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Vacaciones en medio del peligro

Algunas ONG alrededor del mundo ofrecen paquetes turísticos para visitar regiones en conflicto.

Beatriz Portinari / Especial de El País para El Espectador
20 de agosto de 2008 - 09:26 p. m.

Tarde de cervezas en una terraza. Un grupo de amigos conversa sobre los destinos en donde pasarán sus vacaciones: Escocia, Costa Brava, alguna isla del Caribe, Ibiza. De repente uno de ellos confiesa que se va 30 días a Palestina como brigadista. Pasan unos segundos hasta que sus amigos asimilan la noticia y lo acribillan con preguntas. “Brigadista, ¿de qué?”. “¿No hay otros destinos en el mundo para que tengas que escoger ese?”. Él responde alegre: “Me puse en contacto con una ONG que necesita gente para organizar manifestaciones, denunciar ataques del ejército y proteger casas que van a ser arrasadas. No tiene por qué pasarme nada”.

Su plan de vacaciones incluye aterrizar como turista en Tel Aviv, hospedarse en Jerusalén, contactar el Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM) y esperar instrucciones. Pero si lo llegan a identificar en el aeropuerto como activista clandestino, puede ser deportado en el siguiente vuelo, porque Israel no recibe con los brazos abiertos a este tipo de turistas. Si consigue pasar, será entrenado como brigadista de la lucha no violenta, aprenderá trucos como que inhalar cebolla contrarresta los efectos del gas lacrimógeno y lo enviarán a construir casas en Anata, cerca de Jerusalén, a apoyar a la población asediada de Nablús o a denunciar los ataques indiscriminados en Jenin.

Sólo tendrá que pagar su tiquete y quizás un precio simbólico para apoyar a las familias locales que lo acojan, porque la manutención y el alojamiento están cubiertos a cambio de su voluntariado. ¿Qué se le pasa por la cabeza a alguien que escoge este tipo de destinos? ¿Son sólo aventureros que quieren conocer un país por poco dinero? ¿Es una cuestión política o moral? Cada cual tiene sus motivos, pero todos los años aumenta el número de jóvenes alrededor del mundo de perfil solidario, interesados en ayudar de alguna forma mientras conocen otras culturas y destinos.

Muchos campos de trabajo, como el ISM en Palestina, no se limitan sólo a la época de vacaciones. El mismo entrenamiento pacifista siguió la estadounidense Rachel Corrie, en marzo de 2003 en la Franja de Gaza, donde murió con tan sólo 23 años, aplastada por un bulldozer israelí que pretendía destruir la casa de una familia palestina. “Yo fui el instructor de Rachel. Era una joven inteligente, con ideas muy claras y una sensibilidad especial hacia la causa palestina”, señaló Saif Abu Keshek, coordinador del ISM en España, que desde el año 2001 ha enviado a Palestina a 300 voluntarios.


Experiencia de alto riesgo

A este tipo de viajes no sólo van jóvenes, también hay jubilados que quieren comprobar por sí mismos lo que cuentan las noticias o simplemente sueñan con pisar Tierra Santa. De hecho, otra forma de visitar el país, sin los riesgos de la militancia pacifista, son los llamados viajes solidarios que organizan diversas ONG como Sodepaz. En algunos casos se intenta combinar la concienciación del turista con jornadas más relajadas de baños en el Mar Muerto y visitas culturales. De los 10 días que dura el viaje de Sodepaz, con un costo de casi $3 millones, incluidos los tiquetes de avión, se destinan cinco días al entretenimiento y otros cinco a conocer campos de refugiados, organizaciones pacifistas, universidades y movimientos sociales.

“El costo del viaje sube por los precios del alojamiento en hostales. Además, los traslados se hacen en un carro particular con un guía local que habla español. Quizá sería más barato si se pudiera dormir todos los días en casas de familias o no se necesitara traductor”, explica José Verdú, coordinador de la organización. En la misma línea de turismo político se puede visitar la cuna de la guerrilla salvadoreña en Perquín (distrito de Morazán), a 200 kilómetros de San Salvador, donde los ex combatientes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional muestran las rutas y trincheras que emplearon durante la guerra civil, la vida del campamento y el Museo de la Revolución Salvadoreña.

