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Torre de Tokio: monjes inclusivos

Columna para acercar a los colombianos a la cultura japonesa.

Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador
19 de septiembre de 2021 - 02:00 a. m.
Foto de la cuenta de Instagram del monje budista Kodo Nishimura.
Foto de la cuenta de Instagram del monje budista Kodo Nishimura.
Foto: Cortesía

Con el pretexto de promover “la igualdad de las personas, independientemente de sus diferencias”, la Federación de Budistas de Japón acaba de dar su visto bueno a un símbolo con la silueta de dos manos unidas en plegaria sobre la bandera del arcoíris de la comunidad LGBT. (Recomendamos: Más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).

Las manos, en color negro, simbolizan la sombra de los seres humanos, que es oscura sin importar el tono de nuestra piel, según los dos autores del diseño, el monje budista de 32 años Kodo Nishimura y el diseñador barcelonés Sergio García. Miles de templos pertenecientes a la Federación, que congrega la mayoría de los 75.000 lugares de culto budista en todo el archipiélago, distribuyen el símbolo en forma de calcomanía o lo ofrecen a los usuarios en internet.

La prensa japonesa ha sido parca en difundir la noticia, —tal vez porque carece de novedad —me dice la señora Kurumi, una amiga septuagenaria cuyas frases lapidarias equivalen a una consulta de opinión con el promedio de los japoneses de la tercera edad. Mientras en Occidente el aval del símbolo del arcoíris por parte de una asociación religiosa podría anunciarse como muestra de una sociedad cada vez más tolerante con la diversidad sexual, para la señora Kurumi solo constata la larga andadura del budismo con la homosexualidad.

—A los japoneses no nos sorprende que la relación sexual del monje budista con los novicios jóvenes vaya unida a la formación espiritual, afirma y recuerda que lo mismo ocurría con los guerreros samuráis, cuyos juegos eróticos en medio de espadas y armaduras quedaron documentados en explícitos grabados.

Las primeras descripciones occidentales sobre las relaciones del mismo sexo en los monasterios japoneses tuvieron lugar en 1549, cuando el jesuita navarro Francisco Javier denunció escandalizado en sus crónicas los actos “contra natura” de los bonzos nipones. Debido a que Javier no logró desplazar las permisivas doctrinas locales, la homosexualidad siguió rampante en los monasterios. Más adelante, en los camerinos del teatro Kabuki, las actrices fueron desterradas y en su lugar jóvenes efebos encarnaron a las doncellas de turno y siguen, hasta hoy, representando con gran realismo a mujeres de todas las edades.

La señora Kurumi cuestionó el acierto de distribuir una calcomanía de la comunidad LGBT en lugares de culto, pues considera que en Japón no existe segregación ni hostilidad hacia los homosexuales. Cuando le expliqué que el monje Kodo Nishimura se hizo activista precisamente por haber sufrido hostigamiento en su adolescencia, se negó a aceptarlo como una razón. Me aseguró que hubiera preferido mantener todo bajo el tupido velo de la discreción nipona y prometió, en su próxima visita a su templo, darles un buen sermón a los monjes.

* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.

Por Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador

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