Si algo ha dejado huella en la historia es el zapato, sobre todo el más leve, el femenino. Por razones de espacio me limitaré a seguirle la pisada en los últimos cien años a la sandalia, la plataforma y el tacón puntilla.
El zapato abierto apareció en Francia muy temprano, en los años veinte, pero tuvo que andar bastante para abrirse paso. Aun en 1939, un crítico de estilo de Vogue consideraba que «las sandalias dejan demasiada piel al descubierto para llevarlas en la calle». Tenía razón. Una mujer en la calle con los pies casi desnudos era entonces, como hoy, un espectáculo perturbador. A finales del siglo, las jóvenes se atrevieron a ir en chanclas más allá de la tienda de la esquina, y la hawaiana brasileña, la tanga del pie, recorre desde entonces el mundo. Para ocasiones especiales, el calzado elegido fue la sandalia de tiras y tacón. En 2007 y 2008, las pasarelas fueron invadidas por la sandalia gladiador, un zapato de caña alta y muchas correas. En 1941 Salvatore Ferragamo inventó la plataforma. La hizo con corcho y madera porque el acero escaseaba por las demandas de metal de la Primera Guerra. Dijo que se había inspirado mezclando el coturno de los antiguos actores de la tragedia griega y las sandalias zuecas japonesas. La plataforma conoció su apogeo en los años setenta, cuando los «topolinos» para el verano y las botas de plataforma para el invierno fueron una alternativa cómoda y casual del zapato de tacón.
Pero la apoteosis del zapato femenino fue la invención del tacón puntilla. Pasadas ya las afugias de la guerra, los diseñadores pudieron usar el acero para los núcleos de tacones más altos y delgados. El invento sucedió a principios de la década del cincuenta en Italia y se lo disputan Ferragamo y Roger Viviere. Lo cierto es que el tacón puntilla fue decisivo porque arqueó el pie, inclinó la pelvis, alargó la pierna, levantó las nalgas, irguió los pechos, obligó a las mujeres a caminar más despacio y acentuó el balanceo de la cadera al andar. Con el tacón puntilla la moda descubre, al fin, la base ideal para el cuerpo femenino. Cualquier otro diseño palidece frente a este. ¿Se imagina usted a una actriz porno en chanclas? ¿A una reina en traje de gala con algo diferente al tacón puntilla? En la oficina y en ciertas reuniones ellas pueden ponerse casi cualquier zapato y quedan divinas de todas maneras, pero a la hora de las grandes fiestas no hay elección, la puntilla es tan obligatoria como el vestido blanco para la novia. No hay nada que hacer. Es alta, esbelta, etérea, elegante, erótica. A su lado, cualquier zapato es un carramplón.
A finales de la segunda década de este siglo, hizo furor en las calles y los salones del mundo una suma de dos grandes inventos del siglo pasado: la plataforma y el tacón puntilla. La capellada era semiabierta para no renunciar al encanto de la sandalia: dejaba ver los tobillos, y a veces descubría el talón y mostraba un poco los mejores dedos (capellada “boca de pescado”). La plataforma se sigue usando hoy. Permite usar con comodidad puntillas más altas; las aberturas están ahí para mostrar piel en pequeñas dosis (carne para las fieras). Era un diseño que lo tenía todo: glamour, altura, discreción, elegancia, sensualidad. Era, en suma, un invento anatómico, diabólico, muy chic y de altísimo poder. Será difícil inventar algo mejor.
La moda y el intelectual
Para los intelectuales de la mitad del siglo pasado, la moda era un instrumento de alienación burgués, la traducción al vestido de la lucha de clases. En realidad, las clases sociales estaban uniformadas en cuanto a líneas y cortes desde mediados del siglo XIX, pero estos señores no se enteraron del cambio por andar rezongando. Ahora sus sucesores reniegan del consumismo de la moda, de su frivolidad, de la uniformidad dictatorial impuesta por las grandes casas. Lo cierto es que la frivolidad está en la mirada, no en la moda, una industria poderosa, un oficio que ha merecido el estudio de muchos historiadores y sociólogos, y un “octavo arte” que tiene su propio Óscar.
