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Bogotá, la impermeable

Una reflexión sobre lo que significa haber pasado del lago inmenso que cubría la Sabana de Bogotá a una ciudad encementada y asfaltada. ¿Podría el POT preservar los aislamientos y permitir que el suelo poroso cumpla su función?

Mauricio Pinilla A*
20 de agosto de 2020 - 10:52 p. m.
El exceso de cemento y asfalto y la falta de espacios verdes impiden que las aguas fluyan de manera adecuada en Bogotá.
El exceso de cemento y asfalto y la falta de espacios verdes impiden que las aguas fluyan de manera adecuada en Bogotá.

Durante buena parte del Pleistoceno, las aguas cubrieron totalmente la Sabana de Bogotá [Van der Hammen, Thomas. La Sabana de Bogotá y su lago en el pleniglacial medio. Revista Caldasia. Vol. XV. Universidad Nacional de Colombia. 1986]. Modificaciones climáticas y largos procesos erosivos propiciaron el desecamiento del lago, formándose el Salto de Tequendama, el curso serpenteante del río Bogotá, su valle aluvial y los humedales.

Comenzando el siglo XX, la Sabana seguía teniendo grandes extensiones lacustres. De ello dan testimonio nuestros pintores, cronistas e historiadores. Cordovez Moure relata cómo dejaron de usarse las balsas de juncos para salir de Bogotá hacia el occidente, a raíz de las calzadas que, para no zozobrar en las ciénagas, mandó construir un oidor para visitar a su amada, que vivía en Funza.

Hace apenas cien años, Bogotá era una aldea aislada del mundo. El recorrido desde el río Magdalena, única ruta de conexión con el mar, se hacía en mula. Los viajeros entraban a la Sabana por Mosquera. El historiador Mejía Pavony relata que, durante el siglo XIX, en temporadas de lluvias prolongadas, debía hacerse en barca el trayecto hasta San Victorino, la entrada occidental de la ciudad.

Esta sabana de agua, con algunas modificaciones, como la canalización hacia 1910 de los ríos San Francisco y San Agustín para transformarlos en alcantarillas, se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX.

En 1992, el doctor en ecología evolutiva Luis Miguel Renjifo estimó en 50.000 hectáreas el área de los humedales que existían en 1940 en nuestro entorno. ¡Hoy quedan menos de 700!

Los dibujos de Le Corbusier para Bogotá, elaborados a fines de esa década, demuestran el respeto del arquitecto suizo hacia la estructura hídrica de la Sabana. Antes, el urbanista austriaco Karl Brunner, director de la primera oficina de planificación de la capital, había proyectado parques a lo largo de los ríos que descienden de los cerros, construyendo con cuidadoso detalle los canales.

La llegada del automóvil

Al iniciarse el siglo XX, Bogotá aún no llegaba a los 100.000 habitantes. Fue entonces cuando irrumpieron los automotores. Nadie imaginó, a la llegada del primero, en 1903, importado por Ernesto Duperly, cuánta influencia iba a tener su reproducción en la forma de la ciudad del siglo XX. Para su circulación, el permeable empedrado original de las calles fue sustituido por pavimento impermeable, especializando un espacio que hasta entonces había sido democráticamente compartido por semovientes y transeúntes. Calle a calle y carrera a carrera, grandes extensiones de suelo dejaron de absorber la lluvia.

La Plaza de Bolívar, núcleo de encuentro ciudadano desde la fundación, cedió buena parte de su superficie al estacionamiento de los automotores, que llegaban nimbados con el prestigio del progreso.

La adecuada absorción de las aguas lluvias depende en gran medida del suelo poroso; en algunas zonas estas se filtran y contribuyen a los acuíferos. Sin embargo, la pavimentación generalizada suprime estos saludables procesos y concentra las aguas en las tuberías de desagüe, conduciéndolas velozmente y en volúmenes enormes al río Bogotá.

