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                                                                                                                              Y Bergoglio nunca volvió...

                                                                                                                              El domingo 21 de Julio, a las 9 de la noche, History Channel estrena "El papa del fin del mundo".

                                                                                                                              Adriana Marín Urrego / Buenos Aires

                                                                                                                              El papa Francisco cuando llegaba al Palacio de Castel Gandolfo, en julio de 2013. / EFE
                                                                                                                              Foto: EFE - ETTORE FERRARI

                                                                                                                              Jorge Mario Bergoglio salió de su casa un día y no volvió nunca más. Dejó solo el pequeño apartamento en el arzobispado, y dejó sola la escultura de la Virgen que estaba bien firme en su patio. Ya no bajaría las escaleras desde el último piso del edificio, ni caminaría en la dirección del Obelisco para dar misa en la catedral de Buenos Aires. No cruzaría tampoco la Plaza de Mayo para devolver, puntualmente, al final de cada mes, las “gomitas” con las que Daniel, el señor del puesto de revistas, amarraba el diario que le llevaba cada mañana. Devolvía 30. Una por cada día.

                                                                                                                              Ya no iría a la peluquería sobre la Avenida de Mayo, a unas pocas cuadras de ahí. Don José no le haría nunca más el corte que le hizo durante 20 años y no hablaría con él de fútbol, que era sobre lo que hablaba cuando hablaba, porque lo hacía poco. Según cuenta el peluquero, Bergoglio era un hombre “sencillo y de pocas palabras”. Hablaría sobre San Lorenzo de Almagro, de seguro. Solamente. Su equipo del alma.

                                                                                                                              Jorge Mario Bergoglio no volvería al médico que le revisaba los tobillos, que a veces se inflamaban, o a los chequeos por ese pedacito de un pulmón que le sacaron y que lo tuvo, por un tiempo, entre la vida y la muerte. No volvería a cenar con su hermana, en la casa de ella, en las afueras de Buenos Aires, ni a visitar el barrio de Flores, ni la casa del 531 en ese barrio donde vivió en su infancia. Ni su parque, ni su basílica. Nunca más. No de la misma manera, por lo menos. Fueron 26 horas, más o menos, dentro de la Capilla Sixtina, y su vida había cambiado totalmente.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Tampoco cumplió con la cita al dentista que había dejado agendada y tuvo que llamar, desde Roma, para cancelarla. Así también, con una llamada, le avisó a Daniel, el del diario, que cancelara su subscripción: “Buenos días, Daniel, habla el padre Bergoglio. Llamo para decirte que, por favor, no me lleves más el diario, porque no voy a volver”. “No jodás, che, boludo. Ponete serio”. Algo así le respondió Daniel al que creyó que era un amigo que lo molestaba. No creía. Casi no cree. Hasta que no le quedó otro remedio.

                                                                                                                              Jorge Mario Bergoglio se quedó en el Vaticano. El número de votos fue el suficiente para que el humo blanco de la chimenea en la Plaza de San Pedro tuviera su nombre. El de un padre argentino, “un padre del fin del mundo”. Mientras tanto, la gente en Buenos Aires estaba en sus trabajos, frente a las pantallas de sus computadores, y otros, más pendientes, frente a los televisores.

                                                                                                                              La noticia se fue regando suavecito, de voz en voz, de llamada en llamada, de mensaje en mensaje. Al final del día todos se habían enterado. Cuando llegaron a su casa, alrededor de las 7 de la tarde, ya eran un poco más católicos. Ese domingo se llenaron las iglesias y lo mismo pasó con los que vinieron después. Francisco, como se llamaba ahora el que antes era el arzobispo Bergoglio, les había devuelto la fe. Por Retiro se ven, hasta hoy, colgadas de los balcones las banderas del Vaticano y de Argentina. De la Argentina. Una devoción colectiva.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Eso querían hacer y eso hicieron. Por eso, tal vez, no hablaron mucho de la vida de Bergoglio, de cómo creció ni de cómo vivió. De eso que se encarguen los biógrafos, pensarían. En el documental se habla de la elección del papa, de la reacción que la gente tuvo frente a ese hecho, de los retos que ahora enfrenta, de los problemas que le dejó el papado anterior, de las profecías que giran en torno al “papa del fin del mundo”, que si el argentino, el jesuita, es o no el papa negro.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Lo que sí querían era mostrarlo como es, como se percibe, un papa real, un papa humano. Un papa que se expresa, “que hace caras”, que sufre, que se equivoca, que acepta que se equivoca, pero, sobre todo, que sonríe. “Yo nunca antes lo había visto sonreír tanto”, cuenta Carlos Grassman, director de Cáritas, una pastoral católica en Buenos Aires. “Es como si la vocación le hubiera devuelto la sonrisa”.

                                                                                                                              Los argentinos lo quieren y todo el que alguna vez habló con él o lo conoció antes de subir al poder dice que sigue siendo el mismo, es la misma persona: “Lo que dice no es nuevo, es lo de siempre. Él habla con el corazón. Tiene corazón de pastor y tiene corazón de párroco. Hoy se mueve como si fuera el párroco del mundo”, afirma Grassman. Dicen que, como párroco, sigue sencillo, se ve sencillo. Es y será para muchos una revolución. El papa argentino, el papa jesuita, el papa revolucionario.

