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Más de 1.000 huertas colectivas en Bogotá, incluidas las aulas vivas de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) y el ecobarrio La Esmeralda, están redefiniendo la relación de las comunidades con la alimentación. Estos espacios, gestionados de manera colectiva, no solo promueven una nutrición más saludable, sino que también fortalecen el bienestar social y mental de sus participantes, como demuestra una investigación de la Universidad Nacional Sede Bogotá.
Y es que la UNAL, con su extenso campus de más de 100 hectáreas en el centro geográfico de la ciudad, ha sido un escenario clave en la implementación de huertas urbanas. Desde los años 80, se designó una zona específica conocida como “el área de los invernaderos”, ubicada en el costado suroccidental hacia la calle 26. A principios de este siglo, surgieron proyectos formales de huertas o “jardines productivos” en esta área y otros sectores del campus. Sin embargo, en 2014, algunas de estas iniciativas estudiantiles y docentes fueron retiradas debido a políticas de ordenamiento universitario.
Este fenómeno no es exclusivo de la universidad, ya que en distintos espacios públicos de Bogotá muchas huertas colectivas han sido eliminadas por la falta de permisos oficiales. Además, algunos barrios se oponen a su implementación, asociándolas erróneamente con desorden o deterioro paisajístico. Esta percepción negativa sobre la agricultura urbana motivó el desarrollo del proyecto de investigación Impactos de las huertas colectivas en la educación y los hábitos alimentarios, cuyo objetivo es demostrar, con base en evidencia científica, los beneficios de las huertas urbanas.
Este estudio, desarrollado con la participación de estudiantes del programa de Nutrición y Dietética de la Universidad Nacional de Colombia, analizó la influencia de estas huertas en la alimentación de sus participantes. La investigación se realizó en 11 huertas colectivas: ocho ubicadas en las aulas vivas de la universidad y tres en el ecobarrio La Esmeralda. Los resultados, evidencian el impacto de estos espacios en la alimentación y el bienestar de la comunidad.
“Las aulas vivas son espacios de aprendizaje al aire libre donde se desarrollan clases formales y actividades académicas en torno a la agroecología. Surgieron como parte de un proceso de recuperación de huertas en el campus y su consolidación estuvo impulsada por la iniciativa Biocampus, una red que agrupa alrededor de ocho proyectos de huertas y que también incorpora producción animal, como la cría de peces. Biocampus se fortaleció en respuesta a la amenaza de nuevas construcciones en las áreas donde se encontraban las huertas, lo que llevó a la implementación de una estrategia para evitar su desaparición y garantizar su permanencia dentro de la universidad”, explicó el Álvaro Parrado Barbosa, profesor del departamento de nutrición humana de la Universidad Nacional de Colombia al Espectador.
Los resultados del estudio evidenciaron una relación directa entre la participación en huertas colectivas y el fortalecimiento de hábitos alimentarios saludables, así como una mejora en las prácticas de selección de alimentos. Los participantes adquirieron un mayor conocimiento sobre el origen de las hortalizas, sus métodos de producción y sus beneficios para la salud, lo que ha influido positivamente en sus decisiones de compra.
Además, el proyecto contribuyó a que algunos estudiantes universitarios superaran su inseguridad alimentaria. De acuerdo con un estudio de Bienestar Universitario de la Universidad Nacional de Colombia, entre una quinta y una sexta parte de los estudiantes de la institución se encuentran en situación de inseguridad alimentaria y nutricional. En este contexto, las huertas colectivas han demostrado ser una herramienta clave para mitigar este problema, según destacó el docente Parrado.
“Es importante destacar que nuestra investigación se centró exclusivamente en huertas colectivas ubicadas en espacios públicos, tanto del campus universitario como del parque público de La Esmeralda, no en huertas privadas dentro de los hogares. Observamos que quienes participan en estas huertas ya poseen cierta sensibilidad o interés por conocer cómo se producen los alimentos y una inclinación hacia la alimentación saludable. Este interés se manifiesta en su deseo de tener contacto directo con la producción, especialmente de hortalizas, e incorporarlas a su dieta”, aseguró el docente.
Menciona que el impacto principal de la participación en estas huertas es el refuerzo y fortalecimiento de hábitos alimentarios saludables. Sin embargo, no se trata de un cambio radical donde personas que antes consumían exclusivamente comidas rápidas ahora adoptan dietas completamente saludables, sino más bien un fortalecimiento en personas que ya tenían cierta afinidad por una alimentación no solo saludable sino también sostenible, considerando el impacto en la salud personal y en el planeta.