Con el tiempo, los automotores empezaron a determinar la expansión de la ciudad. Para la Conferencia Panamericana se construyó la Avenida de las Américas, que comunicaba al aeródromo de Techo con el centro de la ciudad. Aunque inicialmente concebida como vía-parque, su trazado afectó los humedales de la zona y encauzó el crecimiento urbano hacia el suroccidente. Terminaron damnificados los humedales de Techo, El Burro y La Vaca, hoy prácticamente desaparecidos.

La segunda mitad del siglo XX

La violencia, el desmesurado centralismo político y económico y la conversión del suelo urbano en mercancía aceleraron la expansión de Bogotá. Comenzaba un incremento radical de población. Coincidiendo con ello, el respeto al papel estructurador de la hidrografía desapareció de los criterios de los planificadores. La dependencia cultural de Norteamérica dio primacía a los planes viales.

En los años cincuenta, se construyó el actual aeropuerto, colindando con los meandros del río Bogotá. La avenida que lo comunicó con el Centro Internacional borró del mapa la quebrada de San Diego. Tampoco se vio inconveniente en construir la autopista del norte sobre los humedales de Torca y Guaymaral. A comienzos de la siguiente década, se incluyó en el plan vial una avenida circunvalar que conectara el suroccidente y el nororiente del país sin atravesar la ciudad. De construirse esta vía, hoy bautizada como ALO, se segmentarían gravemente los humedales de La Conejera y Juan Amarillo, se cortaría la boca de alimentación del de Jaboque y se eliminaría al ya muy maltrecho humedal de Capellanía.

Las últimas cuatro décadas del siglo XX fueron tiempo perdido para reflexionar sobre el transporte colectivo, dejando en manos de los propietarios de los buses un monopolio que acarreó un grave deterioro del espacio público.

Entretanto, el parque automotor siguió creciendo.

La expansión de la ciudad continuó trazándose sobre las quebradas y riachuelos. Aunque se decidiera dejar abiertos los cauces y se separaran las aguas negras de las lluvias, las obras se enfocaron exclusivamente en la eficiencia del flujo del agua y los vehículos. Los riachuelos sinuosos fueron rectificados y se cubrieron de concreto, eliminando la vida natural que solían albergar.

Hacia el sur, el río Tunjuelo fue literalmente despedazado por las cementeras. Para explotar las gravas de aluvión acumuladas en su lecho durante milenios, han excavado enormes cráteres y desviado el curso de las aguas, construyendo un paisaje postapocalíptico, ladinamente oculto tras taludes artificiales.

Más recientemente, sobre la quebrada Las Delicias, que baja de los cerros entre rocas, se construyó un complejo y poco útil viaducto, ahogándola hasta sepultarla al entrar a Chapinero Alto, donde se transforma en alcantarilla.

Mientras la urbanización se expandía velozmente hacia el río Bogotá, la burocracia de la planificación contribuyó a agravar la situación ambiental. Los automóviles, para los cuales había sido pensado el trazado urbano, demandaban estacionamientos. Para crearlos, surgieron decretos que autorizaron la pavimentación de los antejardines y se permitió extender los sótanos hasta ocupar los jardines interiores. Se sumó así a la impermeabilización del suelo la erradicación de la vegetación y el destierro de aves e insectos, afectando gravemente los procesos de polinización y dispersión de semillas del territorio.

Luego autorizaron extender los sótanos hasta ocupar casi completamente los antejardines. Con estas medidas llegaron las rampas, muchas de las cuales se extendieron hasta cortar la continuidad de los andenes, sin escrúpulos de los constructores ni reacción de las autoridades.

Paralelamente, gran cantidad de predios, muchos con edificaciones de valor patrimonial, fueron demolidos para albergar parqueaderos, multiplicando el área impermeabilizada. El daño causado a la estructura ecológica fue inmenso.

