¿Si la sal se corrompe?

La historia de dos coroneles de la Policía que fueron héroes en la lucha contra el cartel de Cali y hoy son villanos presos en cárceles de EE.UU.

María del Rosario Arrázola
23 de mayo de 2009 - 02:01 a. m.

Después de la muerte de Pablo Escobar Gaviria en diciembre de 1993, cuando en el imaginario del país estaba liquidado el cartel de Medellín y era preciso seguir la tarea con el cartel de Cali, el general Rosso José Serrano, en calidad de director de la Policía Nacional,  se dio a la tarea de conformar un grupo élite de oficiales para enfrentar el nuevo reto. La idea era rastrear a los barones de la droga del Valle del Cauca hasta sus más sofisticados escondrijos y por eso escogió a los más avezados oficiales en acciones operativas y en labores de inteligencia.

Dentro del selecto grupo, al que pertenecieron varios generales que hoy orientan a la institución y otros más que están retirados, llegaron dos mayores que gozaban del reconocimiento de sus jefes y ostentaban una larga trayectoria en su lucha contra la delincuencia organizada. Eran los mayores Carlos Meza y Roque García. Sus nombres ya eran familiares entre las agencias internacionales de inteligencia y por eso nadie objetó que hicieran parte de la misión específica de ponerle punto final a las andanzas de los mafiosos de Cali y el norte del Valle.

Trabajaban en la Dijín, estaban recién ascendidos, habían logrado varias condecoraciones y eran calificados como parte de “la nueva generación” de la Policía. Los llamaban “los Yuppies” porque habitualmente no usaban uniformes sino trajes de alta costura, se desplazaban en automóviles de exclusivas marcas y, por lo general, eran asiduos comensales de los más costosos restaurantes de Bogotá. Junto a ellos fueron seleccionados diez oficiales más, entre ellos dos mujeres, con la misma formación en inteligencia y acciones especiales.

Su estilo de vida se debía a una razón: eran expertos en infiltrarse en la mafia y fingir como refinados banqueros, corredores de bienes raíces y bolsa o propietarios de lujosos carros y apartamentos. De hecho, en aquella época no aparecían nunca por los pasillos de la Dirección General de la Policía o de la Dijín. En cambio frecuentaban los bares del Parque de la 93 o los restaurantes  de la Zona Rosa de Bogotá. El mismo entorno social que los volvió clientes reconocidos en Cali, Medellín, Cartagena o Barranquilla. Su tiquete fundamental: reserva en los sitios exclusivos.

Con ese estilo de vida penetraron la férrea estructura de la mafia caleña. En una ocasión, lo recuerda uno de sus compañeros del grupo élite, aparentaron ser propietarios de un concesionario de carros de alta gama, y en otra se hicieron pasar por acaudalados comerciantes interesados en adquirir propiedades en Cali. Era tan ampulosa su conducta que únicamente les rendían cuenta de sus pesquisas a un puñado de oficiales, entre ellos el director de la Policía, general Rosso José Serrano o el subdirector Luis Enrique Montenegro.

El sigilo era tan extremo, que  pocos oficiales de la Policía sabían de su misión. Sin embargo, a mediados de los años 90, cuando el proceso 8.000 estaba en furor y la Fiscalía y el gobierno Samper competían por quien llegaba primero a los capos de Cali, los mayores Carlos Meza y Roque García vivían a sus anchas en Cali y tenían un disimulado radio de operaciones en varios municipios del Norte del Valle. Personajes de la talla de Iván Urdinola, Orlando Henao o Wílber Varela ya daban de qué hablar y los mayores Meza y García estratégicamente registraban sus pasos.

Por ejemplo, fueron ellos quienes avisaron de las caletas donde se escondían Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela. Eran tan osados que en otra ocasión se hicieron pasar por proxenetas y hasta infiltraron a dos oficiales mujeres en una ostentosa parranda a la que acudieron los jefes del cartel de Cali. Hoy, un oficial retirado de la Policía recuerda que las oficiales llegaron a la rumba en una camioneta conducida por un teniente. Cuando concluyó la parranda, Meza y García quedaron con fotos y grabaciones que facilitaron muchas capturas.

Semanas después, una de las oficiales fue quien detectó el perfume de Miguel Rodríguez que constituyó un detalle clave para asegurar la captura del jefe mafioso. En cuanto a los “yuppies” Meza y García, no sólo escudriñaron con lupa las transacciones comerciales y financieras de los capos sino que aportaron a la justicia datos clave: la red de taxistas que alertaban, los hoteles que frecuentaban los capos para camuflarse, los apartamentos con caletas, sus inversiones en el exterior. Obraron como perseguidores y como informantes.


