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A menudo me atormenta la molesta sensación de que estos dos impulsos entran en conflicto. El daño que causa la industria mundial de la moda —tanto al planeta como a las personas que emplea— está bien documentado y es ampliamente conocido. Además, por regla general, me opongo a los principios del consumo desenfrenado y a las visiones capitalistas del crecimiento eterno. Durante mucho tiempo pensé que podía mitigar mi propia participación comprando casi exclusivamente de segunda mano. Era menos costoso y parecía ofrecerme una especie de pase para salirme con la mía: cuando me arriesgaba con una camisa de cuello redondo en lugar de puntiagudo, solo para ver si podía ser el tipo de persona que lleva una camisa de cuello redondo, y resultaba que no, que no podía ser ese tipo de persona, siempre podía volver a vender la camisa en otra tienda de segunda mano y hacerlo todo de nuevo, evitando los vertederos todo el tiempo.
Entonces las compras de artículos en reventa o vintage se dispararon en popularidad —subieron los precios, mis tiendas favoritas se llenaron de las mismas blusas de Zara que tenía todo el mundo (ahora con algunas pelusas)— y las cosas buenas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Pero yo seguía necesitando mi dosis. Regresé al inicio.
Para mi alivio, surgió un nuevo espacio, el de “buena calidad”. En internet vi a influencers de estilo que pregonaban armarios cápsula o sus últimas adquisiciones invocando la “calidad realmente buena” de una “pieza” como un conjuro diseñado para alejar el espectro del consumo excesivo. Encontré un próspero ecosistema de contenidos dedicados exclusivamente al número de puntadas, las costuras y la composición de los tejidos. Armada con mi nueva lógica, me incliné por marcas anteriores a la explosión de la moda rápida (jerseys de cuello alto de Ralph Lauren, camisas de seda de Armani, líneas de grandes almacenes en su mayoría ya desaparecidas ), así como por marcas independientes en las que desembolsaba más dinero, reconfortada por la certeza de que las botas me durarían para siempre. Lejos de frenar mis gastos, me había lanzado a un nuevo mercado lleno de cosas bonitas que comprar.
La “calidad” se ha convertido en una especie de signo general de buen gusto, que refleja a la vez la popularidad duradera del mercado de reventa, la posibilidad inminente de una recesión, la estética minimalista imperante, los costos medioambientales y humanos de la producción comercial y el frenético ciclo de la venta al menudeo. Soy la primera en insistir en que es bueno ser exigente, comprar menos y mejor. Pero la “calidad” por sí sola no puede soportar el peso cultural de todo lo que nosotros, y yo, como consumidores le hemos impuesto, por muy fuerte que sea el pespunte cosido a mano. Si no estamos atentos, la “calidad” corre el riesgo de convertirse en una moda en sí misma, un concepto tan insignificante como la “estética del old money”, “la clean girl” o el “lujo silencioso”.
Las cosas de alta calidad siempre han conferido estatus a su propietario. Tradicionalmente, calidad y lujo iban emparejados: los precios altos iban acompañados de la promesa de estándares altos. Se pagaba más y se obtenían mejores tejidos y artesanía. Pero hoy se puede comprar basura a cualquier precio. Los costos de las materias primas y la mano de obra se han disparado, y muchas marcas de lujo parecen recortar gastos para mantener sus márgenes de ganancia. Cuando Vogue Business realizó el año pasado una encuesta en línea entre compradores de lujo, casi la mitad de quienes habían reducido sus gastos citaron una disminución de la calidad por el precio. Luego está el ciclo de las tendencias. Frente a la incesante alternancia de microtendencias y nuevas prendas fabricadas a bajo precio, mucha gente opta por prescindir de ellas, primando en su lugar la “atemporalidad” y la “longevidad”.
Y las redes sociales hacen visibles los fallos de la industria de la moda a gran escala. En septiembre, la casa de moda italiana Miu Miu sufrió una pequeña crisis de relaciones públicas cuando el modelo Wisdom Kaye se quejó en TikTok tras gastar 18.000 dólares en esta marca que fue recién ungida como la “más cool del mundo”. Incrédulo, mostró a sus 14 millones de seguidores cómo un botón se había caído de un chaleco y la cremallera de otro jersey se rompió a los pocos minutos de llegar a casa de la tienda: el papel rosa y la bolsa de compras seguían esparcidos por el suelo. Después de que el video se hiciera viral, la marca le envió reemplazos de las prendas, dijo; pero los espectadores vieron de nuevo cómo otro botón más saltaba del chaleco como un corcho de champán.
