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La calle a través de los ojos de quien la vive

Un recorrido por las ollas del centro con Álberto López, arquitecto y adicto. Cuenta las dinámicas y los móviles de la vida callejera y rememora desde asesinatos hasta momentos felices de 15 años de trasegar tras el bazuco.

Jaime Flórez Suárez
28 de agosto de 2016 - 02:00 a. m.
Alberto López, en el caño de la calle 6 con carrera 30. / Óscar Güesguán
Alberto López, en el caño de la calle 6 con carrera 30. / Óscar Güesguán

En 15 años habitando la calle aprendí a apreciar el color de Bogotá por las tardes, cuando el sol pega sobre los cerros, antes del ocaso. La ciudad se ve bellísima. En carro casi no se nota. La vida a pie es distinta”. Alberto López es de andar la calle, de vivirla y pensarla. Pero esta vez va en camioneta y sin la nube del bazuco revolcando su cabeza. Esta vez anda libre del “susto” y con sus pensamientos en orden.

Su misión: llevarnos por una ruta que él trazó entre las ollas más duras del centro para mostrarnos la ciudad con sus ojos, los de un habitante de calle. Él es uno particular: arquitecto de la Universidad Nacional, lector consumado y titiritero. Un tipo de mirada auténtica.

Primera estación

Arrancamos temprano, en el centro de acogida del Distrito donde vive desde que la Policía y la Fiscalía levantaron el Bronx. Ese día, el 28 de mayo pasado, también fue el último en que López se fumó una bicha. Ahí se acabó la larga fiesta, como dice, y comenzó la resaca. La calle 35 con carrera 10 está llena de habitantes de calle que recién salen de los albergues donde pasan la noche, comen y se bañan. La cuadra es de ellos y se siente que el centro también les pertenece, al menos en una de sus dimensiones.

La parada inicial es la carrilera, las antiguas vías del tren. Uno de los primeros lugares donde se vendió bazuco en la ciudad, que con los años, con la apertura de bodegas de mercancía y las acciones de la Policía dejó de ser un espacio de los habitantes de calle. Pero ellos recuerdan. Fue su lugar y hoy están volviendo, tras haber sido desalojados del Bronx. No sólo los mueve la droga, como parece cuando se les mira desde afuera. Eso es algo que se va revelando en el recorrido. La tradición también es una fuerza que marca el rumbo de sus pasos.

Le suena el celular, una “flecha”. Se le pinta una sonrisa infantil. Es su hija la que llama: vive en Estados Unidos, es doctora en economía. Han pasado años desde que se apartó de su familia, pero no los dejó del todo.

- El trabajo escaseaba porque yo generaba desconfianza, por verme tan delgado, tan vicioso, y un día mi mujer me dijo: “Alberto, en la casa no consumes más porque los niños están creciendo”. Fue cuando llegué por primera vez a una olla. Eso son espacios de tolerancia y de libertad… libertad para el vicio, no la libertad filosófica que todos añoramos. Allá no llega la Policía ni el juicio de la familia. Allá podía satisfacer mi hedonismo.

El Santa Fe y la subsistencia

En el camino, López suelta su conocimiento sobre la calle. La gente que iba llegando a la ciudad se asentó en estos sectores del centro, adonde llegaban los buses cuando no había terminal, a mediados del siglo pasado. Eran desplazados, desempleados. Y la calle era la opción. En esa época la gente veía al “gamín” casi con ternura. Eran famosos “el bobo del tranvía”, “la loca Margarita” y” el acordeonero ciego de la séptima”.

El centro está lleno de lugares que les facilitan la vida a los habitantes de calle. Esa es otra fuerza que impulsa su permanencia en esa zona. Allí están las recicladoras, las comunidades religiosas caritativas y hasta los restaurantes que, después de las 4:00 p.m, por costumbre y desde hace décadas, reparten platos de sopa.

Pasamos por la Caracas con calle 25, sitio de afluencia. Hay unos 20 habitantes de calle hacia las 9:00 a.m, pero se suelen agrupar hasta 200. La razón: ahí llegan miembros de una comunidad religiosa a repartir sopa antes del mediodía. Una parada para un par de fotos y se acerca una mujer a medio vestir y demacrada: “Tan bonita esa cámara”, dice, y la agarra. Se acercan algunos más. “No se asuste porque nos le tiramos”, amenaza uno. Se cierran las puertas de la van y arranca el motor.