Su aporte dio frutos. Los Rodríguez Orejuela cayeron entre junio y julio de 1995, otros capos del norte del Valle optaron por entregarse para evitar su caída y el grupo élite de la Policía se diseminó entre diversas misiones. En cuanto a Meza y García, después de ser alzados en hombros por sus superiores, tomaron rumbos distintos. Nunca salieron de inteligencia pero ascendieron por distintos méritos. El tiempo pasó, llegaron otros desafíos y, de la noche a la mañana, los héroes de ayer entraron en sospecha y no duraron en aparecer los rumores.

Primero se dijo que Meza y García eran demasiado ricos, que su ritmo de vida era exageradamente elevado y que ya no contaban con la asignación que les daba la Policía para adoptar esta pose. Luego aparecieron anónimos dando cuenta de sus extrañas manos llenas. Hace dos años, ya en calidad de coroneles, sin mayor bulla, fueron llamados a calificar servicios. Ninguno protestó y, según se supo meses después, por distintos caminos se fueron a vivir a Estados Unidos. Visitaban Colombia con alguna frecuencia, pero su mundo era USA.

Hace tres semanas, súbitamente cambió su suerte. El coronel (r) Carlos Meza fue detenido en Miami, donde residía con su familia. El coronel Roque García estaba en Medellín, alguien le recomendó que viajara a Estados Unidos porque su nombre estaba en entredicho, lo hizo y corrió la misma suerte. Al parecer, varios narcotraficantes que hoy colaboran con la justicia terminaron delatándolos. “Se descararon”, fue el comentario de uno de sus ex compañeros en la Policía. “Están en serios problemas con E.U. porque se convirtieron en mafiosos”, agregó otra fuente.

Lo cierto es que hoy los coroneles (r) Carlos Meza y Roque García están presos en Estados Unidos. Su caso no pasó por la Corte Suprema de Justicia porque no fue necesario el trámite de extradición ni el pabellón en la cárcel de Cómbita. Sin despertar sospecha se cayeron solos. La Policía no ha tenido el más mínimo interés en divulgarlo. Pertenecieron a la época dorada del 8.000, lograron que los capos de Cali terminaran donde siempre debieron estar, en la cárcel, pero se corrompieron y hoy habitan celdas parecidas a las que ocupan muchos de los que combatieron por el mismo mal que los condenó: la avaricia de los dineros de la droga.

Oficiales que vencieron al delito y la tentación

El proceso 8.000 y la lucha contra el cartel de Cali consagró a un grupo de oficiales que se jugó la vida por el país y hoy la sociedad los exalta. El general Rosso José Serrano, hoy en la diplomacia, no necesita elogios. Su paso por la Policía dejó huella. Su alumno predilecto lo ratifica: el general Óscar Naranjo, quien hoy dirige la institución.

Otros oficiales de la misma época siguen defendiendo a la sociedad y persiguiendo a la delincuencia organizada. El general Luis Alberto Moore, camino a Washington; el coronel César Pinzón, a punto de asumir la Policía de Bogotá; el coronel Carlos Barragán, subdirector del Inpec; el general Rafael Parra, subdirector de la Policía; y muchos otros oficiales que persisten en su tarea de combatir al delito.

Un oficial que desbordó el marco legal

El 25 de marzo de 2004, a la salida de un  edificio al norte de Bogotá, fue asesinado el coronel (r) de la Policía Danilo González. Como lo refiere el libro Los Pepes, de los periodistas Natalia Morales y Santiago La Rotta, “la sola evocación de su nombre aún hoy despierta cierto malestar entre una parte de la oficialidad colombiana”.

El coronel González fue un hombre clave en la lucha contra los carteles de la droga. No solamente fue alma y nervio de la guerra contra Pablo Escobar y sus secuaces, sino que también se convirtió en el baluarte de las acciones del Estado para desvertebrar a los carteles de la droga de Cali y del norte del departamento del Valle.

Sin embargo, el coronel González cambió de bando. Conocía tanto a los carteles de la droga que terminó trabajando con ellos. Particularmente lo hizo con el capo Wílber Varela, más conocido con el alias de Jabón. Con él vivió la guerra de los antiguos aliados y, paradójicamente, otro ex oficial corrupto, alias Pispis, acabó con su vida.

Por María del Rosario Arrázola

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