Día 2, 3 y 4 del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa: “¡Paren, por favor!”

Continúa la pesquisa judicial por la muerte de Fernando Báez. Graciela y Silvino ya declararon sobre la vida y muerte de su hijo. Ahora es el turno de sus amigos, que entre nueve voces diferentes reconstruyeron la última noche de su compañero de 18 años. Crónica del segundo, tercer y cuarto día del juicio.

Tomás Tarazona Ramírez
06 de enero de 2023 - 06:18 a. m.
Fernando Báez Sosa fue golpeado hasta la muerte el 18 de enero de 2020, a la salida del boliche argentino Le Bricque.
Fernando Báez Sosa fue golpeado hasta la muerte el 18 de enero de 2020, a la salida del boliche argentino Le Bricque.
Foto: Daniel Bone

De contexto: Día 1 del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa: hay un silencio enorme en casa

Día 2: “!Paren, por favor!”

- “Lo de afuera no fue una pelea”

- “Dijiste que lo de afuera no fue una pelea, ¿qué fue entonces?”, inquirió el abogado.

- “Lo de afuera fue una emboscada”, testificó Juan Bautista Besuzzo, el amigo de Fernando, el de bigotito y nariz respingada.

Uno a uno, los nueve amigos de Fernando rindieron la declaratoria de cómo recuerdan esa noche. De cómo sufrieron esa noche. La velada que pocas horas antes era una fiesta se convirtió en la fecha que días después se anunciaría en los obituarios de los diarios.

Los amigos estaban dentro del boliche (bar). El baile hipnotizaba los cuerpos y la música seducía las mentes. Allí estaba Fernando. Dientes blancos, fleco parado y tez morenita, de un tono más claro que su camisa.

“Estaba lleno, no se podía caminar”. Al final, la conclusión de todos los pibes fue la misma: ninguno pudo ayudar a Fernando Báez Sosa.

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Fernando Burlando, el abogado, sí se mostró seguro de tener qué decir. Lo que calificó de “crimen”, lo amplió en el Tribunal a gritos.

“Fue una lisa y llana ejecución. No estuvieron dispuestos (los imputados) a detener su accionar hasta no ver sin vida al individuo (Fernando)”. Báez Sosa fue expulsado del boliche con varios de sus amigos. “Por armar quilombo”, aseguraría cualquiera.

Un problema con Fernando, o con sus amigos, o de Fernando y sus amigos con los rugbiers, fue el motivo para que los echaran del bar. Lo que pareció insignificante dentro del lugar, terminó como una búsqueda de venganza en las calles argentinas.

Y una vez más, Burlando insistió en que buscará la condena perpetua para los acusados. Quería que Thomsen, los Pertossi, Viollaz, Comelli, Benicelli y Cinalli, que apenas superan los 20 años de vida, pasen el resto de sus días dentro de la cárcel. Para su infortunio, los jueces recordaron que no era momento de buscar alegato ni de pedir penas para los jóvenes de Zárate.

Y allí, el rompecabezas se empezó a armar. Los golpes a Fernando fueron “firme y fuerte a la cara”, dijo Lucas Filardi, el amigo de los lentes. ¿Entre cuántos hombres se deja de considerar pelea y pasa a ser un intento de homicidio?

“Recuerdo que eran seis, siete, de un lado” los rugbiers que se lanzaron a pegarle a Fernando. “Primeramente, fueron piñas las que lo hacen caer, alguna para tirarlo, y después creo que principalmente patadas”, amplió Filardi.

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¿Cuántas patadas es capaz de resistir una mandíbula antes de quebrarse? Esa noche en Villa Gesell quedó claro que no hay estructura humana capaz de soportar la embestida de los puntapiés humanos. Durante nueve horas que duró la sesión, quizá esa fue la conclusión. Incluso Burlando alegó que “cada golpe aplicado tenía un destino y un fin: matar”.

