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                                                                                                                              80 años del fin del asedio a Leningrado: una tragedia que mató a 750 mil personas

                                                                                                                              El 26 de enero, hace ocho décadas, Stalin declaró el fin del sitio. Fragmento del libro “Leningrado. La tragedia de una ciudad asediada 1941-1944″, sello Debate.

                                                                                                                              Anna Reid * / Especial para El Espectador

                                                                                                                              Introducción

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Introducción

                                                                                                                              Este es el relato del asedio de Leningrado, el sitio de una ciudad que más muertes se ha cobrado en la historia de la humanidad. Leningrado se ubica en el noreste del Báltico, en el extremo oriental del golfo largo y poco profundo que separa las costas meridionales de Finlandia de las del norte de Rusia. Antes de la Revolución de Octubre era la capital del Imperio ruso y se llamó San Petersburgo en honor a su fundador, el zar Pedro el Grande. Tras la caída del comunismo, a comienzos de la década de 1990, recuperó su antiguo nombre, pero para los habitantes de más edad sigue siendo Leningrado, por honrar no tanto a Lenin, sino a los aproximadamente setecientos cincuenta mil civiles que murieron de hambre durante los casi novecientos días (desde septiembre de 1941 a enero de 1944) que duró el asedio perpetrado por la Alemania nazi. Otros asedios de época contemporánea —el de Madrid o el de Sarajevo— duraron más tiempo, pero las víctimas no llegaron ni a una décima parte de las que perecieron en Leningrado, donde murieron treinta y cinco veces más civiles que en el Blitz de Londres y cuatro veces más que en los bombardeos de Nagasaki e Hiroshima juntos. (Recomendamos: La Corte Internacional de La Haya le exigió a Israel evitar un genocidio en Gaza).

                                                                                                                              La mañana del 22 de junio de 1941, el día más largo del año, Alemania atacó a la Unión Soviética. Leningrado no difería mucho de como era antes de la revolución. Una gaviota que volara en círculos alrededor de la aguja dorada del Almirantazgo habría visto el mismo paisaje que veinticuatro años antes: abajo, el río Nevá, agitado y gris, flanqueado por parques y palacios; al oeste, donde el Nevá se abre al mar, las grúas de los astilleros; al norte, los bastiones en forma de zigzag de la fortaleza de Pedro y Pablo y las calles en damero de la isla Vasílievski; al sur, cuatro canales concéntricos —el bello Moika; el Griboyédov, sereno y clásico; el amplio y lujoso Fontanka, y el Obvodni, concurrido los días de diario— y dos grandes avenidas, la Izmáilovski y la Nevski, que forman dos radios simétricos y llegan respectivamente más allá de las estaciones de Varsovia y de Moscú, hasta las chimeneas de las fábricas de los lejanos barrios industriales.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La fatalidad surgió de la combinación de la soberbia de Hitler y la de Stalin. En agosto de 1939 habían dejado boquiabierto al mundo al prescindir de la ideología y firmar un pacto de no agresión según el cual se repartían Polonia. Cuando Hitler se dirigió a Francia la primavera siguiente, Stalin se quedó al margen y continuó proporcionando a su aliado grano, metales, caucho y otros productos vitales. Pese a que está claro, por lo que sabemos ahora de las conversaciones de Stalin con el Politburó, que más tarde o más temprano esperaba verse obligado a entrar en guerra contra Alemania, el momento del ataque nazi —cuyo nombre en clave fue Barbarossa (Barbarroja), en honor del emperador cruzado del Sacro Imperio Romano— produjo una conmoción devastadora. La frontera polaca, nueva y mal defendida, fue arrasada casi de inmediato, y al cabo de pocas semanas el Ejército Rojo se encontró defendiendo las ciudades rusas más importantes.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              La víctima principal de la falta de preparación fue Leningrado. Justo antes de la guerra, la ciudad contaba con una población de poco más de tres millones de habitantes. En las doce semanas que transcurrieron hasta mediados de septiembre de 1941, cuando los ejércitos alemán y finlandés la aislaron del resto de la Unión Soviética, llamaron a filas y evacuaron a cerca de medio millón de leningradenses. Así, en la ciudad quedaron atrapados dos millones y medio de civiles, entre los que había al menos cuatrocientos mil niños. El hambre comenzó casi desde el principio, y en octubre la policía empezó a dar parte de la presencia en las calles de cadáveres víctimas de la inanición. Las muertes se cuadruplicaron en diciembre y alcanzaron las cotas más altas en enero y febrero, con unos cien mil fallecimientos al mes. Hacia el final de lo que fue un invierno implacable, incluso para los propios rusos (hubo días en que la temperatura descendió a -30 °C o menos), el frío y el hambre se habían llevado aproximadamente medio millón de vidas. Es en esos meses de mortandad —lo que los historiadores rusos llaman el «periodo heroico» del asedio— en los que se centra este libro. Los dos inviernos siguientes fueron menos letales tanto porque había menos bocas que alimentar como por la llegada de provisiones por el lago Ládoga, el mar interior situado al este de Leningrado, cuyas orillas surorientales seguían defendidas por el Ejército Rojo. En enero de 1943, la batalla abrió un frágil corredor por el cual los soviéticos pudieron construir una línea ferroviaria hasta la ciudad. La mortalidad, no obstante, siguió siendo elevada; llegado enero de 1944, cuando la Wehrmacht inició por fin la larga retirada hacia Berlín, el total de defunciones ascendió a una cifra situada entre las setecientas y las ochocientas mil: una de cada tres o cuatro personas de la población que había justo antes de empezar el asedio.