El nuevo siglo

Al iniciarse el siglo XXI, las cosas mejoraron. Surgió el primer sistema de transporte masivo y el concepto de estructura ecológica entró a formar parte fundamental del POT. La bicicleta se convirtió en un componente importante de la movilidad y se defendió el espacio público, prohibiendo el parqueo sobre los andenes, que empezaron a construirse a partir de una cartilla en cuyas prescripciones se incluyó la vegetación nativa. Las rondas de los afluentes del río Bogotá se transformaron en parques lineales.

Esta nueva mirada sobre la ciudad estuvo centrada en el espacio colectivo, pero olvidó el sencillo aporte que la propiedad privada podía hacer a la conservación de la estructura ecológica. Si se redujera la ocupación desmedida generada por las normas urbanísticas y se exigiera que la superficie de antejardines y jardines interiores continuara siendo verde, el impacto de las lluvias sobre el valle aluvial del río Bogotá sería menos dañino.

Considérese un cálculo grueso. Un aguacero fuerte y no muy prolongado puede acumular unos 20 mm de agua por cada metro cuadrado. Representa esta cantidad 200 metros cúbicos por hectárea. La superficie de la ciudad supera las 34.000 hectáreas. Aventuremos, prudentemente, que un veinteavo de esta superficie corresponde a los centros de manzana, que eran espacios verdes y ahora están cubiertos de cemento o asfalto. Son 1.700 hectáreas, lo cual arroja un total de 340.000 metros cúbicos. Hoy, con la impermeabilización, todo ese volumen entra por sifones y sumideros al sistema de alcantarillado pluvial y en cuestión de minutos llega al río Bogotá, cuyo caudal se desborda. Los damnificados son muchos, como lo prueban experiencias sucesivas recientes.

Reflexiones para el POT

Al mirar una imagen satelital, Bogotá semeja una gran costra gris en medio de la Sabana y las montañas. Resulta evidente cuánto suelo ha sido impermeabilizado y no cuesta imaginar cuántas interrelaciones biológicas desaparecieron.

El contraste entre los predios pavimentados en su totalidad y los que aún conservan sus antejardines y jardines posteriores, hace visible cuánto patrimonio ambiental se ha perdido.

Promoviendo en el POT la preservación de aislamientos posteriores y anteriores, el suelo poroso absorbería parte del agua y los árboles capturarían entre sus hojas otra buena proporción para dejarla caer lentamente tras cesar la lluvia, reduciendo considerablemente la carga pluvial.

Los centros de manzana se transformarían en vergeles que sustituyan el desapacible paisaje de automóviles y desordenados tejados que hoy prolifera. La propiedad raíz adquiriría mayor valor.

El nuevo POT podría generar estímulos como la concesión de un piso adicional de altura a los desarrollos que preserven el área verde.

Otros estímulos podrían estar encaminados a conservar la vegetación que aún queda en las manzanas y a la recuperación de las áreas perdidas, reduciendo el estrato y la carga impositiva a los predios que asuman esa iniciativa.

Un censo con tomas satelitales permitiría verificar la conservación de la vegetación.

¿Cuánto ahorraría la ciudad al disminuir las inundaciones?

¿Cuánto ganaría en limpieza nuestro aire al aumentar el arbolado?

¿No seríamos más felices con la compañía de las aves en cada manzana?

¿No disfrutarían nuevamente los niños al trepar al mundo sublime de sus ramas?

Bogotá merece espacio para pensar generosamente. ¿Qué pasaría si la ALO se transformara en un gran parque longitudinal que enlazara los humedales con la reserva van der Hammen, estuviera poblado de servicios culturales y deportivos y al que recorriera un sistema de transporte por cable que comunicara las rutas de Transmilenio en Suba, la 80, la 26 y el ferrocarril de la calle 22?

Al fin y al cabo, existimos habitando el espacio [Besse, Jean Marc. Habitar. Bogotá: Luna Libros, Ediciones USTA, Editorial de la Universidad de Guadalajara.2019].

* Profesor Titular. Miembro del grupo de investigación Las formas de la producción en arquitectura.

** Las opiniones acá expresadas son personales y no comprometen a la Universidad de los Andes.

Por Mauricio Pinilla A*

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