El 8000: así fue el narcoescándalo que avergonzó a Colombia | PARTE 1

Mientras el Estado combatía a Los Pepes y a Escobar, se avecinaba una tormenta por cuenta del cartel de Cali y electo presidente, Ernesto Samper.

Jorge Cardona Alzate - Editor general de El Espectador
03 de noviembre de 2017 - 02:30 p. m.
Miguel Rodríguez Orejuela, uno de los líderes del cartel de Cali. / Archivo
Miguel Rodríguez Orejuela, uno de los líderes del cartel de Cali. / Archivo

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En plena cacería a Escobar en Medellín, a tres meses de que cayera muerto en el tejado de una casa, tuvo lugar en Cali un hecho que develó el plan B de los carteles que intervenían en el cerco. En el Congreso se discutía una reforma para reeditar la política de sometimiento que había llevado a los Ochoa y otros a saldar sus cuentas a bajo costo, y se hicieron siete foros para discutir cómo hacerlo. El que se concretó el 9 de septiembre, con nutrida delegación parlamentaria, pernoctó en el hotel Intercontinental de Cali. Los gastos de hospedaje, bar y restaurante de los invitados fueron canceladas por Inversiones ARA, empresa fachada de los hermanos Rodríguez Orejuela, cuyos abogados, con legisladores como Jorge Ramón Elías, Gustavo Espinosa, Rodrigo Garavito o Jaime Lara Arjona, acompañaron el proceso de discusión de la ley 81 de 1993.

Esta historia, que se hizo evidencia judicial dos años después en la redada del expediente 8000, revela lo que se cocinó a espaldas del poder, mientras el Estado y los Pepes terminaban con Pablo Escobar. Una ruta alterna que respaldó el fiscal Gustavo de Greiff cuando algunos voceros del cartel de Cali pidieron y recibieron salvoconductos a cambio de su promesa de acogerse a la política de sometimiento a la justicia. La certificación de la Fiscalía que en febrero de 1994 se volvió escándalo judicial, por la súbita intervención de Estados Unidos censurando ese acercamiento entre abogados de la mafia y el ente investigador, en el contexto de la recién expedida ley 81. Pronto, el gobierno Gaviria, que ayudó a constituir esa controvertida reforma al Código de Procedimiento Penal, salió a respaldar a Washington y casó pelea con el fiscal De Greiff.

(Primera entrega: Antes que Estados Unidos, España nos prohibió la coca)

Después de la caída de Escobar y sacando pecho, el gobierno Gaviria vivía el relajado epílogo de su cuatrienio y las graves noticias de la guerra interna pasaban sin ruido. El foco era la disputa entre Estados Unidos y De Greiff, en el que la Casa de Nariño respaldó a Washington, donde la fiscal Janeth Reno refrendaba una directriz sin matices: “La reducción de los capos de Cali no se logra mediante llamamientos a la legalización de la cocaína ni conversaciones clandestinas con los líderes de la droga”. La cooperación norteamericana con la Fiscalía fue suspendida argumentando falta de confianza en Gustavo De Greiff como funcionario eficiente y severo en la lucha contra el narcotráfico. Una pelea al rojo vivo que se hizo insostenible cuando el Fiscal le dio por intervenir en el proceso judicial norteamericano contra uno de los reconocidos sicarios del cartel de Medellín.

(Segunda entrega: Cuando Colombia consumió cocaína 'made in Germany')

En carta inesperada, De Greiff escribió a un juez norteamericano que no existía evidencia judicial alguna en Colombia contra el presunto narcoterrorista Dandenis Muñoz Mosquera, alias La Quica, en el proceso en su contra en Estados Unidos por el atentado contra el avión de Avianca en 1989. Solo faltó que el presidente de Estados Unidos en persona protestara. El influyente senador demócrata John Kerry declaró que las posiciones del Fiscal eran idénticas a las de los narcotraficantes. Una tensa discusión que creció cuando César Gaviria fue electo nuevo Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), y entre su distinción internacional y la recta final de la campaña para sucederlo en la Casa de Nariño, el lance entre De Greiff y Washington se tornó insoluble, mientras el narcotráfico concretaba su forma de incidir directamente en el debate electoral.

