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'La economía olvida lo humano'

¿Es incapaz la economía contemporánea de explicar el mundo moderno?

Jimena Hurtado Prieto *
21 de noviembre de 2012 - 10:00 p. m.
Deirdre McCloskey, profesora distinguida de economía, inglés, historia y comunicaciones de la Universidad de Illinois en Chicago, y maestra de historia económica en la Universidad de Gotemburgo en Suecia.   / Andrés Torres - El Espectador
Deirdre McCloskey, profesora distinguida de economía, inglés, historia y comunicaciones de la Universidad de Illinois en Chicago, y maestra de historia económica en la Universidad de Gotemburgo en Suecia. / Andrés Torres - El Espectador

Deirdre McCloskey, profesora distinguida de economía, inglés, historia y comunicaciones en la Universidad de Illinois, en Chicago, y maestra de historia económica en la Universidad de Gotemburgo, en Suecia, estuvo en Bogotá. McCloskey es una economista formada en la Universidad de Chicago que dedicó el inicio de su carrera a la historia económica y después decidió ampliar el espectro de sus intereses.

Como lo demuestran todas las áreas en las cuales enseña, McCloskey es una economista inter y multidisciplinaria, más preocupada por la retórica, el arte de la persuasión, la literatura y la teoría social en general que por la especialización o los criterios contemporáneos de rigurosidad y precisión de la profesión. Con 16 libros y alrededor de 360 artículos publicados, su trabajo cubre desde la historia económica de Inglaterra hasta la apología de las virtudes burguesas, pasando por la teoría de los precios.

En 1983 McCloskey abrió el camino de una rama poco explorada en economía: la retórica. Su artículo, publicado en una de las revistas de referencia en la disciplina, el Journal of Economic Literature, les recordó a los economistas que son poetas y novelistas sin reconocerlo, que su ejercicio es uno de persuasión en el cual usan el lenguaje formal y matemático para transmitir mensajes y que su principal mensaje ha sido la defensa de la prudencia como valor superior. Desde entonces McCloskey se ha convertido en una crítica de la economía samuelsoniana, como ella la llama haciendo referencia a la herencia de Paul Samuelson, o de lo que generalmente conocemos como la economía ortodoxa o de la corriente dominante.

Está convencida de que esta economía es incapaz de explicar el mundo moderno y le hace un flaco favor a la economía de mercado al olvidar las otras virtudes que hicieron posible el desarrollo del mundo moderno y de las mejoras en las condiciones materiales de vida de todos. La obsesión con un modelo reduccionista de comportamiento individual y con la significancia estadística como métodos para interpretar el mundo son, según McCloskey, los grandes pecados de los economistas contemporáneos.

Se describe a sí misma como una mujer posmoderna, economista defensora del libre mercado, literata, feminista y transgénero. Todos estos calificativos hablan de su carácter multifacético, estudiado y al mismo tiempo bien definido. Sin duda ha elaborado mucho su figura como una académica pública. Está interesada en el debate, en generar nuevas preguntas y en obligarnos a pensar más allá de las fronteras disciplinarias, incluyendo la discusión sobre los valores y la ética, más que en ofrecer respuestas y soluciones. McCloskey es sugestiva y provocadora.

Parece infatigable, y después de un día entero de charlas y conversaciones nos dejó un mensaje optimista sobre la economía de mercado y las virtudes burguesas y un jalón de orejas a los economistas por concentrarnos en la prudencia, entendida como el interés propio que hace que nos enfoquemos en nosotros mismos y olvidemos a los demás, porque la prudencia sola, en ausencia de las demás virtudes, se vuelve codicia y lleva a una sociedad de egoístas y de oportunistas. Nos habló sobre la enseñanza de la ética y la economía, la significancia estadística, las virtudes burguesas, la persuasión y su experiencia como transgénero. Estas son algunas de sus reflexiones.

Últimamente, y en especial con la crisis de 2008, se ha presentado un cuestionamiento creciente sobre la enseñanza de la economía y sobre la pertinencia de la formación de los economistas para tratar y solucionar los problemas económicos. McCloskey está convencida de que es necesario cambiar esta enseñanza. Este cambio, sostiene, implica transformar la economía en “humanomía” y volver a integrar la dimensión ética.

Al preguntarle en qué consiste exactamente su propuesta para la ciencia económica, de modo que se convierta en una combinación entre ciencias sociales y humanidades que permita ir más allá de la racionalidad instrumental y de las causas materiales, responde: “El personaje principal con el que enseñamos economía se puede llamar Max U, un calculador que maximiza su utilidad, que es un tonto, pero que puede ser útil porque mucha gente es tonta o todos queremos ser egoístas hasta cierto punto. Le enseñamos a nuestros niños y a nuestros perros a mirar a los dos lados antes de cruzar la calle, les enseñamos a ser prudentes. No estoy sugiriendo que todos nos volvamos sociólogos. Tenemos que seguir enseñando las cosas que estamos enseñando, como la teoría de los precios. Pero tenemos que dejar de enseñar los manuales tradicionales de microeconomía. Si no enseñamos con novelas, películas y experimentos en clase, los estudiantes van a aprender que lo positivo y lo normativo están separados y que sólo hay que aprender lo positivo y que Max U es un buen tipo. Van a aprender que la codicia es buena. Y la codicia no es buena, la codicia es un pecado. La codicia es la prudencia sin las demás virtudes”.

