El mito del Chorro de Quevedo

La historia de cómo una suposición, vinculada a un falso histórico de hace menos de medio siglo, creó un mito sobre el lugar de la Fundación de Bogotá en el que hoy se cree a fuerza de tanto repetirlo.

Felipe Arias Escobar
07 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
 La plazuela del Chorro de Quevedo es hoy unos de los hitos del Centro Histórico de Bogotá.  / Archivo
La plazuela del Chorro de Quevedo es hoy unos de los hitos del Centro Histórico de Bogotá. / Archivo
Foto: EL ESPECTADOR

La plazuela del Chorro de Quevedo es hoy unos de los hitos del Centro Histórico de Bogotá. Bajo la idea de que La Candelaria conserva las historias, la arquitectura y el diseño urbanístico de los siglos coloniales, se erige sobre la calle 13 con carrera Segunda un espacio más que ideal para narrar esa memoria: una pila de agua como las que se levantaban antes del acueducto moderno, frente a una capilla de paredes blancas, campanario colonial y veleta de hierro, todo un paisaje que remite a otros tiempos. Y qué mejor utilidad histórica, además, que declarar el valor de este espacio con una condición contundente: allí se fundó Santafé de Bogotá el 6 de agosto de 1538. (Vea también: Una fundación en contravía)

Sin embargo, una mirada juiciosa a la historia de este lugar y al nacimiento físico y jurídico de Bogotá nos invita a revisar esa idea, más allá de que sea repetida a diario en guías turísticas e incluso en una placa que se erige sobre uno de los costados de la plazuela. Digámoslo de una vez: no existe ninguna evidencia arqueológica o escrita que indique que Bogotá hubiese sido fundada allí, es más, el Chorro de Quevedo ni siquiera fue un espacio relevante durante los tres siglos que siguieron a la conquista española del “Valle de los Alcázares” (Vea también: El mito del Chorro de Quevedo).

Cuando sí hay certezas sobre la historia de este lugar, ya estamos en la República: en 1832 un agustino de apellido Quevedo promovió la construcción de una fuente para el creciente número de vecinos que entonces ensanchaban el límite oriental de la ciudad. Sin embargo, su importancia debió ser mínima, pues no aparece en el plano que en 1852 hiciera Agustín Codazzi ni en la completa guía de Bogotá que elaboró en 1890 Manuel María Paz, donde se hace una lista de todas las pilas que abastecían de agua a los capitalinos.

La relevancia de este lugar apenas se dio en el tardío 1969, cuando el Distrito intervino el terreno con la construcción de una pequeña plaza –inexistente hasta entonces–, la recreación de la vieja fuente de piedra y el diseño de la capilla de San Miguel del Príncipe, una obra de “estilo colonial” supuestamente inspirada en El Humilladero, la humilde ermita que levantaron los conquistadores sobre el actual Parque Santander.

Ahora, ¿por qué se terminó afirmando que Bogotá se fundó en un lugar irrelevante en la Colonia, apenas mencionado en el siglo XIX y que apenas cobra importancia como espacio público en la segunda mitad del siglo XX? Partamos de una base histórica: el nacimiento de Bogotá es hoy un hecho confuso del cual hay diferentes versiones sobre la fecha y lugar en la cual efectivamente ocurrió. Tal parece que el 6 de agosto de 1538 no hubo formalmente la fundación de una ciudad, ni en el sentido físico (trazado de calles, repartición de lotes y erección de edificios) ni en el jurídico (nombramiento de cura, alcalde y cabildo).

Lo que hizo ese día la hueste de Gonzalo Jiménez de Quesada fue la posesión formal del territorio recién conquistado a nombre del Emperador Carlos V, un acto que implicaba el levantamiento de un caserío lo suficientemente seguro donde los españoles pudieran abastecerse, observar el territorio y repeler los ataques de los indígenas a los que estaban combatiendo con ayuda de los caciques de Suba y Chía. Ese mismo día o muy poco después, se afirmó ideológicamente la invasión de Occidente con la celebración de una misa. Con ese acto terminaba una expedición de dos años que partió de Santa Marta, atravesó el valle del Magdalena y encontró en el altiplano una sociedad jerárquica de agricultores conocida hoy como los muiscas y que, según los delirios del nacionalismo moderno, conformaban un poderoso imperio o por lo menos una federación de estados tribales.

En cuanto a Santafé de Bogotá, esta vio la luz ocho meses después, el 27 de abril de 1539. Ese día se trazaron las calles de la ciudad y se repartieron lotes entre los lugartenientes de la hueste de Quesada, junto con los miembros de las expediciones de Nicolás de Federmán y Sebastián de Belalcázar que acababan de llegar y decidieron radicarse en la región. También fue necesario el establecimiento de un centro de poder en la Plaza Mayor, alrededor de la cual se levantarían sus instituciones: un templo cristiano –elevado a catedral en 1564–, una sede del Cabildo, un despacho para los alcaldes y desde 1550, cuando la ciudad se erigió como capital del Nuevo Reino, una casa para los oidores de la Real Audiencia. Los actos de esa “segunda fundación”, debieron efectuarse en el centro físico y político de aquel trazado, la actual Plaza de Bolívar.

