La experiencia visual entre la poesía y el arte

Llegó a Colombia en 1959 con Alejandro Obregón y se quedó en el país. Su obra, compuesta por paisajes, bodegones, figura humana y esculturas, exalta su talento.

Redacción Especiales
08 de diciembre de 2019 - 02:00 p. m.
Freda Sargent en su taller en Bogotá, junto a una de sus obras. / Archivo familiar
Freda Sargent en su taller en Bogotá, junto a una de sus obras. / Archivo familiar

Ni figurativa ni abstracta. Ni influenciada por la evolución artística de su natal Inglaterra, como tampoco por el contexto de Colombia, donde vive desde hace sesenta años. Escasamente integrada al medio artístico nacional, pero convencida de que la pintura nace de la experiencia visual directa y también de la ascendencia de la poesía que ronda por su memoria. Así es la vida y obra de la artista Freda Sargent, cuyo trabajo disciplinado, aunque alejado de las vanguardias y de la crítica, por fin fue recopilado en un libro que reconoce la validez de su talento y su sensibilidad frente a lo cotidiano.

Nacida en Londres hace 91 años, creció en el condado de Kent, al sur de Inglaterra, en el ámbito de una familia en la que el arte fluía naturalmente, al ritmo de las estaciones. Su padre, que había combatido en Francia durante la Primera Guerra Mundial, construía órganos de tubo para las catedrales. Su madre, como ella la describe, era “bastante estricta, pero muy cálida y amorosa”, atenta a la crianza de su hermano mayor y su hermana gemela. Una infancia feliz en el jardín de Inglaterra, hasta que volvió la guerra y con ella el bombardeo de los aviones mezclado con el canto de los ruiseñores.

Freda Sargent lo recuerda porque su casa estaba situada “en el corredor de vuelo que recorrían los aviones alemanes cuando iban a bombardear a Londres”. Cuando pasaban los ataques, se imponía un silencio aterrador. Como los colegios fueron cerrados, ella y sus hermanos veían pasar los vagones cargados de soldados heridos. Cuando terminó la Segunda Guerra y terminó su tiempo escolar, por influencia de su profesor de arte, ingresó a la Beckenham School of Art y después, gracias a su talento, obtuvo becas que le permitieron perfeccionar su técnica en Francia, Italia y la misma Inglaterra.

En esa búsqueda entre la pintura, el dibujo, el grabado y la historia del arte, conoció en París al pintor colombiano (aunque nacido en España) Alejandro Obregón. Era el comienzo de los años 50, Obregón no era todavía un artista reconocido, y fue ella quien lo acercó a los centros de formación pictórica. Tiempo después, el propio Obregón admitió que Freda Sargent fue clave para que su carrera despegara. El amor también los unió y terminaron juntos en Capri (Italia). Luego de una breve separación, se instalaron en Alba, un pueblo situado al sur de Francia, donde permanecieron hasta el final de la década.

En 1959, luego de una escala en Nueva York y Washington, donde Obregón ya exponía su obra, viajaron a Colombia. Inicialmente a Bogotá, donde nació su hijo Mateo, y después a Barranquilla. Aunque habían vivido como pintores en condición de igualdad, pronto para ella sobrevino un freno en su carrera. En su ensayo Freda Sargent: una artista moderna contemporánea, la historiadora de arte y curadora Cecilia Fajardo-Hill explica la principal razón: influenciado por Marta Traba, “Obregón exigió que no hubiera dos artistas bajo un mismo techo”. Él debía ser el único artista en la familia.

Cuando Alejandro Obregón y Freda Sargent se separaron, en 1970, él ya era un artista fundamental para Colombia, pero ella llevaba una década en el oficio de la crianza. Además, aislada del círculo artístico. Entonces volvió a Inglaterra, y luego retornó a Alba con su hijo Mateo. Cuando las posibilidades educativas para él se hacían difíciles, regresó a Colombia. Primero a Cartagena y definitivamente a Bogotá, donde recobró su memoria artística. Y su punto de partida fue el contacto con los artesanos de Ráquira (Boyacá), que rescató con su pincel en medio de sus casas y paisajes.

