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Trayectoria intelectual de Mario Laserna

Este texto lo escribió el reconocido filósofo Carlos B. Gutiérrez a propósito de su amigo y colega cuando cumplió 80 años. Laserna falleció este martes en Ibagué.

Carlos B. Gutiérrez, profesor Uniandes
16 de julio de 2013 - 12:36 p. m.
Trayectoria intelectual de Mario Laserna

Por invitación que agradezco voy a trazar ante ustedes un boceto de la trayectoria intelectual del fundador de nuestra Universidad a quien hoy rendimos homenaje por muchas razones merecido. Mis fuentes principales son la observación directa del objeto de estudio así como información recogida en abundante investigación participativa de campo a raíz de una amistad de decenios, que se inició cuando él era rector de la Universidad Nacional y yo Presidente de la Unión Nacional de Estudiantes Colombianos, líder por tanto de la oposición que decidió sacarle. Al cabo de los años me vincula a él la gratitud.
En la formación de Laserna es decisiva desde un primer momento la cordial acogida a sus inquietudes que encontró en Nicolás Gómez Dávila, a quien acudió por primera vez al terminar el bachillerato por allá en 1940 en busca de ayuda para abordar preguntas que le inquietaban cuando se preparaba para un examen de filosofía en el Gimnasio Moderno; desde entonces fue él el mentor que en lo importante señaló el camino. Don Nicolás, en cuyos vastos conocimientos las matemáticas eran el punto obscuro, avivó temprano el interés de Mario por ellas insistiendo en que conocerlas era condición previa para comprender a la modernidad y a su ciencia; de ahí que mientras estudiaba Derecho en la Universidad del Rosario Mario tomara cursos de matemáticas en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional.

A Mario le interesaban en aquel momento la relación de la religión con la ciencia y el deslinde de estos dos ámbitos, temas que se animaron gracias al neotomismo que por entonces refrescaba al conservadurismo católico de la Sabana de Bogotá. Era el neotomismo de Gilson, con su rehabilitación de la filosofía medieval, y de Maritain, quien con el entusiasmo de los convertidos abanderaba un humanismo nuevo de impronta cristiana. Mario finalmente decidió desistir de los estudios de Derecho “a pesar de las expectativas familiares” e irse a Nueva York a conocer la ciencia, pretextando ante su padre que iba a estudiar algo útil para el manejo de los laboratorios farmacéuticos de la familia.

Gómez Dávila solía criticar ácidamente la avidez de dinero de los colombianos adinerados argumentando que un país en el que los hijos de los ricos sólo se preocupan por defender y mejorar su posición económica no puede estar a la altura del mundo moderno, crítica que su joven amigo reinterpretó en términos de que con el dinero heredado mucho se puede hacer por el espíritu. Puesto que la oligarquía veneraba a Harvard, Mario optó por la Universidad de Columbia en donde a la sazón enseñaba Maritain; llegó él pues a Nueva York cuando, a raíz de la segunda guerra mundial, se incrementaba la inmigración de académicos judíos alemanes que escaparon del nacionalsocialismo y despegaba el auge en los Estados Unidos del positivismo lógico que había florecido en la Viena de los años veinte, el cual al renacer en tierras americanas alcanzó inusitada importancia. Al encontrar que Maritain había sido nombrado embajador de Francia ante el Vaticano, Mario, además de tomar cursos de física, se dedicó de lleno a los estudios de lógica matemática con Ernst Nagel, quien le acogió como estudiante adelantado. Nagel defendía un cerrado sistema positivista que excluía todo lo que no fuese hechos verificables, es decir todo, pero lo hacía con rigor lógico. Por Nagel supo Mario de la importancia de Quine y fue a Harvard a conocerle. Como huésped en aquel momento del Club Filosófico de Columbia conoció también a Hans Reichenbach, empirista moderado y cabeza en los años veinte del “grupo de Berlín”; frecuentó así mismo la tertulia del pensador católico Dietrich von Hildebrand de quien había sabido en Bogotá por don Antonio Bergmann, destacado profesor de historia del arte.