                                                                                                                              Curiosamente, en el mundo occidental se ha prestado poca atención al asedio de Leningrado. En 1969 se publicó el relato histórico más conocido, escrito por Harrison Salisbury, un corresponsal de The New York Times en Moscú. Los historiadores militares se han centrado en las batallas de Stalingrado y Moscú, a pesar de que Leningrado fue la primera ciudad en toda Europa que Hitler no consiguió tomar y que, si hubiera caído, le habría proporcionado las fábricas de armas, los astilleros y las plantas siderúrgicas más grandes de la Unión Soviética, le habría posibilitado unir sus ejércitos con los de Finlandia y le habría permitido cortar las vías ferroviarias que transportaban ayuda de los Aliados desde los puertos árticos de Arjánguelsk y Múrmansk. Desde un enfoque más general, el asedio se pierde en la inmensa penumbra del Frente Oriental: en la imaginación colectiva, escenificada en forma de una llanura vacía, barrida por la nieve, por la que los reclutas del Ejército Rojo avanzan a trancas y barrancas, con los abrigos azotados por el viento, hacia un montón de ametralladoras alemanas. Muy a menudo, mientras escribía este libro, advertí con preocupación que mis amigos pensaban que Leningrado (en el Báltico, llamada ahora San Petersburgo) y Stalingrado (tres veces más pequeña, cerca de la frontera actual con Kazajstán, ahora llamada Volgogrado) eran el mismo lugar.

                                                                                                                              Para los alemanes, el asedio tampoco es un capítulo definido con claridad, pero en un sentido distinto: hasta hace muy poco consideraron el Frente Oriental un escenario de sufrimiento y no de atrocidad militar. Millones de alemanes tienen que vivir con el hecho de que un padre o un abuelo fue miembro del Partido Nazi; más millones aún tienen un padre o un abuelo que luchó en Rusia. Es más fácil recordar el frío extremo, el miedo, el hambre y las condenas a trabajos forzados en los campos de prisioneros (casi cuatro de cada diez de los tres millones doscientos mil soldados del Eje que cayeron en manos de los soviéticos murieron en cautividad) que la quema de aldeas, el robo de comida y ropa de abrigo a los campesinos, y las rondas en busca de judíos y su fusilamiento posterior. Si es cuestión de repartir culpas, no obstante, Leningrado cede el puesto al Holocausto: «Siendo cínicos —sostiene un historiador alemán—, existen tantos aspectos problemáticos en nuestra historia que tenemos que escoger». Al pasear por la encantadora ciudad medieval de Friburgo, donde se encuentran los archivos militares alemanes, uno se va topando con pequeñas placas de latón grabadas con nombres y fechas, encajadas en las aceras. Señalan las casas donde vivían familias judías a las que deportaron a los campos de concentración. Las mujeres y los niños de Leningrado, asesinados por el mismo régimen y con la misma premeditación, sufrieron sin ojos que los vieran y, hasta la actualidad, sin corazones que los sintieran.

