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“Y usted, ¿qué espera de la justicia?”, pregunta siempre Diana María Rodríguez desde su despacho a las víctimas que la guerra y el despojo dejó sin hogar. Joven, de mirada atenta y comprometida con hacer de la justicia un derecho en lugar de un privilegio, Rodríguez ha invertido los últimos 17 años de su vida en demostrar que los jueces que componen la pirámide judicial en las condiciones menos favorables, pueden llegar a destacarse.
En conmemoración del 25N y de los 16 días de activismo para eliminar la violencia contra las mujeres, El Espectador habló con esta jueza que demuestra, más allá de los problemas estructurales y los retos, que sí hay episodios de éxito en los que los sesgos, los muros y los retos pueden vencerse, esta vez desde la justicia.
Esta semana, la Corporación Excelencia a la Justicia nominó a Rodríguez como finalista al premio de la mejor mujer magistrada de la justicia colombiana. Aunque no llegó a ganar el galardón, la postulación simboliza que entre un universo judicial de abogados que en su mayoría imparten justicia en las ciudades principales y pertenecen a las altas cortes, el trabajo desde una pequeña oficina en un municipio con más problemas que jueces, sí llega a cambiar la vida de las personas.
“Estar en la Rama Judicial no es un privilegio ni un beneficio propio: es la oportunidad de servir a la sociedad y retribuir con justicia lo que exigen”, explica Rodríguez.
Los caminos del derecho
Rodríguez inició desde muy joven a hacer inmersiones en el mundo judicial de Colombia. Apenas era una estudiante universitaria cuando fue aplaudida por una tesis laureada que en esa época puso a hablar de por qué la justicia también debería tener, con sus sentencias, estrados y togas, un enfoque de género para garantizar los derechos de las mujeres. En QUE AÑO, Rodríguez presentó un paneo de la importancia de que jueces, fiscales y magistrados leyeran los casos de violencia intrafamiliar con perspectiva diferencial hacia las mujeres.
En las mismas aulas de la Universidad del Atlántico donde se formó como abogada tuvo que convivir con docenas de personas que, o sobrevivieron a la guerra y los derechos vulnerados en la región Caribe, o habían heredado los daños colaterales del conflicto desde la generación de sus padres.
“Ahí entendí que quería hacer parte de la Rama Judicial: porque la justicia sí puede transformar vidas y cambiar el pasado violentado de cientos de ciudadanos”, comenta Rodríguez frente a su decisión de graduarse y empezar a reunir los méritos para ingresar a los primeros eslabones de la pirámide judicial.
Primero ocupó un despacho como escribiente judicial y con el tiempo, empezó a escalar niveles en la jerarquía de justicia para conseguir un logro que, según explica, es histórico: llegar a convertirse en jueza de la República con tan solo 27 años.
Al recordar el trayecto que ha tenido en la justicia, Rodríguez asegura que uno de los momentos más gratificantes de su carrera es la de, aparte de ser jueza, convertirse en “profesora”, pues ha encabezado talleres y capacitaciones en la Escuela Judicial Rodrigo Lara Bonilla para formar en género a cientos de funcionarios de justicia del país.
Pero ha habido más experiencias que fueron edificando su carrera como jueza. En 2012, Rodríguez presenció de primera mano cómo el Congreso aprobó la Ley de Víctimas y en la implementación fue testigo de que Mampuján, un pueblo que fue desplazado en su totalidad por paramilitares en el 2000, pudo convertirse en el primer ejemplo de restitución de tierras para las 14 familias que fueron despojadas por la guerra.
A lomo de mula
“Nosotros estamos llamados a estar en el territorio”, explica Rodríguez frente a una obligación que, según ella, deben tener todos los funcionarios judiciales a la hora de impartir justicia. Y es que ella asegura que durante años se ha dibujado un imaginario de jueces y magistrados que administran justicia desde sus despachos y, en cierta forma, alejados de la realidad y los problemas de las personas.
