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Los vaivenes de la Policía en la pelea por la seguridad

A raíz de la crisis vivida esta semana por cuenta de los abusos policiales, la accidentada historia contemporánea de Colombia es también la de la Policía, que no ha estado ausente en los avances y retrocesos del Estado, pero continúa en contravía con los ciudadanos por el uso desmesurado de la fuerza.

13 de septiembre de 2020 - 02:00 a. m.
Al margen del éxito de la Dijín o de los aciertos de la institución en la preservación y blindaje del Estado, urge una revisión a fondo sobre el uso desmesurado de su fuerza.
Al margen del éxito de la Dijín o de los aciertos de la institución en la preservación y blindaje del Estado, urge una revisión a fondo sobre el uso desmesurado de su fuerza.
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

La Policía está en el ojo del huracán ciudadano. Sin antecedentes en la historia de Colombia, en la noche del pasado miércoles fueron atacadas 53 unidades y comandos en Bogotá, y la batalla en las calles dejó 11 personas muertas, más de 150 heridos y medio centenar de policías lesionados. Un golpe duro a la conciencia de una institución que ha acompañado la vida del país, pero que ahora le corresponde entender que el tiempo de los abusos está cumplido. Hoy soplan otros aires, y así haya voces que quieran apostarle al autoritarismo o a la guerra, la Policía ya no puede sobrepasar sus límites.

En una época parecida, hace casi 40 años, en los postreros días de vigencia del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, en una columna titulada “¿Estado policial o Estado de Derecho?”, Guillermo Cano escribía en su Libreta de Apuntes: “La gran batalla por una Colombia mejor es que ni unos ni otros consideren a las autoridades del orden como a su enemigo público”. Certeza visionaria que ahora vuelve del pasado a repetir la lección. La Policía es la línea divisoria entre el pueblo y los criminales, como dictaban sus principios de la república liberal de Olaya Herrera y López Pumarejo.

Una advertencia para saber de qué lado debía colocarse como defensora de la sociedad y representante de la paz, aunque al final pudo más la guerra, y la institución quedó envuelta en la misma espiral en la que empezó a girar el país hasta el presente, cuando la violencia no cesa, el delito no se detiene y la Policía abusa. Un círculo vicioso que solo se explica desde la inmersión en la historia. Cuando la Policía se oficializó en 1891, llegó a dirigirla de Francia el señor Juan María Marcelino Gilibert, y fue concebida a la medida de la “Regeneración” de Núñez y Holguín, con los mismos postulados de la Constitución de 1886.

Es decir, con Estado de Sitio a bordo y la posibilidad de detener e incomunicar a ciudadanos por 10 días ante graves indicios o sospecha de atentar contra el orden público. De complemento, en las primeras décadas del siglo XX, la Policía tuvo instrucción de misiones extranjeras y fue adquiriendo responsabilidades específicas: la investigación criminal para casos de “vagancia, ratería y juegos prohibidos”, o el cuerpo de caballería para perseguir ladrones de equinos y ganado. Se encargó hasta de la custodia de los enviados a las colonias penales, sitios de encarcelamiento en territorios retirados.

Fue cuestión de adaptarse a la hegemonía conservadora hasta su declive, con el estertor de la “Ley Heroica” de Abadía Méndez, de la que obtuvo potestad para juzgar a los huelguistas, o a quienes fomentaran la lucha de clases. Después llegó el cambio de rumbo por la victoria liberal en 1930 y, entre la temeridad del poder y la resistencia a entregarlo, los partidos políticos se trenzaron en una violencia partidista que arrastró en su borrasca a la Policía. El reclutamiento de personal comenzó a ser acreditado por el color político y los casinos se volvieron centros de discusión partidista.

El 9 de abril de 1948, cuando mataron a Gaitán, se destaparon las cartas. En gran proporción, la Policía se sumó al movimiento que siguió a la voz de derrocar al gobierno Ospina y le entregó sus armas. A pesar de que muchos integrantes no intervinieron en los sucesos, el gobierno ordenó por decreto la baja indiscriminada de la mayoría del personal. El nuevo debía llevar la divisa del poder vigente y la política prevaleció sobre el principio de la imparcialidad. Entre el pillaje y la violencia que desataron bandoleros, “Pájaros”, o la “Chusma”, la mano de la “Chulavita” también sembró el terror.

Ese era el estado de cosas cuando se dio el ascenso de Rojas Pinilla al poder. Un observador refiere que era un ente completamente politizado que necesitaba una reestructuración absoluta. Con el ánimo de avanzar, la Policía fue desligada del Ministerio de Gobierno y pasó al de Guerra, pero Rojas intentó después que también hiciera parte de su idea política el binomio Pueblo-Fuerzas Armadas. Al final, la junta militar que lo sustituyó emprendió la tarea de rectificar a partir de la dirección del primer oficial formado en la Escuela General Santander: el teniente coronel Saulo Gil Ramírez.

Por la misma época, ya en desarrollo del gobierno Lleras Camargo, fue suprimido el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC), que terminó sumido en el desprestigio con un largo historial de abusos y delitos impunes. Entonces surgió el DAS, con un alto componente de la Policía de investigación e inteligencia. En la ruta del Frente Nacional, la institución contribuyó a apaciguar el fanatismo partidista, pero al compás de Colombia y sus problemas de seguridad, a la vuelta de la esquina, pese a su naturaleza civil vinculada a la seguridad ciudadana, pronto se vio encarando los retos de la insurgencia y el narcotráfico.