En la sala se pusieron las pruebas sobre la mesa. Una pantalla empezó a proyectar videos de aquella noche, específicamente aquellos cortos fragmentos, de no más de 40 segundos, en los que Fernando estuvo de pie por última vez.

Tres de estos videos fueron sacados del celular de Lucas Pertossi, uno de los hermanos rugbier. En medio del barullo, el mayor de los Pertossi tuvo tiempo para grabar la paliza a Fernando. Esa secuencia de fotogramas sería tres años después una de las pruebas del caso de “homicidio doblemente culposo con alevosía”.

Los rugbiers pateaban. Empeine izquierdo. Puntazo derecho. Borde exterior de lleno en la mejilla de Fernando. Mientras lo hacían, los amigos de Fernando no podían hacer más que mirar.

“Paren, por favor”. Primero fueron trompadas a un Fernando de pie. Su cuerpo toleró los primeros batacazos. Luego, ya no pudo más. Llegó el momento del golpe que a “Fer lo sienta”.

“Sin responder, sin poder hacer nada, con los ojos cerrados, con la cabeza mirando arriba”, Juan Bautista Besuzzo rememoró que, en ese instante, el destino de su amigo quizá ya estaba jugado. “Nos lo impidieron, (los rugbiers) no nos dejaron ayudarlo”. Los ocho deportistas repartieron las tareas, unos golpeaban, otros alejaban la ayuda humanitaria de sus amigos. Inconsciente. Estático. Derrotado.

Uno de ellos, el de nombre Matías y apellido Benicelli, se alejó diciendo: “A ver si seguís pegando, negro de mierda”, declaró bajo juramento Tomás D´Alessandro, otro amigo de Fernando; el amigo de arete en la oreja y pelo al ras.

Y siguió su relato Besuzzo. “Yo lo acariciaba y le decía: ‘Tranquilo amigo, vas a estar bien´. No respondía, estaba totalmente inconsciente […]. En mi cabeza añoraba que estuviese escuchándome”, dijo para finalizar el testimonio de los amigos de Fernando.

El traje ajustado y las canas de Burlando intervinieron nuevamente. Su declaración se centró en “demostrar que los acusados tendieron esa noche un verdadero cerco humano con la finalidad de asegurarse […] que su presa no iba a poder eludirlos”.

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“Papá, ¿dónde estás? Por favor, veníte a Gesell, porque Fernando está en el hospital y yo en la comisaría”, dijo Julieta aquella noche. Julieta Rossi fue la novia de Fernando hasta aquel entonces. Otra de los testigos que llegó a Le Brique con el Fer y se fue sin él.

En los papeles se suponía que iba a declarar este martes, pero los traumas de la muerte de su Fer se lo impidieron, tal como informó la Fiscalía. En su lugar, la reemplazó su papá, Óscar Rossi. El suegro de Fernando, a sus 53 años, acabó una larga jornada con una reflexión.

“Juro que no le deseo a nadie como padre (que vea) lo que yo vi […]. Estaba como un animal en medio del campo”, dijo con carraspeo en la garganta. Y terminó el segundo de los 17 días del juicio. Hay mucho por aclarar aún.

Día 3: el falso acusado

Pablo Ventura estaba lejos, muy lejos de Villa Gesell cuando a Fernando lo pateaban los ocho rugbiers. 500 km de distancia lo separaban del boliche. “Estaba en mi casa (en Zárate). Me vinieron a buscar de la Policía”. Sin saberlo y sin presenciarlo, Ventura comenzaba a figurar en el organigrama de culpables de la Policía en ese enero de 2020.

Uno de los jugadores de fútbol americano lo mencionó. Lo acusó de haber hecho parte del festival de golpes que se llevó a cabo en las afueras de Le Brique. Y Pablo Ventura, que duró cuatro días preso sin haber hecho nada, se convirtió en el primer testigo de la tercera jornada en el caso Báez Sosa.

