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Las barreras para la desmovilización

Comisión Primera de la Cámara votará hoy reforma constitucional destinada a crear un marco legal para la negociación con los grupos armados ilegales. Análisis.

Román D. Ortiz *
11 de octubre de 2011 - 04:02 a. m.

A pesar de los sucesivos intentos fallidos, sectores significativos de la clase política y la opinión pública ven un eventual proceso de paz como la única alternativa para resolver el conflicto y terminar con la violencia. Como argumento clave a su favor, los partidarios de esta posición señalan el ejemplo centroamericano de comienzos de los 90.

Desde su punto de vista, las Farc serían una versión de la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y Colombia podría seguir los pasos de El Salvador, donde la violencia cesó una vez que los insurgentes abandonaron las armas a cambio de una transformación radical del Estado y facilidades para competir en las elecciones.

El problema es que la lógica del conflicto colombiano crea unas barreras que obstaculizan el logro de un acuerdo que permita desmovilizar la totalidad de los integrantes de la guerrilla y lograr un cese definitivo de la violencia.

Para empezar, está el problema de lo que pueden ganar y perder las Farc en una negociación. La desmovilización de un grupo armado se puede entender como el tránsito de una organización de la actividad bélica al juego democrático. En este paso se puede ganar o perder poder y es seguro que la guerrilla colombiana lo perdería. Como cualquier grupo terrorista, las Farc tienen una desproporcionada capacidad para generar violencia en comparación con el tamaño de los sectores sociales que respaldan su proyecto ideológico.

Las encuestas demuestran que el número de ciudadanos que manifiestan alguna simpatía por la guerrilla oscila entre insignificante e inexistente. Así las cosas, el abandono de las armas privaría a las Farc de la única herramienta con la que ha ganado notoriedad política y las arrojaría a un juego electoral donde están condenados a perder. En otras palabras, resulta imposible que un grupo cuyo liderazgo encabezan individuos de la rigidez ideológica de Alfonso Cano y arrastra una historia de atrocidades, como El Nogal, tenga alguna posibilidad de conseguir una representación electoral relevante.

Frente a este escenario, la dirigencia guerrillera puede ver poco atractiva la salida de un proceso de paz y contemplar la violencia como alternativa más rentable a pesar de su atroz costo humano. Aquí, las diferencias entre El Salvador y Colombia resultan visibles. La desmovilización y el ingreso a la política electoral resultaron una excelente apuesta para el FMLN, que contaba con una amplia base social y pudo ganar posiciones en las urnas hasta conquistar la presidencia en las elecciones de 2009.

En comparación, los grupos armados desmovilizados en Colombia siempre han tenido un desempeño electoral pobre cuando han competido en igualdad de condiciones con los otros partidos. Se puede alegar que la violencia desatada contra los exguerrilleros y la falta de experiencia en la actividad electoral explican parcialmente estos resultados. Pero también resulta indiscutible que la ausencia de una oferta política atractiva y el estigma de un pasado violento alejan a la inmensa mayoría de los votantes. No hay razones para pensar que esta historia no se repita con las Farc.

La posible agenda

El segundo problema tiene que ver con el papel que otorgan las Farc a la negociación dentro de su estrategia político-militar. Tradicionalmente, la organización ha mirado las negociaciones no como una vía a la desmovilización, sino como una herramienta complementaria a la violencia para conquistar el poder.

Desde esta perspectiva, la guerrilla ha visto las conversaciones como un proceso a lo largo del cual imponer su agenda de transformación radical del Estado a cambio de vagas promesas de avanzar hacia la paz. El punto de llegada de esta dinámica sería la firma de un acuerdo donde el grupo armado abandonaría la violencia, no porque haya aceptado las reglas de juego democráticas, sino porque ya haya alcanzado sus objetivos y capturado el gobierno.

Los intentos de los sucesivos gobiernos para alcanzar un acuerdo con las Farc se han estrellado contra la utilización por parte de la guerrilla de las conversaciones como una herramienta estratégica para la toma del poder. Este planteamiento es uno de los factores claves que explican el fracaso de las negociaciones impulsadas por los presidentes Betancur, a mediados de los 80, y Pastrana, a finales de los 90.