Las piezas defectuosas son una cosa, pero en general, las señales de una manufactura de mala calidad son en gran medida invisibles al ojo inexperto. Por suerte para nosotros, ahora hay decenas de creadores de contenido dispuestos a desmitificar los aspectos más técnicos del diseño y la fabricación. La autora Andrea Cheong dirige una cuenta de TikTok en la que se puede aprender sobre la costura saddle shoulder, la cinta al bies, los hilos sin recortar, las costuras francesas y la longitud de las fibras. Otro creador deconstruye bolsos de lujo —los destroza literalmente con lo que parecen unas tijeras de caza— para hacer una autopsia completa de su artesanía, o de la falta de ella. “¿Vale la pena?”, entona sobre el cadáver de un bolso Puzzle de Loewe. (Respuesta: más o menos). En la moda masculina, donde los trajes, las prendas de rendimiento técnico y la milicia son los principales puntos de referencia, no faltan los nerds de la ropa que quieren hablar de las costuras de las axilas y de las de doble aguja.
Este enfoque es natural para los entusiastas que ya están preparados para interpretar la ropa como una especie de texto y no solo como objetos decorativos. Mientras que algunos de nosotros vemos una falda, incluso nos damos cuenta de que llega hasta la rodilla, es de gasa y tiene un anodino color gris topo, otros la miran y ven Prada 1999. La ropa ya es un depósito de códigos y lenguajes invisibles. La calidad confiere una capa más de intelectualidad al proyecto de vestirse, un dialecto más con el que comunicar el buen gusto.
En la década de 1980, la proliferación de cadenas de comida rápida desencadenó una reacción conocida como movimiento slow food (comida lenta), que intentaba hacer frente a los daños ecológicos, económicos y humanos provocados por la producción industrial masiva de alimentos. Pero sin una estructura reguladora que garantizara la disponibilidad y asequibilidad de, por ejemplo, productos frescos, el movimiento se manifestó menos como una revisión transformadora y más como una nueva frontera de distinción de clases. Mientras muchos sufrían desiertos alimentarios, las élites sociales frecuentaban magníficos restaurantes con paneles de madera y costosas tiendas de comestibles especializadas, animadas por el convencimiento de que sus hábitos eran moral y nutricionalmente superiores.
Hoy, los nuevos paradigmas de consumo empujan a los creadores de tendencias hacia una especie de moda de la granja a la mesa. Pero cuanto más tiempo se pasa en internet, más se empieza a percibir una persistente ironía: la “calidad” podría estar en el ojo del que mira. ¿Cómo juzgar el calibre de una bufanda de mohair al 100 por ciento de una marca que ha enfrentado repetidas acusaciones de abusos sistemáticos a los trabajadores? ¿O un jersey en cuya etiqueta figura el nombre del tejedor, pero que es excesivamente costoso?
Aun así, muchísima gente se gana la vida intentando vendernos cosas. Y queremos comprar, o al menos yo quiero. Para el comprador consciente, la “calidad” se convierte en una nueva estructura de permisos para calmar nuestras almas adictas a las compras, uniéndose a las filas de las empresas propiedad de mujeres, de fabricación estadounidense, de pequeños lotes y de comercio justo. Comprar innumerables prendas de ropa es, a primera vista, esencialmente indefendible, pero comprar algo de “alta calidad” es virtuoso, noble, ético. Es una “inversión”. No siempre fue así el que las marcas presumieran de los orígenes fabriles de sus botones, pero a medida que los consumidores navegamos por la avalancha de cosas que podemos comprar, la calidad se ha convertido en la última herramienta de mercadeo para instruirnos sobre lo que debemos comprar.
Con la ropa, como con los alimentos, los principios subyacentes de sostenibilidad y lentitud son esencialmente intachables. Todos merecemos cosas que duren y que nos nutran. Aun así, ahora que nos adentramos en la bacanal anual de compras navideñas, conviene recordar que las comparaciones con la comida solo nos llevan hasta cierto punto. Técnicamente hablando, a diferencia de lo que ocurre con la comida, no necesito ese pantalón perfectamente holgado para vivir. No necesito ese pantalón de lana perfectamente holgado en un precioso gris acerado de la marca indie de comercio electrónico que tiene un simpático fundador para seguir viva, por mucho que lo parezca, por mucho que llene el agujero de mi armario que también podría ser un agujero en mi corazón. ¿Verdad?
Isabel Cristo escribe sobre género y estilo. Es verificadora de hechos en la revista New York.
c. 2025 The New York Times Company
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