Hay que ser miope para hablar de uniformidad. La moda uniformó a las mujeres hasta los años sesenta, quizá, cuando comenzó una frenética mezcla y yuxtaposición de estilos, las jovencitas estrenaron minifaldas y las hippies túnicas largas, y todas alternaron el fijador y el despeluque. Hoy vemos en una misma cuadra maxifaldas, minifaldas, sastres, jeans, linos, paños, camisetas, pantalones, bermudas, shorts, pantalones calientes, plataformas, tacones clásicos, tacones con plataforma, botas, sandalias, crocs…
La moda tiene, claro, un elemento colectivo. Ser colectiva y efímera es su carácter. Pero si miramos bien, vemos que cada mujer tiene una manera muy particular de llevar la moda: esta pone ciertos apliques en sus bolsos, aquella lleva escote pero lo atenúa con un broche púdico, algunas son lanzadas en la longitud de la falda pero conservadoras en los colores o en los materiales. Ninguna mujer adopta la moda de manera incondicional porque todas tienen límites morales, puntos flacos que disimular y puntos fuertes a destacar. Y digo «mujer» porque desde el siglo XIX la moda es femenina. A pesar de su gran ofensiva contemporánea, la moda masculina es anémica frente a la femenina.
Contradictoria como nosotros, la moda es un fenómeno lleno de paradojas: es moderna pero arrancó con la aparición del individuo en la Baja Edad Media, hacia 1350; es colectiva pero también individual; es efímera y a la vez histórica; desvela a la «plástica» y preocupa a la intelectual; puede ser un elemento de estatus pero también de mímesis, de camuflaje; puede ser impuesta desde «arriba», como pasa con algunas creaciones de los grandes diseñadores, o surgir desde «abajo», como sucedió con los bluyines, las camisetas, la ropa rasgada, los piercings y todo el «look mendigo» en general. Puede ser dictatorial e imponer tendencias… o sufrir derrotas históricas, como sucedió con el pelo corto y el pantalón para mujer, que fueron considerados «nada femeninos» en los años veinte y solo se abrieron camino mucho después.
Hoy la moda se salió de madre y dicta tendencias en todas las áreas. Los carros tienen que ser negros, blancos o plateados (en los dos últimos años vemos carros que combinan dos colores), los dispositivos móviles tienen que ser delgados; la decoración de interiores, las fachadas de los edificios, las comidas y las bebidas, las vajillas y nuestros rituales sociales acatan, así sea parcialmente, el canon del momento. Es difícil imaginar cosas o actividades que no estén mediadas por la moda. Es ubicua y omnipotente, y luchar contra ella es una empresa vana y de antemano perdida.
La última batalla de la moda
Una de las tendencias más fuertes de la moda contemporánea, la «antimoda», también llamada «look mendigo», tuvo su origen en los años ochenta. Fue una forma de vestir desenfadada que tuvo sus primeros brotes a finales de los setenta y se caracterizó por su audaz informalidad. Algunos sociólogos atentos, como Lipovetsky, creen que todo empezó con Farrah Fawcett, la actriz que un día le dio por no peinarse y salió con su espléndido pelo rubio alborotado, como si se acabara de pegar una buena revolcada. Es posible que este poderoso mensaje, erótico y subliminal, haya sido la clave del posterior éxito de la tendencia.
Pero hay antecesores, por supuesto. En los años cincuenta Marlon Brando y James Dean salieron a escena en camiseta, una prenda que solo se usaba debajo de la camisa. Fue algo tan insólito como ver hoy a un presidente en calzoncillos. Brando y Dean usaban camisetas blancas (no había más colores), de cuello redondo, pero aún llevaban las «faldas» de la camiseta por dentro del pantalón. En los años sesenta, los jóvenes del mundo vistieron solo camisetas, todas con el círculo de la paz en el pecho (un logo diseñado inicialmente para una campaña contra las armas nucleares). En los ochenta fue lo de Farrah. En los noventa, Cindy Crawford ciñó sus piernísimas con unos jeans rotos Dolce&Gabanna, la antimoda tocó el cielo y fue admitida en los más exclusivos templos del mercado.
Lo irónico es que todo este desaliño nació como un grito de rebeldía contra la moda. Fue una manera de decir “me importa un pito qué se lleva en esta temporada”.
Pero la moda es tenaz, insiste, resiste, recicla, fagocita, asimila todo, hasta a sus enemigos (las gafas son sinónimo de intelectualidad). Tomó elementos antimoda del punk, del grunge, del hipismo, les dio un toque chic, los confeccionó en buenos materiales, les puso marquillas caras, los mercadeó como bien sabe hacerlo y los volvió glamurosos.
Esto puede leerse como una derrota de la antimoda, pero al final todo el mundo salió ganado y todos pudimos vestirnos con mayor libertad, de una manera más cool, lucir elementos formales con variantes rebeldes, prendas contemporáneas y piezas retro, o prendas muy grandes, cómodas, o camisetas en cualquier ocasión, ropa sin planchar, o rota, o desteñida, llevar el cabello despeinado, los tenis sucios o sin cordones, la camisa por fuera, o sin abotonar, combinar jeans con blazers, lo que se nos antoje.
Una vez más, la moda salió airosa.
👗👠👒 ¿Ya te enteraste de las últimas noticias sobre moda? Te invitamos a verlas en El Espectador.