En ambas ocasiones, las Farc presentaron agendas de negociación enormemente amplias y exigieron cambios radicales en las instituciones antes de siquiera aceptar discutir la posibilidad de desarmarse. Tanto en un caso como en el otro, prolongaron las conversaciones como una forma de debilitar el Estado, al tiempo que fortalecían su capacidad armada. Finalmente, los dos intentos de diálogo terminaron cuando el gobierno colombiano comprendió que la guerrilla estaba utilizando las negociaciones para fortalecerse en lugar de buscar la desmovilización.

Las Farc no han emitido ninguna señal que permita afirmar que han cambiado su concepción sobre las conversaciones de paz y esta vez buscan un acuerdo de desmovilización de verdad. De hecho, el Plan Estratégico de la organización no ha sufrido cambio alguno desde su aprobación, hace casi tres décadas, y continúa propugnando la toma del poder por las armas.

Por si fuera poco, las declaraciones de Alfonso Cano inducen a pensar que el grupo está muy lejos de considerar el abandono de la violencia. Durante su última entrevista al diario español Público, en junio pasado, el líder de las Farc no tuvo el menor reparo en afirmar que “desmovilizarse es sinónimo de inercia, es entrega cobarde, es rendición y traición”. En consecuencia, un nuevo intento de negociación podría chocar exactamente con la misma falta de voluntad de la guerrilla que descarriló los anteriores.

El desarme

Incluso, si el Secretariado de las Farc da un giro político radical y opta por abandonar la violencia, todavía queda por ver si la cúpula de la guerrilla está en condiciones de garantizar que la totalidad de sus seguidores acata la orden de desarme. Aquí el problema reside en cómo se distribuyen el poder y los recursos a lo largo de la estructura del grupo armado.

Las Farc son una organización que se autofinancia gracias a los recursos que generan una vasta gama de negocios ilícitos que controlan y explotan los frentes que componen la organización. En este sentido, cada estructura de la guerrilla genera sus propios recursos a través del narcotráfico, la extorsión, la minería ilegal y otras actividades criminales. La posibilidad de disponer de sus propios recursos da una enorme autonomía a los comandantes guerrilleros, que cuentan con los medios para “hacer la guerra por su cuenta” si rechazan una decisión de la dirección de la organización.

Este orden de cosas crea un escenario explosivo en la eventualidad de que el liderazgo de las Farc llegue a un acuerdo de desmovilización. Bajo estas circunstancias, cualquier comandante de frente que rechace este compromiso por motivos ideológicos o pura ambición de poder puede utilizar los recursos generados por las actividades criminales bajo su control para ignorar la orden de desarme y continuar la guerra.

Un acuerdo de paz puede desembocar en una ruptura interna de la organización que conduzca a la aparición de una miríada de grupos disidentes dispuestos a continuar con la confrontación. Aquí, el contraste con El Salvador es agudo. La dirección del FMLN disfrutaba de un control centralizado de la logística y pudo imponer su decisión de abandonar las armas cortando los recursos a las unidades subordinadas e impidiendo que cualquier disidente contase con los medios para continuar la lucha.

Por contraste, la desmovilización de las Auc es un ejemplo de los efectos de un acuerdo de desarme sobre un grupo cuyas estructuras disfrutan de autonomía financiera. Ciertamente, un sector de la organización dejó las armas. Sin embargo, otra parte de los mandos medios de los bloques paramilitares prefirieron continuar en el negocio del narcotráfico y sembraron las semillas de algunas de las bandas criminales activas hoy en el país. Este podría ser el desenlace de un acuerdo con las Farc.

Las dificultades descritas hasta aquí no deben ser interpretadas como un argumento para descalificar los esfuerzos destinados a buscar el desarme de la guerrilla por vía negociada. La posibilidad de un acuerdo para la desmovilización de las Farc debe ser explorada en la medida en que puede ser una puerta para reducir la violencia que padece el país.

Sin embargo, resulta imprescindible moderar las expectativas sobre las posibilidades de alcanzar la paz por esta ruta. En el mejor de los casos, se puede aspirar a una desmovilización parcial que abrirá la puerta a la pacificación de algunas regiones; pero no terminará con la violencia en otras. En consecuencia, ni en el mejor de los casos un acuerdo de paz liberará al Estado de la obligación de mantener una política de seguridad robusta para proteger los derechos de los ciudadanos.

* Profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes y consultor en temas de seguridad.

Por Román D. Ortiz *

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