                                                                                                                              El otro motivo por el cual se ha escrito tan poco sobre el asedio es, por supuesto, que los soviéticos impidieron que se relatara con veracidad. Durante la guerra, la censura era omnipresente. Los rusos que estaban fuera del cerco del asedio, y no digamos Occidente, no tenían más que una idea vaga de las condiciones que reinaban en la ciudad. Los noticieros soviéticos reconocían «adversidades» y «escasez», pero jamás muertes por hambruna, y los moscovitas se sorprendían y se horrorizaban ante las crónicas referidas por amigos que habían conseguido cruzar el lago Ládoga. La prensa británica y la estadounidense repetían como loros lo que decían las agencias de noticias soviéticas. Como las batallas iniciales por Leningrado conducían a callejones sin salida, los informes de la BBC fueron escaseando, y un año después el diario londinense The Times comunicó la apertura de un corredor por tierra de una forma tremendamente trivial e insensible. A los lectores se les decía que los leningradenses habían sufrido «privaciones terribles» durante el primer invierno del asedio, pero que con la llegada de la primavera las condiciones habían «mejorado de inmediato». Las autoridades aliadas se encontraban sumidas en la misma ignorancia. Un miembro de la Misión Militar Británica en Moscú, un joven teniente naval en aquel tiempo, contaba cómo su única fuente de información era una amiga actriz que suplicó una plaza en el avión de un general para llevarles comida a sus padres, sitiados en Leningrado.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Después de la guerra, el Gobierno soviético reconoció que la hambruna había provocado una mortalidad masiva y en los juicios de Núremberg dio la cifra precisa pero espuria de 632.253 víctimas. Describir los horrores de forma sincera y pública, sin embargo, siguió estando prohibido, igual que todo debate en torno a por qué se permitió que los ejércitos alemanes llegaran tan lejos y por qué no se acumularon más reservas de comida ni se evacuó a más civiles antes de que se cerrara el cerco. Las prohibiciones se constriñeron aún más con el inicio de la Guerra Fría y con las dos nuevas purgas que ordenó Stalin en 1949. En la primera se detuvo en secreto a la coordinación del partido y a la cúpula militar de Leningrado, la que había participado en la guerra, y se acabó con ellas. La segunda, contra el «cosmopolitismo» (nombre en clave para referirse a los judíos y a cualquiera que sintiera una mínima simpatía hacia Occidente), se llevó a cientos de académicos y especialistas. Ese mismo año, uno de los amigotes de Stalin, Gueorgui Malenkov, visitó el popular Museo de la Defensa de Leningrado, que albergaba lámparas caseras y una réplica de un punto de racionamiento de los tiempos de la guerra (con todos los detalles, hasta con dos rebanadas finas de pan adulterado), así como montones de muestras de artillería. Recorriendo a zancadas sus pasillos, furioso, dicen que agarró una guía y, blandiéndola, gritó: «¡Esto sugiere que el asedio otorgó a Leningrado un destino especial! ¡Minimiza el papel del gran Stalin!». Después ordenó clausurar el museo. Al director lo acusaron de «acumular munición con el objetivo de perpetrar actos terroristas» y lo sentenciaron a veinticinco años en un gulag.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Tras la muerte de Stalin, en 1953, y el ascenso al poder de Nikita Jruschov, por fin resultó posible arrojar luz sobre otros aspectos de la guerra que no fueran el genio militar del gran líder. Además del «discurso secreto» de Jruschov, en el que denunciaba las purgas del partido, y la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsin, el periodo del Deshielo contempló la inauguración, en 1960, del primer monumento conmemorativo a las víctimas leningradenses de la guerra civil. El lugar escogido fue el cementerio de Piskarióvskoye, en un barrio situado en el noreste de la ciudad, donde se encuentran las mayores fosas comunes de la guerra. El sucesor de Jruschov, Leonid Brézhnev, fue más allá: convirtió el asedio