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En medio del concreto, la contaminación y la rutina acelerada de las ciudades, las huertas comunitarias florecen como espacios de encuentro, resistencia y transformación. Más allá de sembrar plantas, estos proyectos cultivan vínculos, recuperan saberes ancestrales y devuelven la vida a lugares olvidados. La historia de la huerta del barrio Monterrey, en la localidad de Kennedy (Bogotá), es un ejemplo de cómo una comunidad puede convertir un espacio deteriorado en un jardín productivo y colectivo, donde se promueve el cuidado del ambiente, la educación y la solidaridad.
En 2010, los residentes del barrio Monterrey comenzaron a notar un problema creciente: al final de una de las cuadras, el pequeño parque del sector se había transformado en un botadero improvisado de escombros y basura. Además, era utilizado como baño público por habitantes de calle y mascotas. Los malos olores se hacían insoportables y llegaban hasta las casas vecinas, afectando seriamente la calidad de vida de toda la comunidad.
“La zona estaba muy sucia. Ya no respirábamos aire puro, sino malos olores. El deterioro incluía un antiguo palomar con una fuente de agua lluvia que gradualmente se llenó de desperdicios, mientras personas llegaban diariamente a botar más escombros”, dijo Gladys Duarte, líder del proyecto comunitario.
Ante esta situación, Duarte y su esposo decidieron actuar. Comenzaron a presentar denuncias ante la Alcaldía Local de Kennedy y la empresa de aseo, buscando una solución al problema. Coincidentemente, ese mismo año, la Secretaría de Salud llegó al barrio con un proyecto de huertas en terrazas, lo que les dio una idea: transformar el lugar abandonado en una huerta comunitaria.
La propuesta despertó un gran interés, especialmente entre los adultos mayores que ya participaban en actividades culturales en el salón comunal. Cerca de 50 personas, muchas de ellas con raíces campesinas, se sumaron con entusiasmo a la iniciativa. “Queríamos volver a nuestras raíces campesinas y, al mismo tiempo, recuperar nuestra cuadra”, recuerda Duarte.
Durante semanas, vecinos se unieron para limpiar el terreno y devolverle la vida al espacio, sin embargo, fue el 12 de agosto de 2010 en donde sembraron las primeras semillas: acelgas, perejil, cebolla y cilantro. Aquel gesto sencillo marcó el inicio de algo mucho más grande. Con el tiempo, más personas se sumaron al proyecto, trayendo plantas desde sus casas y compartiendo saberes heredados. Algunos incluso aportaban especies recolectadas durante sus viajes, haciendo de la huerta un lugar diverso y lleno de historias.
“Después de tantos años, seguíamos viniendo, trabajando juntos, conversando y compartiendo historias. Lo más bonito es que muchos nos dicen que esta huerta es la mamá de las huertas de Kennedy, porque desde aquí hemos apoyado la creación de varias más. Hemos donado lo que podemos y compartido lo que hemos aprendido en el camino. La huerta comunitaria de Monterrey no solo transformó un espacio olvidado, también unió a la comunidad en torno al cuidado, la memoria y el trabajo colectivo”, afirmó Duarte.
Sin embargo, el camino para conformar la huerta no estuvo exento de obstáculos. Algunos miembros de la comunidad en sus inicios expresaron su desacuerdo con la iniciativa y acudieron a diversas entidades oficiales como la alcaldía local, el Instituto de Recreación y Deporte, e incluso la policía para presentar quejas por invasión del espacio público. Paradójicamente, estas visitas de inspección terminaron convirtiéndose en oportunidades de validación para el proyecto.
“Cuando los oficiales de policía llegaban respondiendo a llamadas sobre supuestos daños al parque, quedaban gratamente sorprendidos al encontrar un espacio en proceso de recuperación y embellecimiento. De hecho, muchos agentes terminaron ofreciendo su ayuda y colaboración al proyecto comunitario. Con el tiempo, las instituciones oficiales reconocieron el valor transformador de la iniciativa. La alcaldía comenzó a interesarse por las necesidades del proyecto, el Jardín Botánico ofreció talleres y capacitaciones sobre técnicas de siembra y cosecha, y gradualmente todas las entidades relevantes se sumaron al apoyo de la huerta comunitaria. Actualmente, el proyecto cuenta con todos los permisos y protocolos necesarios, respaldados por el Jardín Botánico, el Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD), la alcaldía local y otras entidades municipales”, afirmó la experta.
El reconocimiento institucional ha permitido que la huerta Monterrey se integre a iniciativas más amplias como la Ruta Agroecológica del Jardín Botánico y los mercados campesinos locales, donde los vecinos pueden llevar y comercializar los productos cosechados. El proyecto opera bajo el principio de que “el que trabaja come, el que trabaja lleva”, fomentando un sistema de intercambio justo donde el esfuerzo se recompensa con productos frescos. Adicionalmente, han establecido sistemas de trueque donde los visitantes pueden aportar agua o compostaje a cambio de aromáticas o lechugas frescas.
El espacio de la huerta comunitaria se ha transformado en un ecosistema urbano con una amplia biodiversidad vegetal. Los organizadores han diseñado cuidadosamente la distribución de las plantas siguiendo una estructura concéntrica con propósito específico: el perímetro exterior está adornado con plantas ornamentales que funcionan como jardín protector, seguido por un anillo intermedio de plantas aromáticas, y finalmente, en el centro, se encuentran los cultivos comestibles más delicados.
“Esta disposición no es casual; las plantas exteriores sirven como barrera protectora para los cultivos más valiosos del interior. Nosotros actualmente albergamos más de 70 especies diferentes de plantas, pero creo que entre las más emblemáticas destaca la “lechuga sabor limón”, considerada la planta insignia de la huerta por su rareza”, dijo Duarte.