En adelante, no volvió a parar. En los años 80 comenzó a incursionar en la escultura en terracota, sin desligarse de la pintura. Eso sí, sin que nadie pudiera clasificarla en escuela alguna. “La historia de la pintura es de cambio continuo. Uno de sus dilemas es la escogencia entre copiar o decorar. Podemos ver la pintura figurativa como copiando, y la abstracta, frecuentemente degenerando en decorativismo estéril”, escribió Freda Sargent, quien a finales de esa década empezó a ser invitada a los salones de artistas para exhibir sus acuarelas, paisajes, terracotas, grabados y dibujos.

Una obra que, en el sentir del historiador del arte y escritor Ramón Cote Baraibar, “concibe el arte como la herramienta necesaria que permite reunir el pasado en el presente inalterable de la tela”. Una forma de reafirmar que siempre ha pintado para recordar, “para ahondar en su propia materia, en sus asuntos más personales”. Por eso, agrega Cote Baraibar en su ensayo Mirada, memoria y poesía, se trata de una obra donde la alusión a la poesía no es gratuita, pues desde muy joven se dejó atraer “por el poder casi místico del sonido de las palabras”; es decir, por la magia de la poesía.

“Yo no sabía nada de la poesía. No sabía lo que era. Y yo pensé: qué está pasando, me siento rara. Tenía una impresión tan fuerte, como la música, cuando uno se siente diferente. Y era la poesía”, escribió Freda Sargent recordando ese momento, a sus catorce años, cuando leyó en la biblioteca de su casa “Oda a un ruiseñor”, de John Keats. Por la misma vía, también se dejó seducir por los versos de William Blake, Dylan Thomas o T. S. Eliot. Nunca dejó de leer poemas, los convirtió “en una de sus más largas y placenteras compañías”, y eso quedó reflejado en su creación pictórica, recobrando el tiempo.

“Ese es el poder de la poesía y de la pintura: la condensación de lo fugaz, la exaltación de lo efímero, la capacidad de convertir los objetos y las personas en símbolos, la vida recuperada y vuelta a vivir con más intensidad”, precisa Ramón Cote, quien junto al artista plástico Camilo Chico Triana decidió sumarse al homenaje para rescatar la vida y obra de Freda Sargent. Un trabajo en el que participó Mateo Obregón, sobre todo para recuperar la cronología de la artista, su vocación por la enseñanza y su multifacético lenguaje estético.

La dirección editorial estuvo a cargo de Carolina Zuluaga, quien destacó el aporte académico de varios expertos para explorar no solo las raíces artísticas de Freda Sargent, sino el recorrido de su obra de bodegones, flores, bosques, fuentes, cielos, grabados o autorretratos. Mucha de ella repartida en el país y en el exterior, pero siempre inmersa en su concepción sobre el arte. En su visión de que no se trata de copiar a la naturaleza, sino de expresar lo que se siente por ella. Por eso, es arte que, más que a la academia, busca la esencia de las cosas desde la perspectiva de la experiencia personal.

“Un cuadro puede ser feo, inacabado o torpe, y todavía ser conmovedor y bello. El artista y el espectador están envueltos en una especie de experiencia oceánica”, refiere la artista anglo-colombiana, dejando claro que ese calificativo de “oceánica” corresponde a un término freudiano que significa “experiencia de éxtasis y unidad lograda a través del arte o del amor”. Justamente lo que queda sintetizado en su trabajo creativo, que ha buena hora se ha recopilado. Lo bueno es bueno, aunque esté oculto; es una verdad irrefutable. Y la obra de Freda Sargent lo es y ahora se puede apreciar más. 
 

Por Redacción Especiales

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