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Cuando Bogotá explotó

'Casi nunca es tarde' es un retrato sobre la Colombia de los años 90, narrado a través de los ciudadanos del común.

Fernando Araújo Vélez
08 de septiembre de 2013 - 09:00 p. m.
Correa, autor de los libros ‘Todo pasa pronto’ y ‘El barro y el silencio’, es columnista literario de El Espectador y editor de Arcadia. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Correa, autor de los libros ‘Todo pasa pronto’ y ‘El barro y el silencio’, es columnista literario de El Espectador y editor de Arcadia. / Gustavo Torrijos - El Espectador

Entonces, Bogotá era una ciudad a punto de explotar, y a veces explotaba. Explotaba en una acera por una ingenua bolsa de papel a la que un transeúnte pateaba. Explotaba en una tienda por un petardo abandonado. Explotaba en los centros comerciales, en las avenidas, en los puentes, en la fila para entrar al cine, en los mercados, en los aviones y en las centrales de inteligencia. Entonces, Bogotá explotaba todos los días y a todas horas, y explotaban sus habitantes, medrosos, paranoicos, inseguros, confusos. Hombres, mujeres, niños y ancianos que podían encontrar la muerte en cualquier esquina, simplemente porque por encima de ellos reventaba y reventaba una guerra de poderes, de dineros, una guerra que los destrozaba porque a nadie le importaban. Una guerra inminente en la que las víctimas eran todos. Y fueron todos.

Ellos y él, Juan David Correa, fueron algunas de esas víctimas, víctimas y sospechosos a la vez, y un número nada más. Un número para amedrentar al enemigo, un número para reducirlo, para decirle “matamos a 200, a 2.000, usted verá”. Entonces, Bogotá explotó. A él jamás se le pudo olvidar aquella explosión, que era la suma de mil explosiones más, ni la voz de un locutor que retomó luego en su novela Casi nunca es tarde, y quien sobre el humo decía: “Una bomba acaba de explotar en las inmediaciones de la Central de Inteligencia Nacional, aún no se conoce el número de muertos ni de heridos, pero el edificio principal ha quedado en ruinas. Al menos cinco barrios a la redonda han sufrido daños por la explosión ocurrida tan sólo hace unos minutos, repetimos, frente a la Central de Inteligencia”.

Jamás olvidó. No podía olvidar. “Creyó que era un trueno —escribió al final de su libro, refiriéndose a Juan, uno de los protagonistas de la novela—. Uno de esos estruendos que con frecuencia rompían el cielo de la ciudad precedidos de una luz eléctrica (…). Se puso de pie y salió al corredor, repitiendo como una máquina las palabras ‘qué pasó, y ahora qué pasó’. Tenía la idea fija de un rayo que había caído sobre la ciudad con tal fuerza que había estado a punto de desaparecerla. Sin embargo, Amanda lo sacó de su repetición diciéndole: ‘Pusieron una bomba, es otra maldita bomba’”. Otra bomba, sí. Una más. Correa tuvo que vivirlas, convivirlas. Tuvo que preguntar decenas de veces, como Juan, “qué pasó, y ahora qué pasó”. Tuvo que repetir y maldecir, sí, “y ahora qué pasó”.

Por esa pregunta, de alguna manera, comenzó a escribir, a contar su versión de los hechos, a relatar la vida simple de la gente simple que no salía en los periódicos y los noticieros sino como un número, como él, o como un testimonio desgarrado de sangre, de muerte y dolor. Gente como uno, se habrá dicho. La clase media colombiana padecida, amedrentada, sin mucho futuro, abandonada. Juan, y su madre Amanda, y unos detectives desechados por el gran sistema de inteligencia, y un periodista a quien no le quedó más alternativa que venderse... ellos eran la clase media aterrorizada que tenía que seguir con la vida, con su vida. Ellos debían enfrentar las explosiones con una madre enferma, con un perro a punto de morir, una esposa deseada y deseable y tal vez infiel, o el fantasma de un padre desaparecido.