Esta especie en particular tiene una historia curiosa: fue introducida por una estudiante universitaria que trajo cinco ejemplares desde el municipio de La Palma, Cundinamarca, una región reconocida por sus cultivos cítricos. Su sabor distintivo y su rareza despertaron tanto interés que los cuidadores de la huerta comenzaron a compartir esquejes con otras iniciativas comunitarias, como las huertas de la biblioteca El Tintal y la de Marsella, ayudando así a su propagación. Hoy, estas lechugas no solo decoran los cultivos, también se disfrutan en sándwiches caseros gracias a su inconfundible sabor.
Otra planta destacada es la conocida como “sangría”, “sangre de Cristo” o “planta milagrosa”, que también se ha convertido en un cultivo emblemático del proyecto por su escasez en el entorno urbano bogotano. La huerta alberga además una amplia variedad de lechugas, incluyendo la variedad “baby”, diversas acelgas, y numerosas aromáticas como sidrón, romero, hinojo y ruda. El componente frutal está representado por árboles de tomate, brevas, frambuesas, duraznos y curubas que ya han comenzado a florecer.
“Mantener esta diversidad no ha sido tarea fácil, especialmente con especies originarias de climas cálidos que deben adaptarse a las condiciones meteorológicas de Bogotá, aunque el calentamiento reciente ha facilitado la adaptación de algunas variedades más tropicales”, señaló la experta.
Ese compromiso ha sido clave para expandir el alcance de la iniciativa. Con el tiempo, el grupo fundador entendió que la agricultura urbana podía ser el punto de partida para un trabajo ambiental más integral. Así fue como, a partir de su experiencia previa en el grupo “Guardianes Ambientales” —dedicado a jornadas de limpieza y recorridos pedagógicos por humedales, canales y ríos de la zona— surgió la Fundación Monterrey Ecohídrico. Esta organización sin ánimo de lucro, nacida en una casa del barrio, articula hoy diversas acciones bajo tres pilares fundamentales: reciclaje, agricultura urbana agroecológica y educación ambiental.
Gracias a la fundación, el proyecto se ha fortalecido y diversificado. Además de la huerta, han desarrollado talleres de costura y reciclaje de telas, promoviendo prácticas sostenibles y fomentando el sentido comunitario. Todo el trabajo que realizan —desde los cultivos hasta las actividades pedagógicas y los recorridos por los humedales El Burro y Techo— se ha construido colectivamente, con la convicción de que el cuidado del entorno también es una forma de cuidar a la comunidad.
Un elemento innovador que ha revitalizado el proyecto ha sido la incorporación de las pacas digestoras, un sistema de compostaje más eficiente que el método tradicional. Paula Sánchez, la integrante más joven del colectivo, llegó al proyecto hace tres años y encontró en Monterrey el espacio ideal para desarrollar su pasión por la agricultura urbana. Su llegada ha sido fundamental para la continuidad del proyecto, especialmente ante el envejecimiento del grupo fundador.
Sánchez ha asumido responsabilidades clave, como la coordinación del sistema de pacas digestoras para el manejo de residuos orgánicos y la organización de voluntariados a través de plataformas digitales. Esta estrategia ha cobrado especial relevancia para atraer nuevos participantes y garantizar el mantenimiento de la huerta. Uno de los enfoques más efectivos ha sido vincular a estudiantes universitarios —como los de la Universidad Minuto de Dios— mediante formularios de inscripción para colaborar los domingos. Como muestra de agradecimiento, los voluntarios reciben refrigerios y bebidas durante sus jornadas, lo que refuerza el sentido de comunidad y pertenencia que define a la huerta de Monterrey.
“El apoyo institucional ha sido vital para la sostenibilidad del proyecto. El Jardín Botánico ha proporcionado capacitación técnica, plántulas y material orgánico triturado (chipeado) para el compostaje. Por su parte, la Alcaldía Local ha contribuido con materiales como las guaduas que recibieron en 2023, para cuya instalación contaron con la colaboración de miembros de otras huertas comunitarias de la ciudad, evidenciando la red de solidaridad que existe entre estos proyectos”, contó Duarte.
A pesar de los logros, el proyecto continúa enfrentando desafíos cotidianos. Duarte comenta que aunque la resistencia inicial de los vecinos que llamaban a la policía ha disminuido, persisten problemas como el manejo inadecuado de excrementos de mascotas y la disposición incorrecta de basuras en las inmediaciones de la huerta. La naturaleza intermitente de la presencia de los cuidadores en el espacio dificulta la identificación de los responsables de estas conductas para poder abordarlas directamente.
“Las limitaciones de recursos también representan un obstáculo significativo. El suministro de agua, por ejemplo, se ha vuelto particularmente problemático en el contexto del racionamiento hídrico que ha afectado a la ciudad. Si bien inicialmente contaban con el apoyo de vecinos que proporcionaban agua desde sus hogares, actualmente dependen principalmente del agua de lluvia que pueden recolectar y del agua que los mismos cuidadores traen desde sus casas. Es por eso que si la gente le gustan este tipo de proyectos el llamado es que nos ayuden, ya sea con tierra, con manos para trabajar, todo es bien recibido”, dijo la experta.
De manera final, el grupo quiere seguir cuidando su huerta y apoyando la creación de nuevos proyectos, como lo han hecho desde hace años. Sin embargo, también dejan un mensaje abierto: invitan a más personas a interesarse por la agricultura urbana, a hacer sus propias pacas digestoras y a comenzar, aunque sea en casa, con una planta, una aromática o una pequeña huerta. Porque para ellos, cada esfuerzo cuenta y toda acción suma al cuidado del ambiente y al fortalecimiento de las comunidades.
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