Al tiempo que, en otras ciudades del mundo, los policías empezaron a circular con bolillo y radio, en Colombia la Policía se militarizó y terminó siendo un cuerpo armado. No volvió a salir del Ministerio de Defensa y terminó con disponibilidad para el uso de armas largas y lesivas, mientras el país continuó demandando su acción para encarar los crecientes desafíos de criminalidad, delincuencia organizada o paramilitarismo. En 1983 surgió la Dirección de Policía Judicial e Investigación (Dijín), que se volvió el fortín de la estrategia estatal para enfrentar una nueva era de colosos de la guerra.

Fue época de grandes héroes, como los coroneles Jaime Ramírez y Valdemar Franklin, o de decenas de policías anónimos asesinados por orden de Pablo Escobar que puso precio a sus cabezas, pero también de abusos de poder y excesos de oficiales como José Guillermo Medina, que llegó a ser director y fue procesado por enriquecimiento ilícito, o Miguel Maza Márquez, que estuvo en el F-2, dirigió la Dijín y terminó en el DAS. No cabe en este recuento esta historia aparte, pero sobre lo que pasó en el DAS y hoy tiene a Maza Márquez y a otros respondiendo ante la justicia, todavía falta mucha tela por cortar.

Como en el fútbol, la economía o la política, también el narcotráfico se coló en las grietas de la Policía, y no faltaron los que cambiaron de bando y se volvieron capos, como Orlando Henao, Efraín Hernández, Víctor Patiño y Wílmer Varela, y circulando con ellos el coronel Danilo González, dispuesto a garantizar protección e impunidad. Aunque la Constitución de 1991 ya había dispuesto que la Policía debía ser un cuerpo armado permanente de naturaleza civil, para proteger derechos y libertades públicas de los habitantes y garantizar convivencia, ya era difícil dar marcha atrás en la pelea por la defensa del Estado.

De hecho, la propia Constituyente terminó recobrando el fuero militar para la Policía, y tiempo después, la Corte Constitucional, con ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, admitió que al hacerlo los constituyentes fueron conscientes de la zona gris en la que quedó situada la Policía entre lo militar y lo civil, o entre la defensa y la seguridad, más el complejo contexto colombiano. Sin embargo, esa ambigüedad terminó transformada en fortaleza a la hora de enfrentar la enrevesada situación a la que se vio abocada el país en los años 90 por la consolidación de los carteles del narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo.

Fue la hora estelar del general Rosso José Serrano y sus oficiales jóvenes, encabezados por el mayor Óscar Naranjo, desmantelando al cartel de Cali o poniendo a buen recaudo a otros grandes capos, pero también el momento en el que las Farc convirtieron a los oficiales y suboficiales del Ejército y Policía en su botín predilecto para forzar un canje de prisioneros por guerrilleros presos en las cárceles. Es reciente la memoria del país de principios del siglo XXI, cuando en la base de Miraflores (Guaviare) o en Mitú, además de los muertos y los heridos, quedó la imagen de los policías cautivos en las cárceles de la selva.

Entre las vueltas de esa historia quedó a la vista de todos el entrecruce de funciones entre la Policía y el Ejército, y su reto afín de responder al orden público y al narcotráfico. Sin embargo, la Policía también siguió inmersa en el control ciudadano y quedó atrapada en lo que hoy constituye el eje central de la discusión: el uso desproporcionado de la fuerza. Una desproporcionalidad que, en criterio de expertos consultados, obedece también a la condición violenta de la sociedad colombiana. Hoy es más un tema de educación común y erradicación de acciones que deslegitiman la acción de la Fuerza Pública.

El país sabe que la Policía, sobre todo en virtud del fortalecimiento de su inteligencia, ha sido clave en contundentes golpes a las antiguas Farc, el paramilitarismo y el narcotráfico, pero también se le reprocha su comportamiento en las calles. En desarrollo de los diálogos de La Habana, se alcanzó a debatir en el gobierno Santos la idea de crear el Ministerio de Seguridad Ciudadana, al cual debía pasar la Policía con enfoque de posconflicto y el propósito de consolidarse como fuerza civil para la convivencia social. El primero en oponerse fue el Colegio de Generales de la Reserva Activa de la Policía.

En esencia, su reclamo apuntó en que, por el momento histórico, no era apropiado sustraer a la Policía del Ministerio de Defensa, a la que pertenece desde 1953. Al final, esa idea del Ministerio de Seguridad no prosperó, pero ahora, a raíz de la crisis provocada por el abuso policial que le costó la vida al abogado Javier Ordóñez, vuelve a sonar junto a un cúmulo de iniciativas que van desde ajustar los vacíos que quedaron en el Código de Policía de 2016, transferir la institución al Ministerio del Interior, quitarle el fuero militar o definir su actuación en el marco de la regulación de la protesta social.

De cualquier modo, los cambios no dan espera, y al margen del éxito de la Dijín o de los aciertos de la institución en la preservación y blindaje del Estado, urge una revisión a fondo sobre el uso desmesurado de su fuerza. Los expertos concluyen que aún es difícil pensar en una Policía de paz, solo enfocada en la parte ciudadana, y que se debe recordar que, en los municipios apartados del país, muchas veces un puñado de policías con revólveres de corto alcance siguen siendo la única protección del Estado. No obstante, existe una convicción inequívoca: ha llegado la hora de sacar a la Policía del huracán ciudadano.

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-(-)13 de septiembre de 2020 - 01:12 p. m.
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