“La literatura parte de uno, pero luego se escapa con sus voces, sus historias y personajes”, diría veintitantos años después de la explosión. Casi nunca es tarde se le escapó por momentos. Por eso tuvo que escribirla y volverla a escribir. Cambió el tono, retocó algunos personajes. Huyó de sí mismo por momentos y se reencontró luego. Buscó a Osvaldo Soriano y a Rubem Fonseca, dos de sus más importantes referentes, e indagó qué había tras esa línea imaginaria de la literatura popular en la que los críticos los habían ubicado. Luego los soltó para que sus tonos no lo atraparan. Y volvió a escribir, con esa obligación de tener que escribir “porque los cierres apremian”, la cual aprendió durante sus cuatro años como periodista, con la pantalla enfrente, hubiera o no inspiración.

“Nunca me interesó ser un escritor, sino escribir”, decía entonces y diría siempre, y recordaba sus años en la universidad, cuando se reunía con Andrés Felipe Solano y entre cervezas y cigarrillos soñaban con ganarse la vida algún día escribiendo, nada más que eso, nada menos. Contaba historias, definía personajes, profundizaba con ellos y se aliaba con ellos. Y los revolcaba y los salvaba y explotaba con ellos, como la Bogotá de su adolescencia. “No sabía por qué insensata razón, tras dos intensos meses de carteo, terminó llegando a Bogotá, una ciudad que, como ahora y siempre, era el peor lugar del mundo para vivir”, escribió sobre Amanda, una mujer enrevesada que había “desistido de la terapia tras convencerse de que su vida no merecía tenderse sobre un diván para solucionar, entre otros, la ausencia materna, la tensa y estricta relación con un padre, para quien lo más importante en la vida era ser alguien a través del conocimiento y no del afecto”.

Amanda se había casado para no estar sola. Y por un hombre al que creía amar, sacrificó su vida en París, sus ilusiones, algunos amigos. Cambió un futuro por otro. Tuvo con Samuel, aquel hombre, un hijo al que bautizó Juan. Un día, sin embargo, a Samuel se lo llevaron y nunca volvió a aparecer. Amanda se quedó con su hijo y con una infinita serie de preguntas sobre ella, sobre la vida, su ciudad, su país, la muerte, el sexo, los hombres y las mujeres. Amanda era cientos de mujeres, cientos de colombianas que eligieron a un hombre porque la sociedad las llevó a elegir a un hombre, y un matrimonio, hijos, seguridad, tradición. Juan fue el heredero de sus frustraciones, y tuvo que vivir con el dolor de haber perdido a su padre. Por eso, porque la vida lo acuchilló, nada más que por eso, fue el principal sospechoso de un crimen.

“Hasta que el muro se cayó”, como escribió Correa por allá en el año 2000 en una de sus crónicas en El Espectador sobre el final de San Victorino (“¿Dónde están los latones?”). El muro se cayó, sí. El muro fue la barrera entre las acusaciones y la verdad, porque en la Bogotá y la Colombia de aquellos años 80 y 90, siempre había que señalar a un culpable, sin importar si lo era o no. Los culpables eran trofeos para los políticos y los militares, y la gente como uno les creía. Juan fue acusado por el hecho de haber sido un muchacho rebelde que buscaba olvidar entre trago y trago, en medio de estridentes acordes. Esas eran las pruebas en su contra. Sin embargo, olvidar era su objetivo, aunque no fuera consciente de ello. Olvidar. Por eso era sospechoso. Lo fue hasta que el muro se cayó. Sin embargo, entre las ruinas del muro y las que dejaban las bombas casi todos los días, quedaron dispersas sus pocas certezas. Nunca nadie sabrá hasta qué punto le afectaron aquel muro, las mentiras, las bombas. Nunca nadie sabrá hasta qué punto Colombia se transformó por lo que ocurrió en aquellos años.

Por Fernando Araújo Vélez

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