar, dice que hay que tomarse la vida como viene, y que por lo menos está feliz “por estar en libertad”. Tiene sueños ambiciosos, como participar en las competencias de boxeo o lucha libre en los Olímpicos, deportes para los que se entrenó, por supuesto, en la cárcel. ¿Con cuál equipo le gustaría participar? “Con el de Colombia”, dice tímidamente.

No pierde la esperanza de lograr, de alguna manera, asistir al menos al funeral su padre adoptivo, el día en que el cáncer lo derrote.  Mientras tanto, anda siguiéndole la pista a la mujer que hace 48 años lo trajo al mundo y se fue para siempre. Isabel Velásquez, su nombre, es la única pista que tiene para iniciar la búsqueda y seguir echando raíces.

 jmaldonado@elespectador.com

 

Por Juan Camilo Maldonado Tovar

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