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30 años de la masacre de Tacueyó

Un excombatiente del M-19 reconstruye la matanza que se originó en una presunta infiltración del Ejército en las filas guerrilleras.

Diego Arias *
29 de noviembre de 2015 - 02:00 a. m.
José Fedor Rey, alias “Javier Delgado” o “El Monstruo de los Andes”, jefe guerrillero que lideró la matanza entre noviembre de 1985 y enero del 86.  / Archivo - El Espectador
José Fedor Rey, alias “Javier Delgado” o “El Monstruo de los Andes”, jefe guerrillero que lideró la matanza entre noviembre de 1985 y enero del 86. / Archivo - El Espectador
Foto: Cristian Garavito / El Espectador

El olvido y la indiferencia suelen ser un mal antídoto contra la violencia, los desastres, las tragedias y la calamidad. Nuestra propia historia es tan trágica que a un hecho se sobrepone otro sin que alcancemos a veces (casi nunca) a entender lo que pasó, menos aún a reaccionar. Entonces la apatía y la mala memoria se vuelven un recurso deliberado para evitar lo que no queremos asumir de nuestra propia realidad.

Los de finales de 1985 fueron días aciagos en los que en Colombina nada volvió a ser igual, muy a pesar de todas las tragedias precedentes de otros tiempos: ocurrió el holocausto del Palacio de Justicia, la tragedia de Armero y la llamada masacre de Tacueyó, que constituye un hecho atroz e inusual, único en su tipo, según se conoce en la historia de los conflictos armados de todo el mundo.

La barbarie

Sólo unos pocos días después de la trágica (e inadmisible) toma del Palacio de Justicia y la avalancha de Armero, ocurrió la cruenta y delirante acción en la que alrededor de 160 combatientes (hombres, mujeres e incluso niños) pertenecientes todos al grupo guerrillero Ricardo Franco, fueron asesinados en un acto de barbarie sin antecedentes.

Por aquellos días el dolor y la incertidumbre eran la cotidianidad en las filas de la numerosa fuerza militar que el M-19 tenía acampamentada en lo alto de un filo montañoso en los alrededores de Toribío, en el departamento del Cauca. Aquella fuerza era la promesa de un ideal continental de lucha revolucionaria bolivariana, por lo que decidió llamarse Batallón América.

Allí, junto a combatientes propios y de otras naciones suramericanas, estaba también buena parte de la máxima comandancia del M-19, en cabeza de Álvaro Fayad y Carlos Pizarro. Pero muy cerca acampaba también una fuerza mixta de combatientes provenientes de la ciudad y otro tanto de campesinos e indígenas reclutados por una guerrilla emergente de una división dentro de las Farc encabezada por Javier Fedor Rey (alias Javier Delgado) y Hernando Pizarro Leongómez (hermano del comandante del M-19).

Por boca de habitantes de la propia zona conocimos detalles de algo confuso y perturbador que estaba ocurriendo en el campamento de la fuerza vecina, con quien el M-19 había establecido una alianza táctica que llevó a realizar acciones militares conjuntas, como la toma del municipio de Miranda, acciones logísticas compartidas e instrucción militar.

Pese a que se hablaba de numerosos guerrilleros muertos, no habían sido escuchados disparos ni explosiones producto de algún tipo de enfrentamiento, lo cual agregó confusión a la situación.

Carlos Pizarro, dada la magnitud de lo que relataban los campesinos, dispuso de un pequeño grupo para acompañarlo hasta el campamento, donde ya estaba consumándose la tragedia. Al llegar la escena era dantesca y perturbadora. En medio de cadáveres agonizantes, combatientes encadenados a la espera de su muerte sin “fórmula de juicio” y unos comandantes guerrilleros enloquecidos y delirantes que vociferaban ser los artífices del “más grande éxito revolucionario contra la inteligencia militar colombiana”, que, según ellos, había infiltrado de manera numerosa su grupo guerrillero.

En un ritual de muerte y bajo la tortura y la amenaza de una muerte atroz e inminente, decenas de combatientes depusieron sus armas (¡extrañamente nadie se reveló!) y convinieron versiones de ser “infiltrados” del Ejército colombiano. En al menos un caso, la perturbación mental de Delgado y compañía no les permitió ver “imposibles”, como el que apenas un muchacho de 21 años fuese, a esa corta edad, un avezado coronel de la inteligencia militar.

