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La revolución digital en tiempos de protestas sociales, según Diana Uribe

Fragmento de “Revoluciones”, el más reciente libro de la escritora colombiana y su hija, que analiza el impacto de internet en “catarsis colectivas” como las que vive Colombia.

Diana Uribe y Alejandra Espinosa Uribe * / Especial para El Espectador
06 de mayo de 2021 - 01:36 p. m.
En Colombia los jóvenes han liderado el paro nacional, coordinándose desde sus teléfonos móviles. “En las conversaciones globales se evidencian los problemas sistémicos de nuestra sociedad y pueden ser una herramienta de liberación y conciencia que supera los límites de un individuo cualquiera, y que puede crear, como en este caso, una catarsis colectiva”, advierte Diana Uribe.
En Colombia los jóvenes han liderado el paro nacional, coordinándose desde sus teléfonos móviles. “En las conversaciones globales se evidencian los problemas sistémicos de nuestra sociedad y pueden ser una herramienta de liberación y conciencia que supera los límites de un individuo cualquiera, y que puede crear, como en este caso, una catarsis colectiva”, advierte Diana Uribe.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

Nunca había sido más fácil compartir, coordinarse y comunicarse; encontrar comunidades y lograr apoyo masivo. Hoy las conversaciones se dan a escala planetaria. Por ejemplo, movimientos como #MeToo, que denunció el abuso y el acoso contra las mujeres, han abierto una conversación en la cual la violencia no se queda en la vida privada de la víctima como un trauma al que deba enfrentarse sola. Ya no es un asunto enterrado en la intimidad, sino abierto a la sociedad, donde de repente encuentra que no es la única víctima, que muchas otras han pasado por lo mismo; tantas que se hace urgente reconocer que no se trata de una casualidad, sino de un patrón. (Le puede interesar: Un estado de conmoción interior agravaría la situación, advierten expertos).

Aunque queda ver hasta qué punto la virtualidad genera un acompañamiento real, el dolor deja de ser una vergüenza personal y se transforma en una explosión de reivindicación colectiva. En Chile, a finales de 2019 el colectivo Las Tesis hizo una performance en contra de la violencia contra las mujeres. El video de esta protesta circuló con rapidez y gracias a la facilidad de coordinación de las redes, miles de mujeres por toda Latinoamérica interpretaron la canción —adaptada a sus propios contextos e incluso traducida a su idioma— acompañada de los mismos movimientos.

Esa capacidad de organización colectiva con dimensiones intercontinentales solo es posible gracias a la conectividad que ha traído la Revolución Digital. Un mensaje es capaz de masificarse y vincular en torno a un solo clamor a mujeres que antes no tenían cómo saber que no eran las únicas. La conversación incita más conversación, a que más mujeres se pronuncien, a que los medios inviten a debatir sobre la violencia contra la mujer y, con la suficiente presión, es un tema que tiene que entrar en la agenda política. (Recomendamos: Pronunciamientos sobre la liberación de las patentes de las vacunas contra el COVID19).

En las conversaciones globales se evidencian los problemas sistémicos de nuestra sociedad y pueden ser una herramienta de liberación y conciencia que supera los límites de un individuo cualquiera, y que puede crear, como en este caso, una catarsis colectiva. Así, la revolución cultural en proceso tiene un carácter colectivo. Se trata de cultura de conversaciones globales, coordinación eficaz, comunicación instantánea, y circulación y acceso al conocimiento. Una cultura basada en la colaboración y la creación colectiva. Una cultura que vincula personas que en otras circunstancias no podrían haberse conectado y hace posibles proyectos colaborativos. Una cultura del conocimiento agregado, de procesos y no de productos, de la circulación sobre el control, de colectivos sobre individuos.

Ahora bien, el control de la información es un problema político. En este sentido, existen páginas como WikiLeaks, un gran archivo mundial de documentos clasificados que, gracias a fuentes anónimas, son revelados para que cualquiera puede acceder a ellos. Esta plataforma ha hecho posible que salgan a la luz escándalos como las políticas de tortura que la administración de Bush llevó a cabo en la campaña militar de Estados Unidos en Irak. Las conversaciones globales en tiempo real que le debemos a esta revolución hacen que las filtraciones de información clasificada tengan un impacto social de gran alcance. En las últimas décadas hemos presenciado importantes revelaciones, como los Papeles de Panamá y las políticas de vigilancia de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA).

Esta es una de las facetas de la Revolución Digital, pero, por supuesto, no es la única. En la orilla opuesta la información se utiliza para vigilar y conduce a un control digno de las distopías. De manera que corremos el riesgo de articular sociedades no en torno a la colaboración, sino al narcisismo. La información, después de todo, se utiliza para reforzar la vigilancia e incentivar el consumo, porque al hacer uso de las redes sociales no estamos sencillamente accediendo a la información como usuarios, sino compartiendo la nuestra para que sea utilizada y monetizada.

