Ecología Aeroportuaria

El Espectador, en alianza con el Aeropuerto Internacional El Dorado, publica hoy la columna de la bióloga Brigitte Baptiste, bajo el lema ¿Cómo se imagina el aeropuerto después de esto?

Brigitte Baptiste*
28 de junio de 2020 - 02:00 p. m.
Brigitte Baptiste, bióloga de la Universidad Javeriana, experta en medio ambiente y diversidad y rectora de Universidad EAN.
Brigitte Baptiste, bióloga de la Universidad Javeriana, experta en medio ambiente y diversidad y rectora de Universidad EAN.
Foto: Gustavo Torrijos - El Espectador

Los aeropuertos son entidades muy recientes dentro del ecosistema de dispositivos culturales que ha construido la sociedad para facilitar los intercambios de materia, energía e información entre puntos de la geografía que hasta hace poco requerían días o meses para hacerlo. En una analogía orgánica, probablemente un aeropuerto se asimilaría a un ganglio o estructura similar del sistema nervioso periférico, pues se trata de un nodo con sensibilidad e inteligencia propia, descentralizada, un órgano emergente capaz de gestionar una red funcional autónoma, aunque obviamente conectada con todas las demás: ocupa un espacio en el territorio, organiza (gobierna) muchas operaciones a su alrededor y en ello consume una gigantesca cantidad de energía, genera una huella equivalente de residuos, aprende y acumula experiencias, entre otros efectos de una operación esencial para el planeta.

Los aeropuertos tienen un efecto tremendamente dramático en la evolución material de la globalización y en el funcionamiento del mundo debido a su capacidad de comprimir el tiempo y hacer evidente los efectos de la relatividad de la distancia: como en un agujero de gusano, quien entra y sale después de recorrerlo en una aeronave, experimenta, así sea levemente, ese desajuste neuronal que proviene del salto, con consecuencias gigantescas en la economía y la ecología planetarias. En la famosa novela “Dune”, un linaje de seres extraterrestres cuya mente ha sido profundamente modificada por la experiencia del Ayahuasca del planeta Arrakis (los “navegantes”) es el encargado de romper las limitaciones del viaje interestelar mediante su capacidad de conectar puntos del universo en su mente. Los aeropuertos del presente se están convirtiendo poco a poco en esos chamanes cósmicos cuya complejidad y rol requiere una nueva perspectiva sistémica que ayude a que se desarrollen dentro de un contexto de eficacia, seguridad y sostenibilidad.

Las personas no entendemos mucho las implicaciones o alcance de administrar un aeropuerto ni cómo hace parte del ecosistema. No discriminamos bien las tareas que lescorresponden a cada una de las miles de personas que los habitan 24/7, pues la complejidad alcanzada por el sistema sobrepasa nuestras capacidades o intereses de abordarla. Sabemos que hay pasajeros, funcionarios, comerciantes, operarios, autoridades, microorganismos, aerolíneas, perros entrenados y a veces extendemos la visión hasta las aves que circulan amenazantes por el espacio aéreo. En el centro de todo, la torre de control, un espacio místico que garantiza la entrada y salida del agujero de gusano, pero que evidentemente no tiene nada que ver con el metabolismo aeroportuario, los maleteros (en extinción), los taxis en cola, las ventas de artesanías, los pandeyucas. Para los usuarios, una autoridad aeroportuaria es tan distante, que a menudo no entiende que se requiere una capacidad de gobierno equivalente, si no muy superior, a la de administrar una pequeña ciudad, lo cual incluye, obviamente, una mirada ecosistémica.