(Tercera entrega: Patrones y sicarios: así era el ajedrez de la mafia antes de Escobar)

El 19 de junio, al día siguiente del malogrado debut de Colombia en el mundial de fútbol de Estados Unidos ante Rumania por 3 a 1, en segunda vuelta fue electo presidente el dirigente liberal Ernesto Samper. 72 horas después, el candidato Andrés Pastrana admitió su derrota, pero declaró que un Presidente con dineros del narcotráfico en su campaña no tenía título moral para conducir a su pueblo. Las autoridades judiciales ya sabían de la existencia de los narcocasetes, con desenfadadas conversaciones entre el periodista Alberto Giraldo y los Rodríguez Orejuela, y graves indicios de ingreso de dineros del cartel de Cali a las campañas presidenciales. La reacción del elegido Samper fue reunirse con el fiscal De Greiff para ofrecerle los libros de cuentas de su campaña. La hija del Fiscal había sido la primera directora financiera de la campaña política.

(Cuarta entrega: Cuando los narcos eran 'los chachos' de Colombia)

De Greiff admitió que el ministro de Defensa Rafael Pardo le había entregado esos narcocasetes dos días después de la segunda vuelta, lo que evidenció que la Presidencia sabía lo que se venía, lo mismo que Pastrana, quien se enteró de ellos antes de que se conociera el ganador de las elecciones. Es escándalo cambió radicalmente el panorama nacional y el primer fusible quemado fue el Fiscal, quien cayó de su cargo en el segundo año de su mandato. En cosa de semanas, a quien periódicos y revistas, cadenas radiales o noticieros de televisión, calificaban como el hombre del año por sus aportes a la lucha contra Escobar o sus actuaciones frente a la corrupción, por efecto del narcotráfico y la política, había pasado a ser el villano del año. El gobierno Gaviria se encargó de aportar la fórmula jurídica para agilizar su desplome en el entramado del Derecho.

(Quinta entrega: El comienzo de un huracán de violencia llamado 'extradición')

Le pidió a la Corte Suprema evaluar si De Greiff debía acatar la norma sobre el retiro forzoso a los 65 años, y el alto tribunal contestó que sí. Mientras el malogrado fiscal dejaba el organismo por la puerta de atrás, en los días de cambio de mando en la Casa de Nariño se dieron tres hechos de significativa incidencia para la crisis en ciernes. El 12 de julio, llegó como nuevo embajador de Estados Unidos, Myles Frechette, un locuaz diplomático que declaró sentirse confiado en que Samper iba a ser tan cooperativo como Gaviria. Dos semanas después, con postulación del mandatario saliente, la Corte Suprema escogió como nuevo fiscal a Alfonso Valdivieso, quien se posesionó el 18 de agosto. Dos días antes, De Greiff archivó la causa de los narcocasetes que declaró manipulados y sin suficientes pruebas de vinculación del narcotráfico a las campañas políticas.

(Sexta entrega: El terrorismo de los narcos: nunca Colombia sufrió tanto)

Con 11 días de diferencia asumieron sus cargos el presidente Samper y el fiscal Valdivieso. Desde ambos frentes, con Estados Unidos como coprotagonista al descampado, cobró forma la cacería de los capos del cartel de Cali, enmarcada en el mayor escándalo judicial y político en la historia contemporánea de Colombia: el proceso 8000, configurado para cortar los nexos entre el narcotráfico y la política. Desde cada poder, Presidencia y Fiscalía se jugaron sus cartas.  Inicialmente Samper se quedó con el general Octavio Vargas, también relacionado en los narcocasetes, pasó a retiro al sub director de la Policía Fabio Campos y envío como agregado a Washington al general Rosso José Serrano. Pero antes de concluir 1994, Serrano era el nuevo director y, desde su competencia, la Fiscalía dispuso que los expedientes por narcotráfico radicados en Cali fueran remitidos a Bogotá.

(Séptima entrega: La época de Pablo Escobar: cuando la coca fue más grande que el Estado)

La expectativa en ambos escenarios aumentó el 29 de septiembre, cuando el saliente director de la DEA en Colombia, Joseph Toft, ante periodistas en el aeropuerto El Dorado, expresó que Colombia era una “narcodemocracia” y que la mafia tenía infiltrados los poderes económicos y políticos del país. Sin contención verbal, Toft aseguró que la manipulación de los narcos era evidente en la Constituyente de 1991 y en la composición de la ley 81 de 1993 para reencauchar la política de sometimiento. En su arremetida acusó al presidente Samper de recibir dineros del narcotráfico en su campaña presidencial y agregó que el cartel de Cali y otros, se iban a entregar a la justicia porque estaba acordado con el primer mandatario. De inmediato, por gajes de la diplomacia y de la política, los gobiernos de Estados Unidos y Colombia rechazaron la deslenguada de Toft.