Esto no significa que internet sea bueno o malo, pues no es una cosa ni una entidad, es una herramienta, así que el problema es para qué lo estamos usando. Y en este sentido, hay unas cuantas consideraciones que se deben tener en cuenta para entender el orden que ha creado esta revolución, debido a que no podemos dejar de lado que, aunque internet visibilice nuevas maneras de estructurar la sociedad, seguimos bajo la dominación del mercado.

Hay dos momentos claros en la historia de la red. Al principio predominaban estas estructuras disruptivas de economía colaborativa y libre acceso; en esa línea nacieron Google, Facebook, Wikipedia, Twitter etc., plataformas gratuitas desde su concepción. Por mucho tiempo, internet se entendió como una fuerza liberadora y democrática. Las revoluciones que sucedieron en los países del Magreb y la Medialuna Fértil a principios de la década de 2010, conocidas como la Primavera Árabe, demostraron que Facebook y Twitter podían ser herramientas democráticas, ya que en esos espacios virtuales se convocaban las marchas y se compartía la información que los medios oficiales callaban. Esta nueva facilidad para la coordinación y las conversaciones de las redes sociales puede influenciar el agenciamiento de los individuos, ayudar a compartir, discutir y coordinarse para llevar a cabo acciones colectivas en masa que tumbaron regímenes que llevaban décadas en el poder.

Pero en tan solo cinco años esta narrativa de libertad se transformó. Para 2016, distintas elecciones en lugares tan disímiles como Colombia, Estados Unidos e Inglaterra estaban marcadas por la polarización. Lejos de parecernos espacios para el debate y la cooperación, la percepción generalizada del ambiente de las redes sociales en los últimos años es de tensión e incomunicación, en medio del surgimiento de movimientos extremistas en todo el mundo, con discursos xenófobos, racistas y radicales. Está claro que el destino del mundo no se puede atribuir exclusivamente a las herramientas que nos permiten acceder y compartir información, pero sí vale la pena entender cómo el diseño de las redes sociales en realidad afecta nuestra percepción y comportamiento.

En este contexto se destapó el escándalo de Cambridge Analytica: gracias a la recolección de información de millones de usuarios, esta compañía había creado un sistema de publicidad personalizado que explotaba de manera deliberada los miedos de cada individuo por medio de una enorme cantidad de publicaciones en redes sociales con información falsa; estos mensajes estaban destinados a radicalizar y convencer a sufragantes indecisos de votar por Donald Trump.

La compañía estaba vinculada a elecciones en diferentes países con estrategias similares desde 2010. Y ahí fue cuando la narrativa de internet como el gran espacio democratizador fue reemplazada por una visión algo lúgubre de una realidad que podía ser manipulada gracias a la facilidad de propagación de las noticias falsas. Por supuesto, internet está lleno de fantasía, crueldad, abusos, opiniones radicales, odio, violencia y polarización, y siempre ha sido así, porque, en últimas, lo que circula es la información de la humanidad, y una parte de la humanidad es todo esto también.

Pero la pregunta que subyace al escándalo de Cambridge Analytica es: ¿hasta qué punto se puede influenciar el comportamiento de las personas por medio de las redes sociales? Que haya contenidos que inciten a la violencia o que existan noticias falsas con unos propósitos claros, en este caso electorales, cabe dentro de lo esperado: el internet no inventó la desinformación. No obstante, después de Cambridge Analytica y del innegable protagonismo que tuvo el internet en la radicalización de miles de jóvenes de distintos países que se unieron a las filas del Estado Islámico, empezó a cuestionarse la influencia de las redes sociales en el comportamiento de sus usuarios. ¿Hasta qué punto estas plataformas son capaces de modificarlo? Es una pregunta difícil, pero apremiante.

Y para comprender cómo nuestra conducta se volvió uno de los pilares de las grandes plataformas de internet, como Google, Facebook y Twitter, necesitamos entender su sistema de monetización, diseñado para captar nuestra atención mediante una serie de estrategias deliberadas. Así, la Revolución Digital ha creado una nueva forma de generar ganancias a partir de la llamada “economía de la atención”.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Aguilar.

Por Diana Uribe y Alejandra Espinosa Uribe * / Especial para El Espectador

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Roman(87041)06 de mayo de 2021 - 04:48 p. m.
Cuando uno escribe chocolate en google, las respuestas son las fábricas de chocolate, etc Todo está tomado por el comercio. Todo es igual como en la televisión almacenando publicidad. Internet es igual. Antes apagabamos la tv para hacer algo útil, ahora tenemos internet para buscar lo que nosotros queramos si no nos dejamos influenciar por las publicidades disimuladas: es un problema de educación.
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