Ahora, la distancia entre fechas y usos del espacio entre el 6 de agosto y el 27 de abril ha hecho suponer que el caserío primigenio no estaba dentro del primer perímetro urbano de la ciudad, esto es, cinco filas de manzanas entre los ríos San Francisco y San Agustín –lo que hoy va de la calle Sexta a la Avenida Jiménez entre las carreras Quinta y Décima–. No hay ningún registro escrito que indique la ubicación o la existencia de aquel asentamiento, por lo que todas las tesis que se han expuesto han sido interpretaciones de historiadores modernos a las crónicas de los siglos XVI y XVII. El primer testimonio fue del franciscano Pedro de Aguado, quien en 1581 escribió que los conquistadores eligieron un sitio llamado Teusacá para asentarse, por ser “el lugar más corroborado y fortalecido para la defensa”, ya que lo rodeaban cerros, ríos y quebradas, además de tener suministros de tierras fértiles, leña y agua. Eso significa que en cualquier punto de la actual localidad de La Candelaria, o muy cerca de allí, pudo ubicarse Teusacá o, como lo rebautizaron los españoles, Teusaquillo.

Uno de los primeros en proponer una ubicación del viejo Teusaquillo fue el geógrafo Francisco Javier Vergara y Velasco, quien en 1905 planteó un punto entre el extremo sur de la Plaza de Bolívar y el río San Agustín, o tal vez un poco más al occidente, donde este unía sus aguas a las del San Francisco. Otra propuesta viene de Alberto Corradine, quien llevó el caserío al límite sur de la ciudad, en lo que poco después formaría la parroquia de Santa Bárbara. También está el aporte de Julián Vargas Lesmes, pionero de la historia social de Bogotá, quien asoció la celebración de la primera misa con la temprana construcción de la ermita del Humilladero, por lo que concluyó que Teusaquillo quedaba en el actual Parque Santander. En favor de la tesis de que estos bohíos quedaron por fuera de la ciudad, están los aportes de Juan Rodríguez Freyle y el propio Aguado, quienes afirmaron que el caserío no fue levantado por los españoles, sino que este ya existía como uno más de los cercados que el cacique de Bogotá tenía esparcidos por la Sabana. Es decir, que si bien ya había un asentamiento previo, el reparto de los terrenos de la nueva ciudad debía disponerse según normas para las cuales la arquitectura indígena resultaba ajena.

En esa idea también se amparó Carlos Martínez, quien a los anteriores testimonios agrega la descripción de Lucas Fernández de Piedrahíta. Este cronista escribió que Santafé tenía dos arrabales indígenas en 1676: Pueblo Viejo, en algún lugar de las faldas de Guadalupe, y Pueblo Nuevo, al oriente del sector de Las Nieves. Martínez concluyó que por su nombre y por la posibilidad de que los bohíos sobrevivieran a la fundación de 1539, Teusaquillo era el mismo Pueblo Viejo y si este seguía en pie a finales del siglo XVII, podía localizarse hacia el nororiente, a orillas del río San Francisco, donde habría resistido la expansión de la ciudad. Cerca de allí queda hoy el Chorro de Quevedo, como también muchas otras calles, casas y edificios que, sin embargo, no tienen el estatus de espacio público que le permitió a esta plazuela institucionalizarse como atracción turística. La suposición era cómoda y era cuestión de tiempo que se repitiera en libros, artículos periodísticos, tareas escolares y la propia memoria oficial de la ciudad, hasta convertirse en una creencia casi irrefutable.

La idea fue reforzada desde los años 70 por el Distrito con una placa que tergiversa el relato colonial: En este lugar escogido según el cronista fray Pedro de Aguado como “el más corroborado y fortalecido” que formaba un caserío residencia temporal del Zipa, hizo don Gonzalo Ximénez de Quesada el 6 de agosto de 1538 la primera fundación de la ciudad de Santafé de Bogotá”, a pesar de que el franciscano no especifica dónde quedaba Teusacá y que jamás menciona que hubo un acto fundacional posterior. Para enriquecer más el mito, hoy incluso hay guías que le aseguran al turista que el café donde se fijó ese aviso es la única sobreviviente de las doce casitas que el conquistador andaluz mandó construir aquel día, según otro relato legendario.

En cualquier sitio de nuestro centro pudo haber quedado ese caserío perdido, pero pocos lugares fueron objeto de intervenciones del estado que les crearan un falso pasado “colonial” y que sirvieran a la abundante mitología que se ha forjado sobre la historia de la ciudad. Por mi parte, prefiero apreciar la vitalidad que hoy, en 2017, posee un lugar como el Chorro de Quevedo, gracias a la capacidad que han tenido los bogotanos de hacerlo relevante para su historia y su cultura, sin necesidad de imponerle tradiciones inventadas.

La recopilación más rigurosa de testimonios y teorías sobre la fundación de Bogotá se encuentra en el libro “La ciudad de los conquistadores”, de Germán Mejía Pavony. Este artículo no habría sido posible sin la lectura de esa investigación y en general del serio trabajo del profesor Mejía sobre la historia de la capital.

Por Felipe Arias Escobar

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