¿En qué momento el turismo comprometido se convierte en un safari? ¿Realmente se beneficia a la población local con este tipo de viajes? Depende del caso. El conflicto reciente en Sierra Leona, por ejemplo, destruyó tantas infraestructuras que las contrapartidas locales esperan la mano de obra de los internacionales. Otras veces son las comunidades indígenas de Latinoamérica quienes ganan un poco de dinero gracias al turismo que se sale de los circuitos hoteleros. Mientras que en los Balcanes, después de 10 años de guerra, se han popularizado los viajes sociales.

Además de los programas que trabajan en la reconstrucción de edificios destruidos por las bombas, existen viajes con un contenido educativo como el que propone la red catalana Trenkalòs-Grups en Moviment, que de enero a junio imparte cursos formativos a jóvenes y los lleva a conocer y trabajar como voluntarios en Srebrenica. Las actividades van desde restaurar casas hasta señalizar caminos.

Un punto de vista distinto es el que aporta la ONG Kvlar Fotoperiodistes, que cada año viaja a Bosnia-Herzegovina en furgoneta con un grupo de estudiantes de periodismo, ciencias políticas o sociología, para explicarles la posguerra. “Este curso de fotografía, que cuenta con una semana inicial de formación teórica e histórica, da una oportunidad a los estudiantes de saber cómo se trabaja sobre el terreno y cómo se debe tratar con todas las partes implicadas en el conflicto. Duermen en casas de familias, se interrelacionan con ellos y conocen de primera mano la situación”, señala Alba Muñoz, monitora de Kvlar.


Sin embargo, los viajes no siempre salen como los turistas esperan. Las 36 horas de viaje de Barcelona a Mostar y las cucarachas que se colaron en el saco de dormir de Andrea, una joven española  estudiante de periodismo, fueron tan sólo el comienzo de una terrible experiencia. “Lo que más me decepcionó fue la desorganización, la improvisación de los sitios que íbamos a ver. De hecho, en el traslado de una casa a otra perdieron nuestras mochilas y no teníamos ni saco de dormir, ni ropa. Nos tocaba acotarnos en el piso”.

Entre la creciente oferta de viajes solidarios es difícil encontrar el perfil de ONG que más se ajusta a las expectativas de los trotamundos. Para empezar habría que separar los campos de trabajo —como los que organizan el Servicio Civil Internacional (SCI), Waslala o Setem para rehabilitar infraestructuras locales—, de los cursos de cooperación sobre el terreno, que consisten en una formación teórica propuesta por la Asamblea de Cooperación por la Paz. Y a su vez, diferenciar éstos del llamado turismo responsable, que le apuesta al desarrollo de las comunidades locales.

En este boom de solidaridad, los precios tampoco son aleatorios e incluso se encuentran diferencias en los gastos por cuotas de inscripción de las ONG, que pueden ir de los $80.000 a los $500.000. Mientras el SCI cobra cerca de $420.00 por alojamiento y comida durante tres semanas en un campo de trabajo (no está incluido el tiquete), pasar 15 días de octubre de vacaciones solidarias en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia), con la ONG Solidaria Internacional, asciende a los $3’000.000 millones.

A todas estas propuestas se añaden las de la agencias de viajes que han visto un nicho de mercado aún por explotar. Por ejemplo, la agencia malagueña Ismalar propone rutas para viajeros que buscan hoteles, medios de transporte y guías comprometidos con el desarrollo del turismo responsable. Lo cierto, es que el auge de esta nueva tendencia de hacer turismo ha generado un debate entre las ONG, que se preguntan si los viajeros realmente aportan algo positivo a las comunidades locales que sufren los horrores de la guerra y son víctimas de la violencia y la pobreza o si se están explotando los recursos de estas regiones, pero con la conciencia tranquila.

 

Por Beatriz Portinari / Especial de El País para El Espectador

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