El ritual del sacrificio llevado a la muerte era atroz. Los “comandantes” disponían la tortura y la “ejecución” de los “infiltrados” a manos de sus propios compañeros, a sabiendas de que ellos mismos serían las próximas víctimas. Invariablemente la muerte fue inducida por golpes o degüello.

Quebrantado por la situación, Carlos Pizarro increpó violentamente a su hermano, desenfundando su arma y apuntándole mientras le reclamaba por los hechos, por la indignidad que eso suponía para un “revolucionario”, pero, sobre todo, siendo su propio hermano.

La Providencia quiso que aquel momento no terminara en otra tragedia, y mientras Pizarro y su comitiva del M-19 optaron por retirarse, un combatiente adolescente intentó huir en nuestra dirección siendo asesinado de un disparo por la espalda por el propio Javier Delgado.

Un discurso de rectificación

Al regreso de nuestra difícil expedición al campamento de la guerrilla del Ricardo Franco, Carlos Pizarro convocó una formación militar, aún en la oscuridad, ya de madrugada. Un largo silencio devino luego de los protocolos que rigen lo que en términos militares se conoce como “orden cerrado”.

La formación militar estaba ya por concluir con los primeros rayos del sol que emergían en el horizonte y disipaban una espesa neblina: “Levantémonos pronto y erguidos contra cualquier injusticia y dolor que veamos perpetrar contra otro ser humano. Hagámoslo en todo tiempo y lugar en el que la historia nos encuentre. Puede que al hacerlo corramos riesgos, pero al final nuestro espíritu se regocijará en un orgullo sano, humano y dulce”, concluyó Pizarro su discurso, en medio de la vergüenza, el dolor y las lágrimas.

Una fuerza militar superior a la del Ricardo Franco, como era la del M-19 en aquella situación, no pudo impedir que se consumara la atrocidad, y sólo el azar hizo que el encuentro dramático entre dos hermanos, ambos al frente de dos grupos armados pero con una visión distinta sobre lo que es admisible y no es admisible en una guerra, no terminara en la muerte de alguno de ellos o de ambos.

Con el tiempo se documentaron muchas otras muertes que corrieron por cuenta de los comandantes del Ricardo Franco. Su trágico recorrido de muerte llegó hasta sus grupos en ciudades como Cali, Bogotá e Ibagué, en donde se encontraron cadáveres en múltiples propiedades, junto a caletas con armas y miles de dólares.

Hernando Pizarro murió baleado en un oscuro episodio en una calle de Bogotá en 1994, en el que después se supo estuvieron posiblemente involucrados miembros del CTI.

Javier Delgado fue capturado casualmente en 1995, en una taberna en Cali, junto a un pequeño grupo de escoltas que lo acompañaban, y que un grupo del Bloque de Búsqueda, en su guerra contra el cartel de Cali, confundió con el narcotraficante Francisco Pacho Herrera.

Un poco antes Delgado había publicado y distribuido una extensa argumentación con su versión de la masacre de Tacueyó. Terminó sus días recluido en la cárcel de Palmira, en donde antiguos compañeros suyos de las Farc le dieron muerte por ahorcamiento en junio de 2002.

Epílogo

Los seres humanos se han matado unos a otros por distintas razones y justificaciones, en todo tiempo de la historia y casi en todas las culturas, y es un hecho que los conflictos armados suelen tener curso, inevitablemente, en medio de reiterados actos de crueldad.

Pero ni aun en la guerra es admisible despojar al “enemigo” (menos aún a los civiles) de su condición humana. La guerra se encarga de desvirtuar en el adversario su condición humana y, en algún punto de la lucha, esto resulta ser algo inaceptable para alguien que, como revolucionario, sueñe con un mundo mejor.

En estos tiempos de intentar poner fin a nuestras violencias, mediante el ejercicio lúcido de un acuerdo político, es bueno por lo mismo mirar hacia atrás, dando cuenta con honestidad, humildad y espíritu crítico sobre lo que fue y lo que no es bueno que sea olvidado, pero mucho menos imitado, enalteciendo siempre el repudio por la violencia y la desmesura que ésta conlleva.

Que abunden el repudio a la barbarie y la violencia y que no prosperen, nunca más, ni la crueldad, ni la indiferencia, ni las justificaciones, ni la apatía, ni el olvido.

 

* Autor de “Memorias de abril” (Planeta Editorial).

Por Diego Arias *

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