Por eso, Rodríguez empezó a aplicar algunas “travesías” como lo describe ella, para humanizar la justicia. En 2022, por ejemplo, empacó sus maletas, se calzó las botas pantaneras y durante ocho horas recorrió el corazón de Bolívar para poder llegar a un consejo comunitario negro que exigía la restitución de tierras.
Ese no ha sido el único episodio de cómo la justicia llega luego de atravesar trochas, ríos o municipios. Cuando era jueza de Simití, Rodríguez tenía que atravesar prácticamente todos los linderos del municipio, embarcarse en río, recorrer carreteras para cumplir su labor de jueza.
“Yo viajaba 22 horas para llegar a ese lugar. Tomaba un bus a medianoche, luego pasaba por zonas rojas de territorios ocupados por grupos armados, seguía con una chalupa y ya en la madrugada atravesaba un cerro. Todo por cumplirle a la gente y ofrecerles justicia”, apunta.
En 2024, Rodríguez consideró que la justicia podía llegar también a algunos lugares vulnerables de las grandes ciudades. A comienzos de año, alarmada por las cifras de trata y explotación sexual de menores en Cartagena, solicitó un día para hacer un tipo de justicia inusual. Rodríguez, junto con otra colega jueza, se quitó la toga, la colgó en su despacho de Carmen de Bolívar, y fue hasta los colegios de los barrios más pobres de la ciudad amurallada para enseñarle a los niños cuáles son sus derechos y cómo hacerlos respetar frente a la violencia.
Consciente de que no son muchos los escenarios en que un juez o magistrado llega a los territorios, Rodríguez explica: “Sí es posible humanizar y acercar la justicia. Convertirla en algo sencillo, cercano y entendible para las personas que lo necesitan y demostrarles que los funcionarios y la justicia no son figuras lejanas y distantes”.
Justicia de género
Aunque su función dentro del engranaje judicial sea la de decidir, o no, procesos de restitución de tierras, Rodríguez explica que incluso cuando se habla de un pedazo de tierra, los jueces deben tener una perspectiva de género para ofrecer justicia.
“Hay que reconocer que incluso en la guerra y el desplazamiento las mujeres se vieron afectadas diferencialmente. Y como operadores debemos tener en cuenta que hay enfoques étnicos y de género que deben implementarse en estos procesos”, comenta la jueza.
Y es que desde que era joven Rodríguez asegura que para que la justicia pueda ser más cercana a las personas, debe ser impartida con enfoques diferenciales que se ajusten, tanto a los reclamos de los ciudadanos, como a sus expectativas frente a un pleito judicial.
En 2023, ya siendo una líder en temas de género a la hora de ofrecer justicia, fue nombrada por el Consejo Superior de la Judicatura como presidenta del Consejo Seccional de Género de Bolívar: una entidad judicial que se encarga de que la justicia, en lugar de discriminar y caer en sesgos de género, incluya en sus análisis y sentencias la exclusión y violencia histórica que mujeres, LGBTI+, grupos étnicos y personas con discapacidad han vivido.
Con toda la rigurosidad que exige cada caso, Rodríguez asegura que quiere continuar los próximos años de su carrera como una intermediaria de justicia que, además de proferir sentencias y restituir tierras, quiere lograr un cambio social en Colombia. Sus fallos judiciales, recuerda, le han logrado restablecer los derechos a comunidades enteras que vivían fracturadas desde que la guerra tocó la puerta de sus veredas o corregimientos.
Para Rodríguez, no haber ganado el premio a “mejor mujer magistrada” no es un fracaso, sino una exaltación al trabajo que ella y sus pares, que trabajan en situaciones similares y con la misma vocación, han conseguido.
“Visibilizar la labor de la justicia no es una recompensa propia, es una necesidad institucional que reafirma la independencia y autonomía que desempeñamos los jueces. Para mí es un privilegio haber sido finalista (...). Porque representa a los jueces de territorio que imparten justicia en condiciones mucho menos favorables (que en las capitales)”, concluye.
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