Ahora al Santa Fe. Las prostitutas a esa fría hora ya ocupan las puertas de cada local, con las tetas al aire, mallas en vez de blusas y faldas ceñidas. Los taxis parqueados, los conductores buscando placer. Los habitantes de calle están como en casa. En el sector los ponen a hacer mandados, a lavar las calles. Trabajan con las prostitutas para llevar a los “giles”, dice López, a los “poco avispados” que se dejan sacar plata. En las bodegas de frutas ya están acabando la jornada que arrancó a la madrugada. Lo que les sobra a los comerciantes termina siendo el desayuno de algunos habitantes de calle.

Después de la intervención del Bronx, las ollas de la zona ganaron fuerza, pese a que la droga allí es más cara. La bicha de bazuco vale $3.000, en el Bronx era a $1.200. En el sector también hay muchos “camarotes”, como se conocen las residencias para habitantes de calle. La noche vale $2.000 y hasta $4.000 si incluye un tinto matutino.

-En los camarotes hay un ácaro, se llama la caranga. Es el peor monstruo de la calle. No pica sino que muerde. Se reproduce rápidamente, infesta y sobrevive a la lavada de la ropa.

La Favorita

La Favorita fue la primera olla de López. Allá llegaba con un médico y un ingeniero a consumir bazuco. Se consiguieron una habitación y hasta la entapetaron. El “palacio” les duró hasta que los atracaron “porque nos veían grasosos”. Pero ese trío era considerado “buena clientela” y los encargados de la olla mataron a uno de los ladrones. Ya “con un muerto de por medio” en esa plaza, López decidió irse para el Bronx. “Me disculparás que te lo cuente así en estas palabras, pero lo hago porque soy un estoico: el Bronx me gustó porque allá había rumba y muchachas”, dice.

La Favorita suele ser un escondite adonde va el habitante de calle luego de robar. El ladrón llega con la Policía siguiéndole el rastro y de paso calienta la olla. En el sector, la plaza más famosa es La Panadería, que se impuso a plomo sobre dos expendederos antiguos: El Árabe y La Picasso. La van se mete por los recovecos y las callejuelas del sector. La mirada de los campaneros se fija en el carro con algo de desinterés. Los jíbaros se camuflan entre los vendedores de fruta. Pasamos por Gavilán, una chatarrería famosa entre los habitantes de calle y recicladores porque “tiene una pesa muy buena y no roba”.

Una mujer camina exhausta. En su espalda raquítica carga un costal lleno de vidrio. “Todo ese vidrio tan pesado, ese esfuerzo tan mal pago”, dice López. A lo que más le gana un habitante de calle es al cobre rojo –al menos $8.000 por kilo-. También son buen negocio el cobre amarillo -el de los candados y algunas nomenclaturas-, y el aluminio.

El Bronx, las ruinas

Las tres cuadras de la desaparecida plaza están cerradas con vallas. La Policía no deja que López entre al sitio que alguna vez fue su mundo. Él lo observa desde afuera y rememora con un dejo nostálgico:

***

“En el Bronx viví momentos felices. Un día tenía mucha hambre y nada de plata y llegó un tipo con un pargo ahumado del hotel Tequendama. No sé si se lo robó o se lo regalaron. Me comí un plato de $200.000 en el Bronx.

Viví también instantes feos: los tiroteos entre Mosco y Homero (dos hermanos que se disputaron el control del microtráfico). Armaban la guerra con miniuzis en la olla. Vi asesinatos: un ñero durmiendo y otro llegó, le palpó el pecho y donde le sintió el corazón, ¡pum! Le enterró la puñalada. Una persona estaba jugando dados conmigo, le dijeron que subiera a una de las casas de tortura y nunca lo volví a ver. Dicen que lo picaron y que lo sacaron en bolsas de basura. Pero también había muchas fantasías, como que la sopa que daba el gancho Manguera cada viernes tenía sustancia de carne humana.

El Bronx era un espacio donde nadie juzgaba, ajeno a las miradas de la sociedad, pero donde había muchas cosas oscuras. En esencia, el lugar funcionaba con la lógica de mercado. Los pregoneros del gancho Manguera gritaban “Manguera con regalo”, para avisar que había promoción de bichas, y el gancho Mosco respondía haciendo lo mismo. La masa se movía de un gancho al otro.

