Los restos de la Segunda Guerra Mundial
El conflicto que produjo la cartografía, produjo nuevas divisiones que perduran y determinó el estado actual del poder global. A 70 años de la rendición de Berlín, ¿en qué quedaron los países enfrentados?
Juan David Torres Duarte
El 30 de abril de 1945, Hitler se suicidó en su búnker en Berlín y los aliados, representados en esas tierras por la Unión Soviética, dieron por terminada por lo menos una parte de la guerra: el nazismo, los campos de concentración, los desplazamientos masivos. Cinco meses después, otro frente definió su suerte: el 6 y el 9 de agosto, Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki sendas bombas atómicas que dejaron fuera de plaza a Japón y anularon, ahora sí, la guerra. Era tiempo, entonces, de que los ganadores juzgaran a los perdedores y se presentaran, con rigurosidad, como los nuevos propietarios del poder mundial a pesar de sus propios conflictos morales internos (el racismo perpetuo en Estados Unidos y su culposo, y nunca juzgado, daño a la población civil japonesa; los campos de concentración regentados por los bolcheviques y la decidida anulación de los derechos básicos). Como sucedió después de la Primera Guerra Mundial, el mapa general mudó y las fronteras, antes tan certeras —aunque tambaleantes en el período entre guerras—, se convirtieron en maleables límites determinados por la voluntad de los grandes ganadores —los que cuentan la historia—: Estados Unidos, la Unión Soviética, Inglaterra, China y Francia.
Una de las causas esenciales de la guerra —han dicho los historiadores— fue el impulso que tuvieron los totalitarismos en Europa. Otra, más humana, pudo ser la mera ambición de poder. Con Alemania devastada después de la Primera Guerra, Estados Unidos intentó atar sus pretensiones bélicas con grandes deudas; sin embargo, presa del rencor que produjo la pérdida, Hitler concibió un movimiento que, basado en el nacionalismo y la glorificación del espíritu alemán, alentó una destrucción inaudita: cerca de 6 millones de judíos, mal hechas las cuentas, murieron en las cámaras de gas, o por mera hambruna, o asesinados a tiro de fusil. En Italia, con Mussolini, ocurrió un proceso similar. La ansiedad territorial de Alemania sobre los países de Europa Oriental desató los lazos ligeros con la Unión Soviética. Japón, en plena guerra con China, se abalanzó contra Estados Unidos en el ataque contra Pearl Harbor en 1941, un país cuya fuerza económica se había revelado como inamovible después de su avance en la Primera Guerra.
Resulta extraño nombrarlos como ganadores o perdedores. Sería más sencillo —más honesto— decir que en una guerra que tuvo 85 millones de muertos todos perdieron, pero algunos, con más suerte, pudieron resurgir de esas cenizas y determinar el futuro político y social de sus vecinos. Así quedaron los países principales que lucharon en la guerra y estas fueron las consecuencias de la umbría violencia.
El 30 de abril de 1945, Hitler se suicidó en su búnker en Berlín y los aliados, representados en esas tierras por la Unión Soviética, dieron por terminada por lo menos una parte de la guerra: el nazismo, los campos de concentración, los desplazamientos masivos. Cinco meses después, otro frente definió su suerte: el 6 y el 9 de agosto, Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki sendas bombas atómicas que dejaron fuera de plaza a Japón y anularon, ahora sí, la guerra. Era tiempo, entonces, de que los ganadores juzgaran a los perdedores y se presentaran, con rigurosidad, como los nuevos propietarios del poder mundial a pesar de sus propios conflictos morales internos (el racismo perpetuo en Estados Unidos y su culposo, y nunca juzgado, daño a la población civil japonesa; los campos de concentración regentados por los bolcheviques y la decidida anulación de los derechos básicos). Como sucedió después de la Primera Guerra Mundial, el mapa general mudó y las fronteras, antes tan certeras —aunque tambaleantes en el período entre guerras—, se convirtieron en maleables límites determinados por la voluntad de los grandes ganadores —los que cuentan la historia—: Estados Unidos, la Unión Soviética, Inglaterra, China y Francia.
Una de las causas esenciales de la guerra —han dicho los historiadores— fue el impulso que tuvieron los totalitarismos en Europa. Otra, más humana, pudo ser la mera ambición de poder. Con Alemania devastada después de la Primera Guerra, Estados Unidos intentó atar sus pretensiones bélicas con grandes deudas; sin embargo, presa del rencor que produjo la pérdida, Hitler concibió un movimiento que, basado en el nacionalismo y la glorificación del espíritu alemán, alentó una destrucción inaudita: cerca de 6 millones de judíos, mal hechas las cuentas, murieron en las cámaras de gas, o por mera hambruna, o asesinados a tiro de fusil. En Italia, con Mussolini, ocurrió un proceso similar. La ansiedad territorial de Alemania sobre los países de Europa Oriental desató los lazos ligeros con la Unión Soviética. Japón, en plena guerra con China, se abalanzó contra Estados Unidos en el ataque contra Pearl Harbor en 1941, un país cuya fuerza económica se había revelado como inamovible después de su avance en la Primera Guerra.
Resulta extraño nombrarlos como ganadores o perdedores. Sería más sencillo —más honesto— decir que en una guerra que tuvo 85 millones de muertos todos perdieron, pero algunos, con más suerte, pudieron resurgir de esas cenizas y determinar el futuro político y social de sus vecinos. Así quedaron los países principales que lucharon en la guerra y estas fueron las consecuencias de la umbría violencia.