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La Madre Laura, en sus palabras

‘Mi vida’ se llama el libro que publica Cuéllar Editores, basado en la autobiografía de Laura Montoya Upegui, la primera colombiana que desde hoy hace parte del santoral de la iglesia católica y cuya faceta literaria es la más desconocida.

Redacción Vivir
11 de mayo de 2013 - 09:51 p. m.
La monja Laura Montoya Upegui (Jericó, Antioquia,1874; Medellín, 1949).  / EFE
La monja Laura Montoya Upegui (Jericó, Antioquia,1874; Medellín, 1949). / EFE

“Cuando ya grandecita le pregunté (a mi madre) donde vivía Clímaco Uribe, ese señor que amábamos y que yo creía miembro de la familia, por quien rezábamos cada día, me contestó: ‘Ése fue el que mató a su padre; debe amarlo porque es preciso amar a los enemigos porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir’. Con tales lecciones era imposible que, corriendo el tiempo, no amara yo a los que me han hecho mal”.

“Si nos enseñaban algo, era para que fuéramos buenas esposas y madres. ¡Qué manía tan marcada, en aquel medio de mi niñez! ¡Irremediablemente me tenía que casar, como irremediablemente me tenía que morir! Esto era quizás lo que hacía mayor mi vergüenza para manifestar mi deseo de hacerme religiosa”.

“Vivía en casa de un tío cuya esposa rehusaba tenerme en su casa pues tenía muchos hijos. Un día me mandó a llevar una prenda de vestir, a uno de ellos que estaba en su departamento separado. El joven primo, al verme con él sola, me dijo una palabra inconveniente y trató de cogerme. Yo como un tigre, aunque comprendía poco lo que me decía, me lancé sobre él y le asenté un fuerte puñetazo, arañándolo en la cara, indignado salió e hizo todo el escándalo posible, haciéndose víctima de mi rabia y fingiéndose el hombre más inofensivo del mundo. Con menos hubiera tenido la tía para arrojarme de la casa. Me notificó que debía desocupar aquel mismo día. Desde entonces me propuse ser santa, y grande santa, y pronto”.

“Mis clases sobre todo las de religión, eran hasta elocuentes. Las discípulas no oponían resistencia y cada vez mostraban más adhesión a su maestra, con tal confianza que llegaron a tenerme más que a sus mismas madres, cosa que naturalmente producía celos en ellas”.

“El 8 de septiembre de 1910, día de la natividad de María, escribí carta para el presidente de la República, pidiéndole apoyo para emprender la obra de los indígenas y el 24, día de las Mercedes, recibí contestación favorable”.

“Los caballeros y señoras de Frontino nos visitaron y todos se reían del proyecto, cual si se tratara de aventuras de Julio Verne”.

“Salimos de Uramita tan contentas como si fuéramos a Roma. Dabeiba había sido nuestro delirio; bien sabían ellas que era como la encarnación de mi sueño… Ana Saldarriaga vio dos enormes culebras y no avisó porque iba a caballo y si hablaba la tumbaba la mula. Eso no tiene nada de difícil porque sí eran abundantísimas las serpientes en aquel sitio”.

“Decir que el local tenía cien avisperos es muy poco. Los murciélagos, grandes como vampiros, habían hecho de aquella casa su guarida, dándole un olor nauseabundo; ¡pero nada nos importaba! ¡Estábamos en Dabeiba!”.

“Ese mismo día dejamos a un lado nuestros títulos de señoritas. Hicimos el convenio de llamarnos hermanas, para asegurar mejor el respeto. Inmediatamente después que propuse a las compañeras esto del nombre, me contestaron que me llamarían Madre”.

“Mi autoridad no fue blanda, fue tan enérgica como lo que necesitaba el compromiso que con Dios y con los hombres teníamos, aparte del supremo dolor de las almas. Comprendí muy claro que de las energías y abnegación de las primeras, dependía el éxito de la empresa y el probarle al mundo que la obra era posible, en manos de mujeres”.

“Como para todo y en todo he de decir la verdad, confieso también que jamás estudié lo que iba a enseñarles, sino que le daba rienda suelta a mi corazón y abría los labios, con las frases que él me dictaba”.

“La amargura de ver a Dios desconocido, la calumnia y la persecución, unidas a la incomprendida de todos, hicieron de mi vida un noviciado para lo que iba a emprender, por la infinita condescendencia de ¡mi Dios!”.

“No tardó el indígena Juan de Jesús en volver, me dijo:

-Yo quiere pa preguntar ¿vos a qué viniendo aquí?

-A enseñar a los indígenas la ley de Dios.

-¿Ese vos solo u otro mandó? ¿Mandó gobierno?

-No, le contesté, gobierno no mandó. Dios sí mandó.

-¿Onde topates Dios?

-En Medellín, le dije.

-Indígena no atiende (aprende). Libre sí atiene, porque es alma (es decir, porque tiene alma).

-Indígena también tiene alma, le repliqué.

-Vos no sabe, indígena no es alma. Tenés que ir vos otra vez tu tierra porque indígena no gusta vos”.

“No carecían de razón, siempre habían sido tratados como mulas y hostilizados como animales peligrosos y estas creencias tenían siglos, durante los cuales habían visto, por experiencia, lo inferior de su condición. Todo, unido al recuerdo de las inauditas crueldades de los tiempos de la conquista, que estaban incrustadas en sus almas, indeleblemente y unidas a atracciones fantásticas y terribles, hacían que nuestra conducta, se les volviera algo así como el preludio de la última destrucción de su raza. ¡Ay! Pobrecitos. Sin nociones de caridad, ni de nada digno, ¡cómo no habían de desconfiar!”.

“Al viaje siguiente, me encontraba grupos de gentes que salían llorando a darnos los agradecimientos porque los había curado de viejas enfermedades y me referían de otros que habían recibido la misma gracia, agregando que esos remedios eran muy buenos. En caso desesperante de una enfermedad penosa, el remedio fueron dos huevos crudos. Me vi en el caso de recetar eso, porque tuve miedo de recetar yerbas a enfermedad tan desconocida”.

“Llegué, desmonté rodeada de todos los que esperaban. Entré y no quise imponerme de la enfermedad, porque tenía afán de llegar antes de la noche a Rioverde. Le puse la mano en el estómago, a la vez que le aconsejaba la resignación en sus dolores. Entonces sentí, que el contacto con la mano había cur4ado a la enferma. No sin impresión, me retiré y para disimular un poco la cosa, quise recetarle algo; más, como no vi allí yerbas, pues todo estaba limpio, no se me ocurrió sino decirles que le dieran caldo de un venado que entraban en ese momento muerto”.

“Todo lo malo que aquí se encuentre, quítenlo, y crean que eso es lo de mi cosecha; y lo bueno, lo de luces y gracias de Dios, eso es de Él y me lo ha dado para mis hijas y para los pobres salvajes. De mis pecados que aquí quedan consignados, pido a Dios no permita que escandalicen…”.

Por Redacción Vivir

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