El estudio, además, no solo confirmó que la participación en huertas fortalece hábitos alimentarios saludables, sino que también evidenció diferencias significativas en el perfil demográfico de los participantes. Y es que en la Universidad Nacional predominan jóvenes estudiantes y algunos docentes, para quienes estos espacios no solo fomentan una alimentación más consciente, sino que también cumplen un rol en su seguridad alimentaria, facilitando el acceso a productos frescos que, de otro modo, podrían resultar costosos.
En contraste, en el Ecobarrio La Esmeralda, un sector de estrato 5, participan principalmente adultos mayores, quienes encuentran en las huertas una oportunidad de actividad física moderada y socialización, ayudando a contrarrestar el aislamiento urbano. Aunque su motivación principal no es el acceso a alimentos, sí comparten el interés por una alimentación más sostenible y saludable.
“Es importante destacar que, más allá de estas diferencias, existen beneficios comunes que trascienden los aspectos puramente agrícolas o alimentarios que evidenciamos en la investigación. Tanto en jóvenes como en adultos mayores (grupos que presentan mayores indicadores de problemas de salud mental) las huertas proporcionan un espacio de tranquilidad y paz que favorece el bienestar emocional” puntualizó.
¿Qué encontró la investigación?
En términos de volumen, la agricultura urbana en barrios como La Esmeralda y otros sectores de Bogotá tiene un impacto limitado en la seguridad alimentaria general. Como señala Parrado, si se compara con el total de alimentos que ingresan diariamente a Bogotá a través de Corabastos, la producción de las huertas urbanas no alcanza ni el 1% de la demanda de los más de 8 millones de habitantes, una situación similar a la de otras grandes ciudades.
Sin embargo, su aporte a la seguridad alimentaria no radica en la cantidad de alimentos producidos, sino en su impacto educativo y en la transformación de hábitos alimenticios. Como lo demuestra el proyecto de investigación, la participación en huertas urbanas fomenta una mayor conciencia sobre nutrición y salud, lo que lleva a valorar más la producción local y el consumo de alimentos nutritivos. Este cambio en la percepción y las decisiones alimentarias fortalece la seguridad alimentaria desde un enfoque sostenible y a largo plazo.
“Los principales impactos de las huertas urbanas en la seguridad alimentaria son primordialmente educativos, razón por la cual se implementan frecuentemente en ambientes escolares. Aunque por volumen de producción no logran suplir significativamente la dieta diaria, generan cambios sustanciales en la educación alimentaria de los participantes, proporcionándoles conocimientos que influyen positivamente en sus decisiones al momento de adquirir alimentos”, señaló.
Otro aspecto destacado por la investigación fue el impacto de las huertas urbanas en los hábitos alimentarios. Se observó que quienes participan en estos espacios suelen tener una inclinación previa hacia una alimentación saludable y sostenible, y la experiencia en el huerto refuerza estos hábitos preexistentes. No obstante, en programas no voluntarios, como los huertos escolares, donde la participación es parte de una estructura educativa, el impacto podría ser mayor, especialmente en personas con una alimentación basada en productos procesados o con poca conexión con la producción agrícola.
Uno de los hallazgos más relevantes fue la desconexión que algunos participantes presentan entre el huerto y su alimentación. Para ciertos grupos, el huerto es percibido únicamente como un ejercicio de producción agrícola, sin una relación clara con la salud y la nutrición. Esta situación también se ha identificado en huertos escolares, donde la enseñanza del cultivo no siempre se traduce en cambios significativos en la alimentación dentro del hogar.
“Ante este escenario, la investigación hace énfasis en el fortalecimiento de la educación alimentaria dentro de los huertos urbanos. No basta con enseñar a cultivar; es necesario que los participantes comprendan el impacto de estos conocimientos en su salud y bienestar. De este modo, la experiencia dejaría de ser solo un ejercicio productivo y se convertiría en una herramienta efectiva para mejorar los hábitos alimentarios y la nutrición de la comunidad”, puntualizó el docente.
Barreras en la implementacion de las huertas.