“La asistente de la fiscal me dijo que se me culpaba porque alguien me había nombrado. Yo estaba ahí porque me habían inculpado”, siguió contando Ventura, mientras recordaba que “su cara” empezó a circular por las oficinas de policía y las redes sociales sin tener responsabilidad alguna.

¿Por qué lo incriminaron los rugbiers? ¿Fue una estrategia para ganar tiempo? ¿Quizá una técnica para alejarse de la picota pública por unos días?

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La Policía había llegado a la casa de Máximo Thomsen, el rugbier que “estaba más alterado” en las calles de Gesell. Y los agentes, uniformados, precavidos, desconfiados, preguntaron de quién era ese zapato en la residencia de Thomsen manchado de sangre.

“De Pablito Ventura”, dijo un rugbier. Y después los otros lo secundaron.

Fue “la cobardía más grande” que pudieron haber hecho los jugadores, relató Infobae. Hacer responsable a otro de las patadas que ellos, en patota, propiciaron.

Pablito no reprimió sus opiniones, y al calificar lo que los rugbiers le hicieron a Fernando, al cuerpo y la cara de Fernando, dijo con serenidad que “no me sorprendió, porque ya habían tenido peleas […] siempre eran mayoría”.

Cuando este juicio termine, Ventura seguirá visitando las instancias judiciales durante un rato más. Tras haber sido apresado injustamente, demandó a la Nación por 10 millones de pesos (argentinos).

Y Fernando Burlando, que defiende su caso como si fuese el último, hizo una curiosa reflexión: mientras Ventura gritó y manoteó su “verdadera inocencia”, los ocho rugbiers, a pocos metros de él permanecían callados con rostro inexpresivo.

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¿Qué responsabilidad tuvo Le Brique en todo esto? Fue su personal de seguridad el que sacó a Fernando del bar. Lo tenían apresado del cuello. Una llave de karate con fuerza de gorila.

“Nunca vi nada igual. Hace 20 años que laburo (trabajo) de esto y jamás vi una cosa así. Una saña brutal. Patadas, patadas y patadas”, dijo Claudio Muñoz, el jefe de seguridad del boliche. Con aspecto de bad boy, Muñoz hacía el ademán para intentar describir cómo “los rugbiers se turnaban: unos cubrían a los amigos y otros le pegaban a Fernando”.

Con un cuerpo primitivo y duro, a Muñoz, que dijo que pesaba 150 kilos y supera los 2 metros de altura, le costó intervenir en el inicio de la pelea. Sus medidas amplias no trascendieron mucho en el resultado final: Máximo Thomsen ensañado con la cabeza de Fernando.

A pocos metros de la entrada de Le Brique, Máximo Thomsen “tenía cara de enajenado, de loco. Con las pupilas dilatadas” durante las estocadas finales. Así lo recordó a través de videollamada Christian Gómez, uno de los empleados de seguridad.

¿Qué se entiende por seguridad? ¿Proteger un espacio o también a los individuos que cohabitan el espacio? Ese espacio amplio, con luces neón y bola disco pudo haber sido el detonante. También puede que no.

Días antes de que el personal de seguridad del lugar se sentara en la banca de interrogación, el exdueño de Le Brique, Maximiliano Vásquez, se indultó de toda responsabilidad.

Para Vásquez, la golpiza, las patadas y Fernando muerto en una acera son eventos que pudieron haber “ocurrido en cualquier lugar”. En un cine, un teatro, un parque o una escuela. Y la cuestión ahora se centra en si el lugar tuvo alguna responsabilidad, o la culpa la tiene una sociedad que normaliza la violencia.

Día 4: “¡Quédate conmigo!”

Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos.

Las palmas sobrepuestas de Virginia Pérez Antonelli empujaban el pecho de Fernando. Uno, dos. Presión en el tórax. Uno, dos. El pecho comprimido. Uno, dos. Aún tiene pulso. Uno, dos. No hay nada que hacer.