Después de asistir por dos semestres a la Universidad de Princeton, Laserna, durante los cursos de verano en Oxford en 1947, se encontró con el Círculo de Viena en la persona de Friedrich Waismann, figura señera del grupo, quien años atrás había llegado a ser el portavoz de Wittgenstein como lo evidencia su libro Wittgenstein y el Círculo de Viena; de ese verano data la leyenda de que a Mario mientras rodaba en bicicleta por Francia le sobrevino la idea de fundar la Universidad de los Andes.

La inspiración, cuenta la leyenda, asumió allí la forma de un silogismo algo forzado pero muy alentador cuya primera premisa era la de que en Colombia todo termina en querella, guerra y caos desinstitucionalizador; la segunda premisa, por contraste, era la de que Inglaterra a pesar de las crisis y guerras por las que continuamente ha atravesado mantiene su estabilidad gracias a la Corona, a la Iglesia Anglicana y a Oxford y Cambridge. La conclusión no fue la de que debiéramos volvernos ingleses y sí más bien la de naturalizar instituciones que garanticen la evolución estable del país. Y puesto que entre nosotros resultaba asaz impensable instaurar una Monarquía como la de la casa Windsor o establecer la Iglesia Anglicana, no quedaba otra que fundar una Oxford a la colombiana. Nótese bien que la conclusión del silogismo no era la de que Mario Laserna tenía que fundarla y menos aún regirla; sí más bien promoverla. De regreso en la Universidad de Columbia Mario obtuvo su bachelor of arts con major en Matemáticas en 1948 y regresó al sobresalto de Colombia a animar la fundación de la Universidad concebida por él en la placidez de la campiña francesa. Era una idea que no servía para hacer dinero, pero “pretendía, mediante la aplicación del modelo norteamericano, reorientar y modernizar la actividad universitaria en el país”1; esa idea terminó simbolizando el inicio de la transición de nuestra sociedad del centenarismo a la modernidad en una capital aún estremecida por la violenta reacción del pueblo al asesinato de un caudillo populista en el que al cabo de mucho tiempo por fin se reconocía. Al sacar adelante esa idea, Mario desplegó el “don de aproximación directa que lo lleva a no ver los obstáculos para sus propósitos más brillantes”2 que vio en él Alberto Lleras.

Mientras promovía la Universidad en estos altos riscos, reclutaba apoyo y hasta daba clases, Mario seguía cultivando inquietudes en medio de tensiones entre la formación científica y el talante conservador. Él compartía la defensa del catolicismo planteada por don Nicolás frente a la incomprensiva crítica positivista que desposeía a la religión de todo sentido porque sus creencias se sustraían a toda verificación. A la fe liberal en el progreso cientifista contraponía, por otra parte, una clara conciencia de la importancia de las estructuras políticas y de la reflexión teórica sobre ellas. Estos intereses sensibilizaron a Mario a las graves carencias que en materia de ciencias humanas y de humanidades se palpaban en nuestro medio en un momento en el que las esperanzas se fincaban en las ciencias exactas y, más que en ellas, en la importación de técnicas. Él buscó entonces apoyo en pensadores alemanes pero tropezó con la insatisfacción de leer traducciones que no entendía: había pues que buscar acceso directo a los textos y para ello aprender alemán, heroica decisión que tomó, según él mismo, a una para tal propósito ya avanzada edad.

Para Mario tuvo especial significación en aquel momento la venida a Colombia del célebre matemático John von Neumann, autor de importantes trabajos en torno a la fundamentación matemática de la física, cuya visita se logró por mediación y sugerencia de un primo suyo, el caricaturista Peter Aldor, quien ante la improbabilidad de que semejante personaje condescendiese a venir, sugirió invitarle sin más y decirle de entrada que no había con qué pagar su viaje. La estrategia dio espléndidos resultados. Von Neumann, cuya influencia es notable en la visión del mundo de Mario, fue quien le recomendó ir a vivir en una pequeña ciudad universitaria como Heidelberg y no en una metrópoli como Berlín o Hamburgo para aprender la lengua y familiarizarse con el mundo alemán.

