Los cementerios no quieren morir

Al de San Pedro, en Medellín, le sobraba clientela en época de Pablo Escobar. Hoy atrae gente con actividades culturales.

Isabel González R
05 de enero de 2010 - 10:07 p. m.

Clara Penagos nunca se ha separado de su familia. El tiempo para compartir con sus seres queridos lo reparte entre su casa en el barrio Boyacá Las Brisas, noroccidente de Medellín, y el Cementerio de San Pedro, al nororiente de la ciudad, en donde reposan los restos de sus padres,  una hermana y su esposo.

Entre domingo y domingo, el cementerio se fue convirtiendo en su segundo hogar. Conoce con precisión los horarios de las misas, las canciones que tocan los músicos en los entierros y serenatas cada fin de semana, la ubicación de las tumbas de personajes reconocidos y hasta los familiares de los muertos que reposan en las bóvedas contiguas a las de sus parientes. Incluso, cuenta que le tocó la “sacada de los restos de Epifanio Mejía”, autor del himno antioqueño y paisano suyo (nacieron en Yarumal).

Esa relación estrecha con los espacios de la muerte no es enigmática. Desde pequeña, Clara vivió junto a sus padres en la cripta de la Iglesia de San Miguel. En este sector del centroriente, la antigua casa se dividió entre habitaciones y osarios, y de esta forma, la familia compartió su morada durante 24 años con los vecinos que iban muriendo.  El Cementerio de San Pedro fue fundado en 1842 y fue conocido como “el de los ricos”  hasta que éstos, comenzaron a desplazarse al sur y le cedieron a las familias de los barrios aledaños al terreno un lugar para enterrar a sus muertos, que no fueron pocos cuando lo célebre era trabajar para el capo del narcotráfico Pablo Escobar. Fue tanta la demanda, que el cementerio tuvo que extender sus límites e implementar bóvedas de altura y nuevos mausoleos como el de familia Muñoz Mosquera (la familia de alias la Quica) que se convirtió en leyenda. Más tarde, arquitectos, artistas, historiadores y otros profesionales vieron el cementerio como “espacio de memoria” y lograron que fuera declarado como patrimonio, y luego, como Museo de Sitio, siendo el primero con esta categoría en Latinoamérica.

Al frente del proceso estuvo, entre otros, Catalina Velásquez hoy es consultora internacional  en desarrollo creativo del patrimonio cultural. Desde 1996, año en el que comenzó su labor en el Cementerio, esta arquitecta pudo darse cuenta de que estos espacios no son únicamente para cumplir con procedimientos relacionados con la muerte, sino que son “territorios simbólicos donde es posible leer la historia de la ciudad”, explica. Desde esa visión surgieron una serie de proyectos artísticos y culturales como las “Noches de Luna Llena”, “La Pelona en Vacaciones”,  “Floristeros del más allá”, “Memoria Viva”, entre otras actividades que han fortalecido la relación entre el espacio y quienes lo visitan, e incluso, han generado nuevos públicos.

Clara ha percibido el proceso de transformación y ahora, 20 años después de que inició sus visitas, puede estar cerca de los suyos y a la vez, participar de una programación diversa. El cementerio se le parece a un bazar. “Hay mucho esparcimiento. Yo vengo a las exposiciones de carros funerarios, veo jugar los niños y camino en las visitas guiadas en las que cuentan historias, a mí me gusta mucho todo eso”.

 Esta diversidad en el camposanto es lo que le ha permitido permanecer activo, pese al incremento de los servicios de cremación en la ciudad (que en 2009 fueron 9.084). Jorge Vélez, director de la Funeraria de Campos de Paz, asegura que la cremación tiene una demanda alrededor del 60 por ciento. “Hace poco hubo un encuentro de funerarias y percibimos no solo el incremento en la demanda sino la tendencia a realizar cremaciones directas, lo que supone la desaparición de los rituales y de los espacios de duelo”, comenta Vélez.

La cremación -dice Velásquez- tiene una incidencia alta en la permanencia de los cementerios puesto que los lugares de representación de la muerte (que para el siglo XXI, no son exclusivamente los cementerios), se han transformado también por la falta de suelo. Hoy las criptas de las iglesias y los nuevos  espacios de culto funcionan solo para el depósito de cenizas y “esto obliga a pensar en marcos normativos para que el cementerio tradicional pueda articularse a las dinámicas de desarrollo territorial, a las exigencias ambientales de las ciudades y a las transformaciones de las comunidades”.

“Hay que devolverle el patrimonio a quien le pertenece: a la gente, para que así se consoliden procesos de apropiación y se genere sentido de pertenencia sobre estos lugares”, continúa Velásquez, presidenta de la Red Colombiana de Valoración y Gestión de Cementerios Patrimoniales, creada en el año 2000.

La relación de Clara con el Cementerio de San Pedro es una muestra de esas apropiaciones. Ella se divierte y comparte con sus muertos en el mismo espacio: “los días de la madre viene mucha gente, los músicos tocan canciones, la gente trae fiambre y se sientan al pie de las bóvedas, a ratos lloran, rezan, se ríen… parece un paseo”, cuenta con emoción.

Velásquez cree que la estrategia para que los cementerios permanezcan vivos es que se revitalicen, que no pierdan su uso porque “los espacios tienen alma, y el alma de los espacios es la gente, los cementerios no son solo para los muertos, son también para los vivos”. Lo sabe Clara, quien antes de santiguarse y despedirse de su familia habla como si le hablara al cementerio mismo: “hay gente que dice que los muertos, muertos están, pero no, ellos se mueren cuando los olvidan”.

Por Isabel González R

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