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¿Y qué esperaban que dijera Melania Trump?

El plagio que hizo la esposa de Donald Trump del discurso de Michelle Obama en 2008 señala también la incapacidad de los personajes públicos para hablar en un tono que no sea políticamente correcto.

Juan David Torres Duarte
19 de julio de 2016 - 08:50 p. m.
Melania Trump y su esposo, Donald Trump, durante el primer día de la Convención Republicana en Cleveland. / EFE
Melania Trump y su esposo, Donald Trump, durante el primer día de la Convención Republicana en Cleveland. / EFE

Trabaja duro y llegarás lejos. Cumple con tu palabra. Trata a la gente con dignidad. Cría a tus hijos con esos mismos valores. Los límites de tus sueños sólo los pones tú. Estos mandamientos, formulados en el tono perfecto de un libro de autoayuda, fueron dichos por dos mujeres opuestas en la política: la esposa de Donald Trump, Melania, y la esposa de Barack Obama, Michelle. Con ocho años de diferencia entre ambos discursos, los dos textos aluden a la superación personal, al ansioso sueño americano —trabaja y cumplirás cuanto desees— y también, más allá del plagio literal de Melania Trump, permiten ver que los políticos, aunque contrarios, comparten un discurso que sólo apunta al uso adecuado, decente y nada controversial, de la retórica en tiempos que requieren menos edulcoración. (Vea aquí otros plagios polémicos en el mundo político).

Que un discurso de un demócrata termine en boca de un republicano, sin siquiera un atisbo de dignidad ideológica, revela una pobreza general de conceptos. Basta con que un político aluda a la emoción, a los niños —el futuro, ay, el futuro— y al trabajo para que su discurso suene progresista, de avanzada, tan predispuesto a la inclusión. Su necesidad de ser moderados, de determinar un tono en absoluto polémico, abusa de la retórica: de entrada el discurso de Michelle Obama era predecible, inocuo y soso, sin una pizca de revelación sobre el futuro político de su país, sin una idea, con los mismos ideales y variables que se han usado para convertir el sueño americano en el sueño del mundo entero. Melania Trump, al plagiarlo, cometió la insensatez de buscar una imagen de mujer correcta, de familia, que piensa en los niños y en el futuro de su país, quizá para hacer de la campaña de su esposo una carrera morigerada hacia el absurdo.

Las palabras de Trump y de Obama, en costados en apariencia contradictorios, niegan sobre todo el debate. Nadie puede argüir que el futuro de los niños no es importante, ni que los buenos valores del hogar —según el hogar— llevan por un buen camino. Nadie escucharía jamás a un republicano o a un demócrata decir que el trabajo carece de sentido y que más bien, para mejor salud, los hombres de su patria deberían dedicarse al ocio. Ambos discursos demuestran que las variaciones entre un partido y otro son, en franca lid, mínimas, a pesar de que existan sendas diferencias entre un gobierno con Donald Trump y otro con Hillary Clinton. La obstinada alabanza del trabajo, la figura de la familia como la semilla del futuro y el progreso: un discurso que podría formular cualquiera.

Los discursos políticos son, sobre todo, un desvío. Sólo en raras ocasiones, en plena presentación ante sus posibles votantes, un político dirá cuanto en realidad debería decir. Melania Trump, tanto como Obama, se cuidó de revelarse en medio del espectáculo glamuroso de la convención. De haber sido sincera, habría recordado que su esposo quiere construir un muro para que los mexicanos no pasen a su país, que propuso vetar la entrada de musulmanes, que quiere cerrarles las puertas a los migrantes —aunque su esposa sea eslovena y su madre, escocesa—, que alienta a que sus seguidores golpeen a sus opositores. El discurso sobre la familia era más sencillo, plano, general, nadie se disgustaría con él. Melania Trump no cumplió más que con la imagen de la buena mujer que apoya a su esposo, lo atiende, avanza con él y para él. Su discurso sumiso y riguroso alegró los oídos de la convención republicana.

Es el mismo desvío de los discursos en contra del terrorismo. La pasividad de las palabras de Hollande después del atentado en Niza —y también después de los atentados en París— desenfunda una falta de voluntad generalizada: basta con señalar el problema, condenarlo —como el resto de países— y quedarse impasivos ante el avance del enemigo. No se escuchan en esos eventos de emergencia palabras como las de Martin Luther King: “Este verano, ardiente por el legítimo descontento de los negros, no pasará hasta que no haya un otoño vigorizante de libertad e igualdad”. No aparecen, entre las muchas páginas de sus declaraciones a media voz, frases como esta de Charles de Gaulle para que los franceses resistieran ante los nazis: “Esta guerra no se limita al triste territorio de nuestro país. Esta guerra no se decidió en la Batalla de Francia. Esta guerra es una guerra mundial. Todos los errores, todos los retrasos, todos los sufrimientos no impiden que haya, en el universo, todos los medios necesarios para aplastar un día a nuestros enemigos”.

Mientras Hollande reafirmaba su compromiso de libertad con un discurso vano, el Daesh se daba ya por ganador; mientras Melania Trump expone en un inglés duro su fascinación por la familia y los valores y los sueños, los afroamericanos son asesinados por policías y los policías asesinados por afroamericanos, y hay al menos dos tiroteos al día en todo el país. Responde ante las escopetas con flores resecas. Entre tanto, su partido propone en su plataforma de gobierno que no existan prohibiciones para las ventas de armas. Que cualquiera pueda adquirirlas. Pero lo importante son los valores: Dios, la familia, el trabajo y un arma.

 

Por Juan David Torres Duarte

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