Fue así como en 1956 viajó a Heidelberg. Allí nuestro querido común amigo Detlef Böckmann refiere gustosamente la anécdota de su asistencia en la estación ferroviaria a un singular extranjero que para darle propina al porteador de equipaje sacó de su bolsillo un voluminoso rollo de marcos atado con pita y cauchos. En el Instituto de Filosofía de Heidelberg dominaba la figura tutelar de Gadamer; Mario cursó allí cuatro semestres de filosofía en los que asistió a lecciones y seminarios de Dieter Henrich, el discípulo más destacado de Gadamer en aquel entonces. Henrich y Laserna se atrajeron mutuamente: Laserna, gracias al vasto saber especializado de su tutor descubrió finalmente a Kant, de quien sólo conocía versiones positivistas, al Kant con el que se mantenían en diálogo los filósofos alemanes al cabo de una tradición ininterrumpida de doscientos años de exégesis investigativa a partir de la aparición de la Crítica de la Razón Pura. A Henrich, por su parte, le ganó la insistencia en movilizar argumentos lógicos y matemáticos para leer a Kant del estudiante colombiano que con veinticinco años ya había fundado una Universidad (cosa inimaginable para un alemán) y ahora hacía un alto en sus estudios para regresar a su país a fundar un periódico, El Mercurio, dizque para menguar el trágico antagonismo entre los partidos tradicionales y hacerle campo a la discusión teórica de lo que es y debe ser el Estado.

Tras desempeñarse como rector de la Universidad Nacional de 1959 a 1961, cargo al que fue llamado por el entonces presidente Alberto Lleras, volvió Mario con su familia a Alemania. Al ser nombrado Henrich catedrático titular de filosofía en Berlín él fue a vivir también a la ciudad entonces partida y aislada por el muro y prosiguió sus estudios en la Universidad Libre en la cual se doctoró en marzo de 1963, siendo el primer colombiano en doctorarse en filosofía por una Universidad alemana.

Para Mario, graduarse fue cosa de principios; él quería mostrar que a Alemania no se iba impunemente en plan de turista intelectual, como muchos solían hacerlo, sino a merecer un título forjándose uno mismo una rigurosa formación en filosofía y compitiendo de igual a igual con los alemanes en tesis y en ideas. Recuerdo al respecto las palabras socarronas que para animarme a su manera me dijo cuando yo me encontraba dando las últimas puntadas a mi disertación doctoral: “no, no se esfuerce por terminar, para descrestar en Bogotá no se necesita tener doctorado alguno!”. Los tiempos por fortuna han cambiado.

Recordemos que Alemania por aquella época salía de un duro período de postguerra y de conversión a la democracia a la cual había sido esquiva la historia alemana; en la reducida actividad filosófica de ese interregno que va de 1945 a los comienzos de los años sesenta destacaron la repatriación y la reactivación de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno), las reflexiones de Karl Jaspers sobre el rumbo de la nueva República Federal, la rehabilitación de Heidegger como crítico de la técnica por parte de la izquierda francesa y la aparición de Verdad y Método de Gadamer.