en una pieza clave de un nuevo culto a la Gran Guerra Patria orientado a desviar la atención del empeoramiento de las condiciones de vida y del estancamiento político. En esta versión, los leningradenses pasaron de ser víctimas del desastre de la guerra a actores en una heroica epopeya nacional. Murieron de hambre, es cierto, pero murieron de forma silenciosa y ordenada, deseosos de sacrificarse por defender la cuna de la revolución. Nadie se quejaba, ni rehuía el trabajo, ni trapicheaba con el sistema de racionamiento, ni aceptaba sobornos, ni enfermó de disentería. Y desde luego nadie, excepto unos cuantos espías fascistas, deseó que ganaran los alemanes.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El colapso del comunismo, ocurrido al principio de la década de 1990, permitió empezar a «limpiar la melaza», en palabras de un historiador ruso. Se abrieron los archivos del gobierno, con lo que se facilitó el acceso a las circulares del partido, a los informes delictivos del servicio de seguridad, a la opinión pública y a las operaciones de varias agencias gubernamentales, a los expedientes de los detenidos políticos, a los mensajes que enviaban los comisarios políticos desde el frente y a transcripciones de llamadas telefónicas entre la cúpula de Leningrado y el Kremlin. Las revistas literarias comenzaron a publicar memorias y diarios del asedio sin censurar, y los periódicos, sinceras entrevistas con supervivientes del asedio y con veteranos del Ejército Rojo con rabia aún contenida. Y sobre todo se publicaron por primera vez un montón de fotografías, no de miembros de las Juventudes Comunistas sonrientes con la pala al hombro, sino de niños con las piernas esqueléticas y el vientre hinchado, y de pilas de cadáveres sucios y medio desnudos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Pese a que siguen existiendo lagunas —aún hay material clasificado y muchos documentos se destruyeron en las purgas de la posguerra—, los datos nuevos echan por tierra el edulcorado cuento de hadas de Brézhnev. Sí, los leningradenses hicieron gala de una resistencia, una abnegación y un valor extraordinarios. Pero también robaron, asesinaron, abandonaron a familiares y se alimentaron de carne humana, como ocurre en todas las sociedades cuando se termina la comida. Sí, el régimen consiguió defender la ciudad: elaboró curiosos suplementos alimenticios y organizó rutas de abastecimiento y de evacuación por el lago Ládoga. Pero también actuó con retraso, hizo chapuzas, sacrificó la vida de sus soldados al enviarlos al frente sin entrenamiento y sin armas, alimentó a los altos funcionarios del partido mientras la gente se moría de hambre y llevó a cabo miles de ejecuciones y detenciones infundadas. Los gulags, señala la historiadora Anne Applebaum, funcionaban por entero al margen de la vida de la Unión Soviética, pero eran también microcosmos que la reflejaban. Compartían «la misma negligencia en el trabajo, la misma burocracia criminal y estúpida, la misma corrupción y el mismo desprecio gris por la vida humana». Lo mismo puede decirse del Leningrado bajo asedio: lejos de estar aislado de la cotidianeidad soviética, la reproduce condensada y en miniatura. El presente libro no discute si la hambruna y la mortandad fueron culpa de Stalin o de Hitler. No obstante, sí llega a la conclusión de que con otro tipo de gobierno el número de muertes civiles (y militares) podría haber sido bastante más bajo.

                                                                                                                              * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Anna Reid es periodista especializada en la historia de Europa del Este. Estudió derecho en la Universidad de Oxford y cursó un máster en Historia de Rusia. Fue corresponsal en Ucrania para The Economist y trabajó para el ThinkTank británico Policy Exchange.

                                                                                                                              Por Anna Reid * / Especial para El Espectador

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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