                                                                                                                              El papa Francisco cuando llegaba al Palacio de Castel Gandolfo, en julio de 2013. / EFE
                                                                                                                              Foto: EFE - ETTORE FERRARI

                                                                                                                              Jorge Mario Bergoglio salió de su casa un día y no volvió nunca más. Dejó solo el pequeño apartamento en el arzobispado, y dejó sola la escultura de la Virgen que estaba bien firme en su patio. Ya no bajaría las escaleras desde el último piso del edificio, ni caminaría en la dirección del Obelisco para dar misa en la catedral de Buenos Aires. No cruzaría tampoco la Plaza de Mayo para devolver, puntualmente, al final de cada mes, las “gomitas” con las que Daniel, el señor del puesto de revistas, amarraba el diario que le llevaba cada mañana. Devolvía 30. Una por cada día.

                                                                                                                              Ya no iría a la peluquería sobre la Avenida de Mayo, a unas pocas cuadras de ahí. Don José no le haría nunca más el corte que le hizo durante 20 años y no hablaría con él de fútbol, que era sobre lo que hablaba cuando hablaba, porque lo hacía poco. Según cuenta el peluquero, Bergoglio era un hombre “sencillo y de pocas palabras”. Hablaría sobre San Lorenzo de Almagro, de seguro. Solamente. Su equipo del alma.

                                                                                                                              Jorge Mario Bergoglio no volvería al médico que le revisaba los tobillos, que a veces se inflamaban, o a los chequeos por ese pedacito de un pulmón que le sacaron y que lo tuvo, por un tiempo, entre la vida y la muerte. No volvería a cenar con su hermana, en la casa de ella, en las afueras de Buenos Aires, ni a visitar el barrio de Flores, ni la casa del 531 en ese barrio donde vivió en su infancia. Ni su parque, ni su basílica. Nunca más. No de la misma manera, por lo menos. Fueron 26 horas, más o menos, dentro de la Capilla Sixtina, y su vida había cambiado totalmente.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Tampoco cumplió con la cita al dentista que había dejado agendada y tuvo que llamar, desde Roma, para cancelarla. Así también, con una llamada, le avisó a Daniel, el del diario, que cancelara su subscripción: “Buenos días, Daniel, habla el padre Bergoglio. Llamo para decirte que, por favor, no me lleves más el diario, porque no voy a volver”. “No jodás, che, boludo. Ponete serio”. Algo así le respondió Daniel al que creyó que era un amigo que lo molestaba. No creía. Casi no cree. Hasta que no le quedó otro remedio.

                                                                                                                              Jorge Mario Bergoglio se quedó en el Vaticano. El número de votos fue el suficiente para que el humo blanco de la chimenea en la Plaza de San Pedro tuviera su nombre. El de un padre argentino, “un padre del fin del mundo”. Mientras tanto, la gente en Buenos Aires estaba en sus trabajos, frente a las pantallas de sus computadores, y otros, más pendientes, frente a los televisores.

                                                                                                                              La noticia se fue regando suavecito, de voz en voz, de llamada en llamada, de mensaje en mensaje. Al final del día todos se habían enterado. Cuando llegaron a su casa, alrededor de las 7 de la tarde, ya eran un poco más católicos. Ese domingo se llenaron las iglesias y lo mismo pasó con los que vinieron después. Francisco, como se llamaba ahora el que antes era el arzobispo Bergoglio, les había devuelto la fe. Por Retiro se ven, hasta hoy, colgadas de los balcones las banderas del Vaticano y de Argentina. De la Argentina. Una devoción colectiva.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Eso querían hacer y eso hicieron. Por eso, tal vez, no hablaron mucho de la vida de Bergoglio, de cómo creció ni de cómo vivió. De eso que se encarguen los biógrafos, pensarían. En el documental se habla de la elección del papa, de la reacción que la gente tuvo frente a ese hecho, de los retos que ahora enfrenta, de los problemas que le dejó el papado anterior, de las profecías que giran en torno al “papa del fin del mundo”, que si el argentino, el jesuita, es o no el papa negro.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Lo que sí querían era mostrarlo como es, como se percibe, un papa real, un papa humano. Un papa que se expresa, “que hace caras”, que sufre, que se equivoca, que acepta que se equivoca, pero, sobre todo, que sonríe. “Yo nunca antes lo había visto sonreír tanto”, cuenta Carlos Grassman, director de Cáritas, una pastoral católica en Buenos Aires. “Es como si la vocación le hubiera devuelto la sonrisa”.

                                                                                                                              Los argentinos lo quieren y todo el que alguna vez habló con él o lo conoció antes de subir al poder dice que sigue siendo el mismo, es la misma persona: “Lo que dice no es nuevo, es lo de siempre. Él habla con el corazón. Tiene corazón de pastor y tiene corazón de párroco. Hoy se mueve como si fuera el párroco del mundo”, afirma Grassman. Dicen que, como párroco, sigue sencillo, se ve sencillo. Es y será para muchos una revolución. El papa argentino, el papa jesuita, el papa revolucionario.

                                                                                                                              Por Adriana Marín Urrego / Buenos Aires

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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