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Brigitte: todo un barón… Von Humboldt

La Directora del Instituto Humboldt prepara un inventario ecológico nacional en el que cabrá toda nuestra riqueza natural. Una biodiversidad que la incluye a ella. ¿O a él?

Gustavo Gómez
14 de agosto de 2011 - 09:00 p. m.

La primera vez que la doctora Brigitte compró un brasier no tenía tetas. Ni era mujer, ni firmaba Brigitte, ni estaba casada con otra mujer. Se llamaba Luis Guillermo, era un adolescente y fue a un almacén Tía para comprarse un brasier que, le dijo a la vendedora, era para su hermana. A Luis Guillermo lo estafaron: le vendieron uno con dos copas derechas que no pudo devolver, sobre todo, porque no sabía cómo reclamar sin tener senos para sostenerse en la molestia por el sostén defectuoso. Por esos días, la hoy directora del Instituto Humboldt tomaba pastillas anticonceptivas, creyéndose el mito barato de que ayudaban a moldear físicamente esa feminidad que ya había despertado en su cabeza

La historia de la doctora Brigitte es más sencilla de lo que parece: un hombre y una mujer, atrapados en un cuerpo de hombre, van a la universidad bogotana de los jesuitas a estudiar biología; toman hormonas, flirtean con el bisturí, se afeitan las piernas y se tiñen el pelo convenientemente crecido. Así nace Brigitte Luis Guillermo Baptiste, un ser tan cálido como la novia de cualquiera y con una voz tan gruesa como la del esposo de cualquiera. “Nunca he querido educar la voz, como hacen otros transgeneristas”, dice mientras almuerza en un restaurante en cuya mesa de la derecha hay dos hombres y, en la de la izquierda, cuatro mujeres. ¿En cuál se sentiría más cómoda? “En donde haya mejor charla”, asegura, mientras apura un plato de pescado.

“Nemo, el pececito de la película de Pixar es transexual”. La doctora Brigitte, la bióloga, explica que, dependiendo de las necesidades del arrecife, el pez payaso cambia de género como ella lo hizo. Pero una cosa es el arrecife y otra la ley colombiana.

En su cabeza es mujer (también hombre), pero en su cédula no. Para ser declarada legalmente mujer debe pasar por el visto bueno de Medicina Legal, una humillación a la que no piensa someterse: “Los criterios de género no pueden ser veterinarios. Uno no es hombre o mujer porque tenga más o menos tubería”. Si fuera mujer, en términos legales, se jubilaría unos años antes, pero no hay afán: está feliz dirigiendo el Humboldt. Tiene por delante la tarea de elaborar una especie de inventario ecológico nacional, con los sitios que, aparte de los parques, requieren de manejo especial. Debe entregarlo en noviembre, pues antes no habrá, ella lo sabe, escisión del Ministerio de Ambiente, Desarrollo y Vivienda.

Busto 36, forrada en ropa comprada en San Andresito de San José, con tacones de 12 centímetros y cartera en mano, sale para una cita odontológica. La lleva Jorgito, su conductor de toda la vida, una de esas personas que se resisten a decirle doctora al doctor: “Lo conocí hombre y no me acostumbro a las faldas”. Su odontólogo, Ernesto Rodríguez, tampoco la ve muy femenina, pero le reconoce que, en el espacio de su cerebro donde no hay lucha de géneros, funciona una efectiva sinapsis: “Es profunda hasta para las caries”. Le advierte que no se salvará de un tratamiento de conductos y la despacha, nerviosa, para el Humboldt.

“En el instituto somos leales al espíritu de Humboldt. Él era todo un barón: el barón Alexander von Humboldt. Y era, por supuesto, gay”. Lo explica con gracia, recordando que fue esa situación la que precisamente alejó al alemán de Francisco José de Caldas, quien no soportaba tales apetencias sexuales. La doctora Brigitte trabaja rodeada de mujeres, así que se siente como en casa, donde comparte techo con Adriana, su esposa, y con sus hijas de 10 y 7 años, Candelaria y Juana Pasión. Justo en el corazón de su hogar está la respuesta a una pregunta delicada… ¿usted es gay?: “Supongo que sí; vivo con otra mujer”. Además de probablemente gay, la doctora Brigitte es gnóstica, pésima bailarina, adora los escotes y las uñas postizas largas, aborrece el cadáver ecológico que es Mondoñedo y ama el río Inírida, tiene un ojo picho, cuida a un gato que se llama Galileo, admira al procurador Ordóñez (sabiendo que no es bien correspondida), no entiende de fútbol pero lo pone “para que las niñas vean algo normal”, dice tener mejores piernas que su mujer y le desea a Mockus —que la decepcionó— todo el fracaso del mundo.

“Algunos expertos me dicen que estoy muy confundida. Es posible, pero me da una mamera enorme pensar que estoy ‘enferma’”. La vida es más sencilla cuando la biodiversidad parte de uno mismo: se pueden usar los baños públicos de hombres y mujeres, se cuenta con la locuacidad femenina y la suficiencia masculina; en la calle se reciben piropos de los obreros y solidaridad de las mujeres y, como pronto hará la doctora Brigitte, hay posibilidad de llevar una anaconda tatuada del tobillo derecho hasta el hombro sin que nadie diga que es más estrafalaria que quien la exhibe en la piel. Me lo cuenta llegando a su casa. Nos despedimos en la puerta. Estoy tentado a pedirle que me deje entrar, me presente a la familia y hasta me permita unas fotos con la otra señora de casa. Pero hay un límite para todo y un hombre tiene derecho a la privacidad de su hogar. Sobre todo si el hombre es una mujer.

Por Gustavo Gómez

 

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