Al irse afianzando la República Federal en el milagro de su reconstrucción económica asistida por los Estados Unidos se inicia apenas hacia 1960 su apertura intelectual al mundo y como parte de ella la fuerte asimilación de la filosofía anglosajona a manos de una generación de jóvenes inconformes como Habermas. De ahí que en los semestres de filosofía en Heidelberg y Berlín pudiera Mario constatar que en las universidades alemanas aún no era grande el interés por lo que había estudiado en los Estados Unidos, razón por la cual se empeñó en mostrar a profesores y estudiantes alemanes la importancia de las matemáticas, de la lógica y de la filosofía analítica para poder entender a cabalidad a Kant y a la modernidad. Fue así como la tesis doctoral Lógica de clases y la división formal de la ciencia buscó con ayuda de Russell, Carnap, Wittgenstein, Tarski y ante todo de Frege, demostrar la unidad de la lógica en medio de sus aplicaciones para legitimar la comprensión kantiana de la geometría. Mario enriqueció con elementos que en últimas provenían del positivismo vienés la interpretación de Kant que hacía su tutor doctoral Henrich, reconocida autoridad en materias del idealismo alemán, del cual fue su primer doctorando. Se trataba como decía Mario de confrontar a Kant con Carnap, algo de lo que a su vez no se tenía noticia en Columbia University! La tesis de Laserna fue novedosa sin duda teniendo en cuenta que la versión analítica de Kant, que se hará fuerte poco más tarde a partir de Strawson, no gozaba aún de difusión en Alemania.

Para la lectura que hace Mario de Kant es determinante el que la pregunta acerca de lo que hace posible a la ciencia físicomatemática encuentre en la geometría la ilustración de su respuesta. ¿Por qué? Porque el hecho de que los objetos geométricos surjan a raíz de su definición en la mente sin necesidad de haber sido previamente percibidos por los sentidos desvirtúa el dogma empirista de que no hay nada en la mente que no provenga de impresiones sensoriales. El lenguaje de la geometría es por tanto mucho más amplio que el lenguaje del realismo empírico, ya que acoge todos los predicados que la mente puede producir sin tomarlos de objeto alguno de percepción, aunque apunten eso sí a una posible ejemplificación en objetos sensoriales; tenemos así por fin un lenguaje capaz de anticipar todos los fenómenos de la naturaleza.

La revolución copernicana de Kant se convirtió para Mario en la clave para entender a la modernidad y a su ciencia. A ella le ha dedicado sus energías intelectuales desde entonces. Para él la filosofía moderna gira en torno a la creatividad de la mente que inventa lo que investiga. Esta nueva concepción de la creatividad de la mente humana, según su lectura, está presente ya en la filosofía racionalista del siglo XVII que hace posible el despegue de la nueva ciencia, concepción que él analiza en textos de Hobbes, Bacon, Descartes y Galileo desde la perspectiva kantiana para refutar la versión que de aquella hizo la teoría de la ciencia dominante hasta hace pocos decenios bajo la influencia del positivismo lógico, según la cual también en el conocimiento científico la mente juega el papel meramente pasivo de registrar en el lenguaje los aportes de la percepción sensorial. No. La revolución científica del siglo XVII posibilitó el cúmulo de logros científicos que aún estaban por venir al reivindicar para la mente la capacidad de construir conjuntos de predicados a manera de relaciones funcionales aplicables a la realidad, sin que el significado de estos constructos se origine en experiencias perceptivas. La gran revolución que hace posible a la ciencia consiste en últimas en la inversión del orden secuencial de la tradición realista: ahora el elemento conceptual presente en el lenguaje precede como constructo mental al objeto sensorial.
Mario profundizó en la obra de Frege, quien se movió siempre en el ámbito de los significados dados en el lenguaje cognoscitivo sin preguntar acerca de lo que los hacía posibles, razón por la cual no llegó a la noción de conceptos por construcción. Hilbert, por el contrario, centrado en lo puramente lógico y en la libre constructibilidad de los conceptos geométricos dejó de lado la relación de estos conceptos con la sensibilidad. Kant resulta entonces mediador entre los dos con su atisbo en la referencia espacial incorporada de los conceptos que construye la mente.
Su intensa dedicación al giro filosófico que hizo posible a la ciencia moderna llevó a Mario a ocuparse también de la historia y de las ciencias sociales, a las que abordó desde la perspectiva de sus atisbos previos en la capacidad de la mente humana para producir constructos teóricos con los cuales ella transforma el mundo físico; justamente con base en estas transformaciones y distanciándose del mundo de la naturaleza el ser humano va creando o formando su propio universo simbólico y cultural, proceso en el cual genera historia. Aquí Mario tuvo muy presente el ejemplo del marxismo como constructo mental que determinó una configuración de la realidad con las vastas consecuencias que todos conocemos. Es de destacar el énfasis que puso Mario en la especificidad del saber de las ciencias sociales, en términos de la parcialidad que se da en la vinculación de ellas a situaciones temporales concretas en las que despliega su libertad creativa el ser humano.