Pero estaba cantado que los narcocasetes iban a causar un terremoto. Entre tanto, en una clara demostración de que el asunto en Colombia iba más allá de los carteles y que representaba el verdadero dilema, 1995 llegó con agitadas marchas cocaleras en varias regiones del país, en protesta por la fumigación de sus plantíos con glifosato, y el protagonismo del embajador Frechette poniendo en duda que su gobierno certificara la cooperación del gobierno Samper en la lucha antidrogas. Al final, Estados Unidos dio el aval por seguridad nacional. En el patio trasero de la crisis, las Farc regulaban el negocio, cobrando impuesto a cultivadores de coca o dueños de laboratorios, o regulando la oferta y la demanda para garantizar altos precios. La otra Colombia de la coca extendida, mientras Samper buscaba la fórmula de golpear primero a los capos de Cali.

En la orilla de los contradictores sin tregua, el incisivo exministro de justicia Enrique Parejo González reclamaba con vehemencia al fiscal Valdivieso la reapertura del expediente de los narcocasetes. Con idéntica insistencia a la del periódico La Prensa, de la familia del expresidente Pastrana, que incentivó sus publicaciones contra Samper y su campaña. Un fotomontaje del presidente en primera página bajo el título “El síndrome Noriega”, dejando entrever que el mandatario podía terminar en idénticas circunstancias al excarcelado hombre fuerte de Panamá, causó airada reacción del gobierno y el caso llegó hasta la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) que rechazó la presión oficial contra el diario. Pero ya era imposible atajar un escándalo que se volvió telúrico a partir del 21 de abril de 1995, cuando la Fiscalía ordenó la primera redada.

Después de ocho meses de escarbar expedientes y rastrear las cuentas bancarias de los Rodríguez Orejuela, la Fiscalía reabrió sus pesquisas contra la campaña Samper, ordenó la captura del excongresista Eduardo Mestre por estrechos vínculos con los capos de Cali, y contra el periodista Alberto Giraldo, su relacionista; al tiempo que pidió a la Corte Suprema investigar la conducta de ocho legisladores untados por la mafia. Alberto Santofimio, María Izquierdo, José Guerra, Armando Holguín Sarria, Álvaro Benedetti, Ana de Pechtalt, Jaime Lara Arjona y Rodrigo Garavito. A la lista fue sumado después el contralor David Turbay y no demoró el procurador Orlando Vásquez. Desde entonces, el proceso 8000 empezó a crecer como una enorme bola de nieve, hasta que desbordó los asombros de un país impactado a diario por los hallazgos judiciales en aumento.

En mayo de 1995, cuando las llamas del escándalo tocaban al Congreso, el Consejo de Estado sentenció que la salida del fiscal De Greiff no tenía validez jurídica. El exfuncionario se limitó a expedir una declaración revanchista: “En los últimos tiempos, el país y sus instituciones han sido colocados, por presiones externas y complacencia interna, en circunstancias que hacen que las decisiones que deben tomarse en materia de lucha contra el narcotráfico, no obedezcan a sus más altas conveniencias, sino a dictados de otros intereses”. Sin nombrarlo, reclamó a Estados Unidos que ayudó a sacarlo. Ahora era el tiempo de Valdivieso y de su vicefiscal Adolfo Salamanca, con el 8000 navegando en las aguas turbias de la narcopolítica. Hasta que el Comando Especial Conjunto que dirigía el general Serrano, otorgó al gobierno su primera victoria.

La captura de Gilberto Rodríguez el 9 de junio en una residencia del barrio Santa Mónica en Cali, que fortaleció al gobierno en su pulso con la Fiscalía por el 8000. El 4 de julio, en un restaurante al norte de Bogotá, cayó también José Santacruz Londoño, y de nuevo las palmas fueron para la Policía y el Ejecutivo. Pero la Fiscalía tenía con qué destapar la olla podrida en la que se cocinaban los tentáculos del poder mafioso, y cada hallazgo suyo sacudía a una sociedad que se había acostumbrado a convivir con ese cetro. Hasta el país deportivo quedó asombrado cuando fue allanada la sede de la Federación Colombiana de Fútbol y su presidente, Juan José Bellini, terminó preso. En el entorno del fútbol, se sabía que iba a pasar. Varios exjugadores, técnicos o periodistas deportivos aparecieron en las listas del 8000 ‘capítulo fútbol', que también resultó insuficiente.