Entonces, ¿qué deberíamos enseñar si queremos incluir la ética en la formación de los economistas? Nos dice McCloskey: “Nosotros los economistas, todos, creemos en el análisis costo-beneficio. Puede que no creamos en el capitalismo o en el socialismo, pero todos los economistas creemos en sumar costos y beneficios. Esto es porque como filósofos sociales sabemos que en la economía existen oportunidades de manera persistente. Estamos de acuerdo con esta visión. Pero al enseñar sobre lo bueno y lo malo, al menos debemos presentar la proposición de una economía que acepta lo que he llamado el pacto burgués: la clase media y los empresarios pueden hacer una fortuna, innovar, y en el largo plazo harán a todos los demás ricos. Porque eso es lo que ha pasado desde 1800, permitir que la gente innove, y el resultado ha sido que los más pobres de entre nosotros han contado con mejores oportunidades”.

Su proyecto sobre la Era Burguesa, del cual ya ha publicado dos volúmenes, Las virtudes burguesas y La dignidad burguesa, elabora precisamente este punto. En este trabajo McCloskey busca mostrar el auge y la caída del proyecto de la ética en la sociedad comercial, y también que la economía contemporánea es incapaz de explicar el mundo moderno. Como la economía se ha concentrado en la prudencia, es decir, en el saber práctico, ha olvidado los otros elementos del pacto burgués, las otras virtudes: la templanza, el coraje, la justicia, la fe, la esperanza y el amor. Es por esto que la economía, nos dice McCloskey, promueve una sociedad guiada por la codicia que la hace violenta e insostenible. Al olvidar estas virtudes, la economía olvida lo que nos hace humanos. Los economistas olvidan el lenguaje y la ética. Pero, más importante aún, sostiene McCloskey, olvidan lo que les permite a los seres humanos florecer y prosperar, aquello que determina su identidad y les permite tener proyectos: la autonomía individual y la conexión con otros.

McCloskey afirma sin ambigüedades que el capitalismo promueve las virtudes. El capitalismo nos hace más ricos y mejores, sostiene. Está consciente de que esta afirmación genera escepticismo y sabe que la ideología liberal y el mercado, después de la crisis de 2009, provocan desconfianza y que la percepción sobre el capitalismo es bastante negativa. Cree que esa percepción negativa se explica porque en cualquier negociación los involucrados siempre piensan que podrían haber tenidos mejores resultados: comprar más barato o vender más caro. Entonces, dice, hay un resentimiento natural, en particular si no se aceptan el pacto burgués y sus consecuencias: la posibilidad de que haya personas que hagan mucho dinero y otras que reciban menos beneficios como resultado de sus propias decisiones.

Pero no nos damos cuenta, recalca, de que en el capitalismo podemos decidir, podemos decir no, contrariamente a lo que sucede en las sociedades jerárquicas, donde se les ordena a sus miembros qué hacer sin que ellos se puedan oponer. No nos damos cuenta de que el capitalismo es la organización social de la clase media y que ha permitido multiplicar por diez la riqueza en el mundo en los últimos 200 años, mejorando la calidad de los bienes y aprovechando los beneficios de la especialización y de la división del trabajo. La ética del trabajo, la dignidad que brinda un trabajo y la responsabilidad individual hacen, nos dice, que el capitalismo sea una gran empresa de colaboración y de cooperación, imposible de lograr en otra forma de organización social.

Al hablar de la crisis, a pesar de su optimismo respecto al capitalismo, reconoce que los banqueros traicionaron el profesionalismo y se dejaron llevar por la prudencia. Los mismos instrumentos financieros que les permitieron a muchas familias comprar sus casas fueron objeto de especulación de estos banqueros que no asumieron su responsabilidad. El problema, dice McCloskey, no fue la innovación financiera, fue el uso irresponsable de los instrumentos por parte de los banqueros. Sin embargo, no cree que la crisis sea tan grave y está convencida de que tenemos que dejar de hablar del capitalismo como si la vida burguesa, la vida de la clase media en una economía de mercado, se tratara solamente de competencia.

Su ejercicio es uno de persuasión. McCloskey nos quiere convencer, quiere recuperar el arte de la retórica, la capacidad persuasiva de la comunicación, porque considera que es indispensable para el buen funcionamiento de la economía y para la realización de los seres humanos.

Y éste es el último tema que trata, el de su propia realización como ser humano, su decisión de dejar de cambiar de sexo y convertirse en mujer. En una conversación cercana y abierta, esta académica se reunió con los estudiantes del Círculo LGBT Uniandino para darles su apoyo y mostrarles que “todos estamos buscando convertirnos en lo que somos” y que es posible lograrlo. Su decisión de convertirse en mujer, a los 53 años, después de un matrimonio de 30 años con quien aún llama el amor de su vida y de dos hijos, la hizo, nos dice, “más audaz para probar cosas”. Es una decisión sobre la cual nunca ha tenido dudas y está convencida de que es el libre mercado el que le dio la oportunidad de reinventarse a sí misma, de cambiar su género, de decidir sobre su cara y su nombre, de integrar lo que llama el club de las mujeres, de continuar su carrera académica, de aprovechar haber sido Donald para ahora ser Deirdre.

 

 

*Profesora e investigadora de la Universidad de los Andes

Por Jimena Hurtado Prieto *

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