Y apareció el negocio de las tragamonedas. En el Cartucho había, pero acá prosperó. Se les podía meter el mínimo: $50. Entonces uno siempre salía pelado del Bronx, sin una sola moneda porque hasta la última y más pequeña esperanza se la jugaba.

La toma del Bronx fue buenísima, lo digo como un amante del cine. Por la cuadra de las bodegas, donde suelen entrar camiones a descargar, llegaron unos pero llenos de policías. Todos pensaron que llevaban mercancía, pero cuando el Esmad apareció se bajaron los agentes. Después del operativo dije: ‘Ojalá la respuesta social sea tan limpia y eficaz como el operativo militar’, y no ha sido así”.

***

En el Bronx hoy se ve a los obreros del Distrito dándoles porra a los muros, demoliendo ese escenario del terror. Y en la altura se asoma, a lo lejos, la cúpula de la basílica del Voto Nacional. El contraste de esa postal tiene su encanto. Pocos se habrían podido fijar antes en ella cuando el humo cubría “La L”.

El Samber, vivo y caliente

Mientras el Bronx se viene abajo, la olla de San Bernardo, el Samber, está en auge. “Hay que tener cuidado. Allá están muy alerta”, advierte López. Pero antes pasamos por el Tercer Milenio, el antiguo Cartucho. Él observa el parque y recuerda cuando se sentaba en cualquier banca a pasar el “desenguayabe” entre lecturas. Se conseguía libros en la calle, a veces iba a la biblioteca Virgilio Barco. Desde pequeño leyó a los clásicos y se obsesionó con la literatura latinoamericana.

De repente cambia el tema. El San Bernardo también fue consecuencia del desalojo del Cartucho, cuenta. Era una olla paralela que incluso competía con el Bronx. Hubo guerra entre los capos de ambos sectores.

Llegamos al Samber, subimos por la calle 5. Las carreras 11 y 12 están llenas de cientos de habitantes de calle y jíbaros pregonando el vicio. En el fondo se ve pasar una moto policial. La van avanza despacio entre la calle atestada, al ritmo que le permiten los habitantes que rodean el carro y que con parsimonia despejan el camino.

Entendemos que pecamos de inocentes al meternos allí, pero ni López se esperaba encontrar el San Bernardo así de “bronxeado”. “Está caliente y vivo el Samber”, dice. La humarada cubre las calles. Es fácil hacerse a la idea de que ese será el reemplazo de la olla intervenida. Al fin salimos, aliviados. “Al menos ven el letrero de El Espectador en la van y saben que no somos del DAS”, dice.

La última parada

Arrancamos hacia la carrera 30 con 6, donde hace más de una semana se concentraron casi 400 habitantes de calle. Una situación que generó protestas de los vecinos del sector. En el camino, por una callejuela, un trancón tremendo. En medio del delirio, un habitante de calle está organizando el tráfico. En pleno cruce, entre los carros, decide con criterio nebuloso a quién darle paso.

Llegamos al último destino, sobre el que se concentra la polémica por estos días. López dice que es un lugar tradicional para ellos porque siempre fue un paso obligado hacia el Samber o el Bronx. La escena impresiona. Una mujer que camina paralelamente al hilo de agua del canal nos mira agresiva. Los funcionarios de la Secretaría de Integración Social que atienden a los habitantes de calle nos abordan con temor. Cuentan que a un reportero le quitaron la cámara, se la tiraron al caño e intentaron apuñalarlo.

Uno de los vecinos se queja de la inseguridad que generó el desembarque de esa población: “Lo mejor es que metan a los que están muy mal en un horno o que los lleven a la isla Gorgona para que allá se maten entre ellos”. El fantasma de los escuadrones de la muerte se siente vivo en ese tipo de comentarios.

“En otras ocasiones pasar por las ollas me ponía débil. Pero mi autoestima ahora está bien porque me siento tenido en cuenta”. López está citado la semana entrante para hablar en el Concejo y en el Congreso, para ser la voz de quienes habitan la calle en un debate al que también está convocado el alcalde Enrique Peñalosa, para discutir el problema social que se armó con su éxodo por la ciudad. Concluye: “Me doy cuenta de que me maltraté mucho, que fue una fiesta muy larga, que perdí muchas cosas. Aprendí que el mundo es ancho y ajeno”, dice con un aire de sabio, forjado entre libros, tal vez, pero sobre todo en la dureza de la calle.

Por Jaime Flórez Suárez

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