Apesar de los beneficios demostrados, Parrado señala que el impacto en la seguridad alimentaria sigue siendo limitado, pues la producción a pequeña escala no representa una solución integral para una ciudad como Bogotá, donde cada día se consumen más de 6.000 toneladas de alimentos, según el Observatorio de Desarrollo Económico de Bogotá (ODEB). Sin embargo, resalta que para las más de 200 personas involucradas en estas huertas, contar con productos frescos y cultivados localmente contribuye significativamente a su bienestar nutricional.
Una de las principales barreras en la implementación de huertas comunitarias o públicas, según comenta Parrado, es el ámbito institucional. Si bien el Jardín Botánico de Bogotá ha asumido un papel clave en el apoyo a la agricultura urbana, su capacidad de intervención es limitada. A comienzos de este año, la entidad publicó un listado con más de 2.000 huertas que ha acompañado y monitoreado a través de su programa de agricultura urbana, brindando asesoría técnica a estas iniciativas.
No obstante, cuando las huertas enfrentan obstáculos normativos, como la falta de permisos o la oposición de algunos vecinos, el Jardín Botánico no puede intervenir directamente, ya que no tiene la autoridad ambiental para hacerlo. Además, dentro de la administración distrital pueden surgir conflictos de competencias que dificultan aún más la resolución de estos problemas.
“El avance en la superación de barreras normativas e institucionales ha sido limitado, con progresos principalmente a nivel local mediante acuerdos con juntas de acción comunal, organizaciones barriales y algunas alcaldías. Sin embargo, un ejemplo reciente de transformación se dio en la Universidad Nacional, donde, bajo la administración del profesor Leopoldo Múnera, se adoptó una visión más amplia de las huertas urbanas. Como parte de este cambio, los antiguos “invernaderos” fueron renombrados como “aulas vivas”, destacando su papel en la generación de conocimiento e investigación más allá del ámbito agronómico. Esta decisión, aprobada hace menos de un mes por el Consejo de Sede de Bogotá, podría servir de modelo para otras instituciones a nivel distrital”, contó el docente.
La estrategia que ha permitido proteger estas iniciativas frente a restricciones normativas ha sido su definición como espacios educativos. Según Parrado, las huertas escolares son legales porque tienen un propósito pedagógico explícito. Sin embargo, si una huerta no cumple con este requisito, aunque genere otros beneficios, las autoridades podrían ordenar su retiro.
“Es por esto que es fundamental que los medios aborden la importancia del marco normativo e institucional para el desarrollo de la agricultura urbana. Se requiere una institucionalidad que respalde especialmente la agricultura urbana colectiva, pues enfrenta desafíos distintos a los huertos privados en terrazas o antejardines, sobre todo cuando se implementa en espacios públicos”, señaló.
De hecho, el proyecto de investigación suele advertir una paradoja: mientras sembrar plantas ornamentales, como anturios o pensamientos, en espacios públicos no genera controversia, el cultivo de alimentos, como lechugas o cebollas, suele considerarse problemático. Esto evidencia la necesidad de:
- Un cambio normativo e institucional que conduzca a una transformación cultural
- Mayor apertura de los habitantes urbanos hacia la presencia de agricultura dentro de la ciudad
- Modificar la percepción negativa hacia una valoración de los múltiples efectos positivos que estos huertos pueden aportar
“En síntesis, el primer paso consiste en superar estas barreras normativas, institucionales y culturales que limitan el desarrollo de la agricultura urbana. El segundo elemento clave es fortalecer las alianzas entre instituciones. Por ejemplo, entidades como el Jardín Botánico a menudo trabajan de manera aislada; aunque colaboran con los horticultores urbanos, su vinculación con otras instituciones suele ser débil, limitando el apoyo institucional necesario”, puntualizó.
Actualmente la Universidad Nacional ha desarrollando iniciativas prometedoras:
- Creación de la Red de Sostenibilidad Alimentaria Bogotá-Región entre 10 universidades de Bogotá
- Implementación de ferias agroalimentarias, ferias agroecológicas y mercados campesinos
- Múltiples instituciones académicas han establecido huertos propios
- Varias universidades desarrollan investigación sobre alimentación saludable desde perspectivas de transformación y agroindustria
“El fortalecimiento de estas alianzas interinstitucionales es clave para la sostenibilidad y expansión de la agricultura urbana. Las huertas no solo contribuyen a la seguridad alimentaria, sino que también generan bienestar integral, favoreciendo la salud física, emocional y mental en la ciudad. Promover su implementación a mayor escala representa una oportunidad para fortalecer el tejido comunitario y mejorar la calidad de vida de la población”, concluyó.
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