El miércoles 26 de julio de 1995, fue capturado el tesorero de la campaña Samper, Santiago Medina, quien varias veces lo había advertido: “Mi lealtad llega hasta que pise el primer escalón de la Fiscalía en calidad de detenido”. Ante una comisión de fiscales del proceso 8000, primero admitió la doble contabilidad que existió en la campaña presidencial para desviar dineros no reportados al Consejo Nacional Electoral, violando los topes de gastos; y luego hizo un recuento pormenorizado de la penetración de la mafia en la empresa electoral, asegurando que el plan comenzó a concretarse en Madrid (España) en 1993, en el denominado Pacto de Recoletos. Según Medina, para concretarlo, en representación de los Rodríguez Orejuela viajaron a Europa y se reunieron con el embajador Ernesto Samper, los asesores de la mafia Eduardo Mestre y Alberto Giraldo.

Tiempo después, acudieron a otra cita, esta vez en el apartamento del periodista Alberto Giraldo en Bogotá, el propio Samper, el director de su campaña Fernando Botero y el candidato a la vicepresidencia Humberto de la Calle, para concertar la adhesión del aspirante presidencial Miguel Maza Márquez, a cambio de que fueran cubiertas sus deudas de campaña. En términos generales, la confesión de Medina ratificó los aportes del cartel de Cali para la segunda vuelta electoral y dejó en aprietos a los integrantes de la campaña, en especial al ministro de Defensa Fernando Botero. Por eso hubo incendio político y el gobierno se vio obligado a maniobrar entre sus alfiles para eludir el cerco. En jugada de enroque, Samper se adelantó a sus críticos, sometiéndose públicamente a su juez natural: la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes.

En una alocución televisada al día siguiente de la declaración de Medina y antes de partir a Perú a la posesión de Alberto Fujimori, el presidente Samper manifestó que no se iba a dejar chantajear ni intimidar y se declaró ajeno a los hechos. Luego acusó al narcotráfico de fraguar una campaña de terrorismo moral en su contra, y aportó la frase que pasó a la historia como su versión sobre el hoyo negro de su campaña: “Los colombianos pueden tener la seguridad de que, de comprobarse cualquier filtración de dineros, su ingreso se habría producido a mis espaldas”. La reacción más comentada la aportó el obispo Pedro Rubiano Sáenz, quien observó que era como si un elefante entrara a una casa y el dueño no se diera cuenta. El elefante se convirtió en símbolo de la crisis y los caricaturistas se encargaron de darle identidad con sus trazos.

La postura de los ministros Horacio Serpa y Fernando Botero resultó desconcertante. Promovieron una inesperada rueda de prensa para desmentir las declaraciones de Santiago Medina, y la pregunta del millón llegó por cuenta del periodista Jorge Enrique Botero, quien indagó por qué conocían y hablaban de un testimonio judicial que se suponía era reservado de la Fiscalía. Visiblemente nerviosos, los ministros se miraron y, más canchero en encerronas, Serpa contestó: “por un anónimo, estamos en el país de los anónimos”. En pocas horas, Fernando Botero dejó la cartera de Defensa. Era cuestión de días su captura y se sentía en el ambiente un aire de conspiración. Cuando crecía la marea del encono político, de nuevo el Comando Especial Conjunto del general Serrano y su grupo de oficiales de inteligencia le enderezaron el camino al gobierno.

En la madrugada del domingo 6 de agosto, en el edificio Buenos Aires de Cali situado en las faldas del cerro de Las Tres Cruces, fue capturado Miguel Rodríguez Orejuela. El comentario triunfalista de Samper dio la medida suficiente para encarar a sus críticos: “El cartel de Cali está muerto”. 24 horas antes de ajustar su primer año de gobierno, el primer mandatario podía decir que había puesto tras las rejas a los tres principales capos del cartel de Cali: los hermanos Rodríguez y José Santacruz. Desde dos décadas atrás, la justicia norteamericana acumulaba evidencias en su contra por múltiples delitos, pero la extradición había quedado prohibida en la constitución de 1991. Ahora estaban presos, y los descubrimientos de la Fiscalía ratificaban lo dicho, que todo cartel se hace con políticos y funcionarios corruptos y el de Cali lo había vuelto su especialidad.

Para este artículo, el autor consultó la siguiente bibliografía:

Aranguren Molina, Mauricio, Mi confesión, Editorial La Oveja Negra, Bogotá, 2001.

Baquero, Petrit, El ABC de la mafia, Editorial Planeta Colombiana S.A., Bogotá, 2012.

El Tiempo, “Los motivos del asesinato: política, dinero y venganza”, edición del 30 de agosto de 1996, Bogotá.  

Guillén, Gonzalo, Un país de cafres, Planeta Colombia Editorial S.A, Bogotá, 1995.

Por Jorge Cardona Alzate - Editor general de El Espectador

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