Mario se dedicó con empeñó a exponer y someter a discusión sus ideas como conferencista y como participante en simposios y congresos internacionales. Su cruzada kantiana se vio, como no podía ser de otra manera, matizada de importantes actividades de orden diplomático y político: fue embajador en Francia en los años setenta y a fines de los ochenta embajador en Austria. Llegó hasta ser senador por el M19 en fecha reciente. En medio de tantos frentes su trayectoria filosófica alcanzó el punto más alto con el nombramiento como profesor de universidades europeas y ante todo como profesor de ciencias políticas y filosofía en la Universidad de München en 1987, en la que figuró como colega del otrora director de su disertación doctoral.

La mirada retrospectiva a los ochenta años de su fecunda vida nos enseña hoy que la Universidad de los Andes y la interpretación de Kant son los dos edificios intelectuales, para valerme de palabras suyas a propósito de la obra de don Nicolás, que Mario ha construido con base en la paciencia, el trabajo y el talento, construcciones con las que él ha querido darle sentido a su existencia y que van más allá del simple gozar de la vida.

Con la Universidad, Mario les sigue enseñando firme constancia a generaciones vacilantes que viven cambiando de rumbo con las modas, interés en las ideas que pueden moldear la realidad a quienes sólo aceptan como motor de la sociedad al egoísmo posesivo, valor y decisión a quienes nada arriesgan y sólo dudan.
Con su Kant conformó Mario un esquema interpretativo que le permitió comprender a las ciencias naturales y a las ciencias sociales, restituyéndoles al mismo tiempo el carácter creativo que habían perdido en la lectura empirista. De nuevo son las ideas las que rigen el mundo pero no desde la distancia platónica sino como anticipaciones o constructos experimentables y aplicables a la realidad.

Mario, sin embargo, jamás se ha limitado a las ideas. Su vida extraordinaria se ha visto siempre matizada de actividades importantes muy diversas en el mundo real que van desde la diplomacia al periodismo, desde la ganadería mansa y brava y la tauromaquia hasta el ejercicio político público, y este a su vez en amplia franja variopinta que se extiende desde el ospinismo hasta el anapismo pasando por el consentimiento complaciente de la página editorial de El Tiempo. Detrás de todo esto está el imperativo de usar los privilegios para crear. En todos los órdenes. El saberse parte de una clase dirigente que tiene que estar presente en todos los órdenes de la vida de una sociedad, incluyendo al de la cultura, magro en dividendos pero rico en elementos para comprenderse a sí mismo y para comprender la realidad en que vivimos.
La abundancia de talentos ha llevado a Mario a probarse con exigencias extremas del lado teórico y del lado práctico y a buscar continuamente un equilibrio entre los dos y una especie de tranquilización moral en la armonización de diferentes energías. El sabe de la suerte y la ha hecho suya. No ha temido los riesgos que han estado en su camino y los ha enfrentado sabiendo del fracaso posible y sabiéndose siempre en manos de una alta Providencia. De todo ello sabemos por su humor que alecciona ironizando.
Mario Laserna ha hecho filosofía para satisfacer una necesidad personal; se ha dedicado a ella al margen de la gremialidad académica para mantener su libertad. Y al dedicarse a ella desde una vida que entreteje teoría y práctica ha hecho verdad la apreciación de Waismann: “una filosofía está ahí para vivirla. Lo que se queda en las palabras muere, lo que cristaliza en hechos vive”.

(*) Texto publicado originalmente en Nota Uniandina 

Por Carlos B. Gutiérrez, profesor Uniandes

 

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