Hay tres puntos a considerar en ese análisis ecosistémicode un aeropuerto: en primer lugar, su estatuto territorial y su identidad dentro de unos procesos de ordenamiento determinados. No es lo mismo abrir la puerta del espaciotiempo en la Sabana de Bogotá que en los pantanos costeros de New York o la árida meseta madrileña, y no solamente por las condiciones físicas y biológicas del sitio, que parecerían secundarias, sino porque la perspectiva de los aeropuertos como copias idénticas de un modelo de desarrollo urbano demuestra su escasa sensibilidad a las condiciones locales, lo que a la larga se manifiesta en conflictos con las autoridades públicas, los vecinos, los proveedores, la ciudad. Hay que reconocer que, para muchas personas, los aeropuertos son un símbolo de colonialismo y de la imposición de un modelo económico de globalización, no un elemento de la evolución cultural humana.

En segundo lugar, un aeropuerto es un “hotspot” de la operación social, que indudablemente cambiará profundamente durante los próximos años. Habrá que superar la noción de un aeropuerto como un “no lugar”, como lo definen los geógrafos contemporáneos, un sitio de paso lleno de ansiedades, amenazante, listo para ser olvidado tan pronto se aborda una nave, se llega a un destino, experiencia que se ahonda con la perspectiva de simular centros comerciales que conectan taxis con aviones. Pero las personas cada vez se mueven menos para llegar a un destino, son felices siendo transeúntes y reclaman esa naturaleza de la existencia con raíces múltiples en un mundo cada vez menos lineal, más incierto y más pequeño. Así como los jóvenes se distancian del modelo de vida de sus padres y las instituciones a las que estos los exponen y no se aferran a un conjunto de seguridades, la volatilidad de las operaciones de transporte por el aire crecerá (sin ánimo de hacer un juego de palabras), exigiendo las mismas capacidades adaptativas para manejar la incertidumbre que un controlador aéreo enfrenta en las decenas de variaciones de las rutinas de vuelo planeadas cada día: como en cualquier ecosistema, los movimientos de sus partes se pueden conocer, pero es imposible predecirlos con exactitud.

En tercer y último lugar, un aeropuerto es un recolector privilegiado de información, asociado con el mantenimiento y proyección de la conectividad global. De ser el lugar con mejor historia de datos meteorológicos ahora tiene la posibilidad de convertirse en una herramienta de generación de conocimiento etnográfico planetaria, que a diferencia de un estadio de fútbol (otro dispositivo global neurálgico, pero regido por la pasión), tiene la posibilidad de capturar información acerca de la humanidad en movimiento: un aeropuerto será sin duda el espacio de las grandes innovaciones en gestión del conocimiento y de la experimentación privilegiada en aplicaciones de la internet de las cosas y la inteligencia artificial. Indudablemente la regulación creciente en bioseguridad hace parte del proceso, pues todo ganglio también es un importante centro inmunológico.

En síntesis, el poder ecológico aeroportuario creciente debe asumirse y gestionarse como lo que es: un gran organizador del territorio y de su funcionalidad, más o menos sostenible, con gran capacidad adaptativa para continuar conectando puntos del universo aún en medio de las peores tormentas: no mantendremos la cohesión del mundo sólo con bicicletas, veleros o con trenes, aunque replantear la diversidad de modos de desplazarnos y comerciar sigue siendo indispensable en esa construcción de sostenibilidad. Entretanto los aeropuertos evolucionarán como nodos organizadores de redes neurales del planeta y probablemente se constituirán en uno de los primeros sistemas coloniales ciborg (en el sentido simbiótico y de acción colectiva de la palabra) altamente especializados, donde convergen y se articulan las mejores capacidades de cómputo y gestión de la incertidumbre con la mejor de las cualidades humanas: trabajar en equipos que requieren y valoran la diversidad.

* RECTORA DE LA UNIVERSIDAD EAN. Bióloga de la Universidad Javeriana, experta en Medio Ambiente y Diversidad, realizó una maestría en Conservación y Desarrollo Tropical en la Universidad de Florida y Ph.D Honoris Causa en Gestión Ambiental de la Unipaz.

Contenido desarrollado en alianza con el aeropuerto El Dorado

Por Brigitte Baptiste*

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