Virginia estaba de paseo por Gesell esa noche de enero. En su agenda de vacaciones, se coló el intento de reanimar a un desconocido desplomado en el pavimento. Sus conocimientos médicos, aunque humildes, intentaron despertar a Fernando de la paliza. Pero no resultaba.

La melena rubia de Virginia se bamboleaba en el aire mientras hacía cada vez más presión sobre el busto de Fernando.

“Quédate conmigo, por favor, quédate conmigo”, le decía Virginia a la humanidad de Fernando. Ella le sostenía la cabeza, para que siguiera consciente.

Cruzando la calle, justo al frente de Le Brique, una mujer gritaba. “¡Lo mataron, lo mataron!”. Y Virginia aumentó la fuerza de sus brazos. Había que revivirlo. La RCP debía resultar.

“Prefiero que haya una costilla rota y una persona viva a no hacer nada y tener una persona muerta”, le dijo a un extraño esa noche. Y siguió presionando y relajando sus brazos.

La ambulancia llegó 30 minutos después.

“Él (Fernando) aún tenía signos vitales”.

***

De las 13 sesiones previstas en el juicio, la cuarta fue de las más cortas. Los acusados de “homicidio doblemente culposo” estaban ahí, en las bancas del Tribunal. Quietos. Expectantes. Esta vez sin tapabocas para que sus gestos, fueran cuales fueran, los viera el mundo entero.

En dos filas de cuatro rugbiers escucharon una nueva perspectiva del asesinato de Fernando. El de una extraña que intentó ayudarlo a vivir y no pudo. Y el de unos policías que, por una razón fortuita, no estaban para detener la pelea.

¿Fue una pelea o un linchamiento? Solo la justicia argentina podrá determinarlo, porque la justicia divina estaba ausente ese día.

“A este negro me lo llevo de trofeo”, recordó escuchar Tatiana Caro, otra de extrañas que pasaba cerca. Y cuando las sombras de los rugbiers estaban un poco más lejos, Tatiana sintió un murmullo de Lucas Pertossi, el deportista de cara redonda y cejas pobladas que pateó a Fernando “con saña”.

“Negro de mierda, […] por qué no nos decís lo que nos decías adentro”, dijo Pertossi mientras se alejaba.

Una familia curiosa son los Pertossi, opinan desde Argentina. Tres de los hijos están acusados de matar a Fernando Báez, otro de ellos ya cumple condena; y el quinto, tuvo un paso express tras los barrotes hace un tiempo. “El prontuario de los Pertossi”, como lo catalogó el diario Perfil, se completa con Emilia, la abogada que hoy defiende a los pibes de sus hermanos en el caso Báez Sosa.

***

El banco de interrogatorios lo completaron los policías de Villa Gesell. Un escuadrón pequeño de las fuerzas policiales no estaba donde debieron estar. Y segundos antes, minutos quizá, se retiraron para atender otro caso de violencia que se presentaba cerca del boliche (bar). Basualdo, Contino, González y Maidana incluso testificaron que allí donde cayó Fernando, en esa pequeña área de pocos metros cuadrados, era el lugar donde frecuentaban estar noche tras noche.

Pero esa noche no estuvieron donde siempre habían estado.

Cuando los policías regresaron a su pequeño jardín, desde donde patrullaban la ciudad, los rugbiers ya se habían ido. Preguntaron a los peatones “quién hizo eso” de noquear a Fernando. “Uno de rastas y otro de camisa rota”, les dijo un transeúnte. Y se fueron a buscarlos. No encontraron nada: ni a los rugbiers, ni al de rastas, ni la camisa rota, ni a Fernando con signos de mejora.

Su único hallazgo fue ver las consecuencias de una pelea de “unos contra unos y todos contra todos”. Un asesinato a sangre fría en clima caliente.

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Tomás Tarazona Ramírez

Por Tomás Tarazona Ramírez

Periodista de investigación con énfasis en conflicto, memoria y paz.ttarazona@elespectador.com

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