Estética Corporal

Publicamos en exclusiva el monólogo con el que comienza la novela ‘Voto de tinieblas’, inspirada en la vida de una monja que vivió 30 años en la oscuridad, disponible en formatos digitales a través del sello eLibros Editorial.

Rodrigo Parra Sandoval
22 de diciembre de 2012 - 09:00 p. m.
Ilustración:  MARIA FERNANDA REYES
Ilustración: MARIA FERNANDA REYES

Sí, repito para que comiences a entender antes de abrir los ojos, soy la antropóloga. Sí. La antropóloga. ¿Recuerdas? He venido a llevarte a la casa de tu padre en la Ciudad del Sur y a constatar que los baúles estén en las celdas de las monjas que han hecho voto de tinieblas. Todo en orden. Los mil quinientos esqueletos están en perfecto estado, bien envueltos y amarrados. Excelente trabajo de las monjitas. No es fácil vivir en la oscuridad rodeada de tantos huesos. Pero ya ha terminado tu temporada en el infierno.

¿Cómo van tus ojos? ¿Ya puedes mirar sin dolor? Ábrelos poco a poco, sin afanes. Tu padre nos ha dejado la casa a las dos y un tílburi para que nos transportemos como damas, eso dijo. Dijo también que en algún momento saldrías de tu emparedamiento a escribir algo que debes escribir y que el mejor lugar para hacerlo podría ser el torreón. Así que dentro de unas horas, cuando estés lista física y emocionalmente para enfrentar un mundo insolente e incierto, partiremos en el tílburi. Antes, con los ojos apenas entreabiertos, vas a comer algo suave en un restaurante porque con la mezquina dieta de monja que has llevado durante años estás flaca como una percha y de seguro inapetente.

Y cuando lleguemos a la Ciudad del Sur te voy a hacer un corte moderno de pelo pues lo que tienes en la cabeza parece una bola de alambre que baja enredada hasta tus glúteos y te mandaré a hacer ropa como la gente para que tires a la basura la cochambre que llevas puesta y te liberes de su olor a moho, a humedad fermentada, a demonio. Por ahora pondré lágrimas artificiales en tus ojos y te asearé los párpados con un delicado pañuelo humedecido en bálsamo de girasol para que puedas mirar a gusto. Y te limpiaré la cara y el cuello y las axilas con una toallita empapada en agua destilada para refrescarte y aliviar el ardor bajo los brazos. Durante el viaje iré desenredando lentamente tu pelo con mi peineta de carey y agua de rosas y luego lo despuntaré. Te prepararé unas gárgaras para limpiar la garganta atragantada de telas de araña hasta que se despeje y recobres la voz y comiences a contarme tu apasionante vida de reclusa.

¿Tienes una idea, aun cuando sea azarosamente aproximada, sobre cuántos años estuviste emparedada, convertida en una monstruosa mujer ciega, sorda y muda, tapiada, sin que pudiera entrar a tu celda un rayo de luz? ¿Y viviste en tinieblas por tu propia voluntad? Te convertiste en un bicho blanco y blándulo, mojojoy enterrado bajo la arena recalentada del desierto. Sin escuchar una voz humana, salvo las mismas tres palabras rituales de la hermana que te traía alimentos cada medio día y una jarra de agua cada semana. La bicoca de treinta años. ¡Treinta años! No hay derecho a malbaratar la vida así, tan irresponsablemente, sin un abrazo, sin los colores de un atardecer para tus ojos exhaustos de oscuridad, sin escuchar una canción de amor, sin una palabra nueva que deslumbre como una moneda de oro en tu mente de escritora. ¿Qué has hecho? ¿Has escrito lo que sea que hayas escrito con tu pequeña colección de palabras viejas, monedas gastadas, devaluadas, arcaicas como el empecinamiento de tu encierro? Sé que tienes un enriquecido acervo de palabras que nacen de la fe y que has adquirido unas pocas palabras que provienen de la razón y la ciencia y que las usas precariamente como un vestido nuevo recién almidonado que te queda grande.

¿Por qué lo has hecho? ¿Qué oscuridad interior te ha empujado a buscar la oscuridad exterior? ¿Cómo has podido escribir en la oscuridad? Piénsalo. Porque al regresar a la casa de tu padre en la Ciudad del Sur habrás regresado al futuro. Ya comprenderás esta aparente contradicción. Comprenderás que yo soy para ti el futuro y de eso te hablaré hasta que se te recalienten las arcaicas orejas, del futuro, de la modernidad, palabra que, por supuesto, no has escuchado en el convento. Un día de viaje en un tílburi de dos caballos, sin detenernos a descansar, muele a cualquiera. ¿Qué no le habrán hecho treinta años a tu cuerpo, maltratado cada día por la inmutable quietud de la celda? Pondré a calentar agua para llenar la tina y remojarte por lo menos un par de horas en agua espumosa de aceite de palma. Hay que ablandar una mugre que ha adquirido por derecho propio la categoría de fósil. Después rasparé tu piel con un cuchillo romo.

No pongas esa cara de angustia, es una broma, querida monjita. Mientras se calienta el agua para la tina te haré unas fricciones con un emoliente de almendras y con una crema de semillas de albaricoque cortadas finamente. Cédeme tu cuerpo que las fricciones son maneras de reparar, de limpiar, de sanar, de dulcificar el cuerpo, de embellecerlo y, sobre todo, de acariciarlo, de amarlo, de consentirlo. Cédeme tu cuerpo, distiéndelo, desamarra cada protuberancia, cada resguardado rincón, cada húmedo secreto, cada misterio, que mis fricciones y mis masajes lo abrirán como una flor que se ofrece a los rayos del sol. Y cuando el agua de la tina se haya caldeado maceraré hojas de romero y las echaremos en la tina para acelerar la circulación de tu sangre que ha devenido perezosa de tanto hibernar en la abstinencia.

Pondré hojas de rosa, ramas de pino y lavanda purificadoras. Hojas de naranjo, azahares, perfume de sándalo, flores de geranio para rejuvenecer tu piel, gotas de aceite de áloe, jazmín para devolverle sensualidad a tus curvas, laurel como premio al esfuerzo que implica salir del Medioevo y dar un paso temeroso hacia la modernidad: Viaje en el tiempo. Ya verás cómo descansas, cómo sientes la dulzura de tener un cuerpo de mujer que huele bien, piel tersa y lubricada con el aceite de girasol que te untaré con mis propias manos. Disfrutarás de una cama con colchón y sábanas limpias, piyama de seda y cobijas de algodón con un bonobo bordado en hilos amarillos. No más esa cama de basalto, rugosa y hostil, en que has maltratado la fragilidad de tu cuerpo. ¿No es un descanso saber que ya no duermes sobre la tumba de una monja niña y rodeada de baúles llenos de huesos humanos, acompañada sin descanso por la turbadora presencia de la muerte? Porque imagino que no querrás dormir en el torreón. ¿El torreón? Tómalo con calma. Primero el cuerpo, después el espíritu, que por andar cuidando tanto el espíritu has descuidado el cuerpo. Al fin de cuentas son la misma cosa. Vamos pues, sal del agua para refregarte con esta esponja de fibras vegetales, especialmente el cuello, el vientre, las piernas, los pies, dios mío, parecen las garras de un ave de rapiña. Y ahora enjuágate y sal para secarte con esta toalla de flores.

Arrodíllate y recuesta la cabeza en el borde de la tina que te voy a poner, como una manera de comenzar, un acondicionador casero del cabello que he preparado pata ti: Un batido de banano, sábila, aguacate, limón y huevo. Le aplico profundos masajes circulares a tu cuero cabelludo y a tu pelo entorchado y muerto como un chamizo y dejo que el menjurje opere durante una hora. Mejor dos horas para aumentar el provecho. Lavo tu pelo nuevamente, lo seco y ya. Acarícialo, mírate en el espejo y verás que comienza a recuperar cierta libertad, algo de lo sedoso que tuvo, a ponerse brillante, manejable. ¿Cómo te quieres peinar? ¿Qué corte te queda mejor? Un corte a la altura de la nuca para resaltar la belleza de tu cuello longilíneo y blanco, con capúl para suavizar la excesiva amplitud de la frente. Un corte a la altura de los hombros, de la cintura, del coxis. Debes pensarlo. Intenta imaginar tu rostro con los diversos cortes. Comienza a pensar en tu imagen, en tu belleza, en cómo te verán los demás. Echémosle entonces una mirada al torreón. Ven.

Por Rodrigo Parra Sandoval

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