Palomo blanco: el superhéroe de la Séptima

Sin capa ni antifaz, este abuelo de 87 años, que tiene como única arma un bastón con luces, se enfrentó con los manifestantes que el pasado 25 de abril apedrearon a policías en la Plaza de Bolívar. No ha sido su única hazaña, pues en 1973 fue uno de los héroes tras el incendio del edificio de Avianca.

Manuela Valencia Gómez - @manuvalenciag (mvalencia@elespectador.com)
12 de mayo de 2019 - 02:00 a. m.
“El palomo blanco” baila todos los días sobre la carrera séptima, entre calles 19 y 23. / Fotos: Cristian Garavito
“El palomo blanco” baila todos los días sobre la carrera séptima, entre calles 19 y 23. / Fotos: Cristian Garavito

Entre el sinfín de artistas callejeros que se abren paso entre trabajadores, estudiantes y turistas por la carrera séptima, en el centro histórico de Bogotá, resaltan las luces de colores que adornan el bastón de un anciano de barba larga e impecable. Él, vestido de blanco, baila al ritmo del chachachá, el mambo, la guaracha, el pasillo y los boleros, a cambio de monedas que le permitan aportar en su casa.

Podría ser uno más si no fuera porque el pasado 25 de abril se convirtió en noticia luego de que, en un acto heroico, se enfrentara a los encapuchados que, en medio de la marcha contra el Plan Nacional de Desarrollo, pretendían no solo agredir a los policías, sino atacar con fuego la Catedral Primada, en la Plaza de Bolívar. Pero esta es apenas una de las tantas hazañas con las que se ganó su apodo: Palomo blanco, un promotor de paz al servicio de la capital.

Reinaldo Galvis Gutiérrez es un huilense de 87 años, que trabajó toda su vida para el Banco Central Hipotecario. Allí comenzó como guarda de seguridad, luego como asesor y, finalmente, como cajero. Desde ese momento su carácter y su sentido comunitario se destacaron, pues además de ser reconocido en su trabajo por los esfuerzos por servir a sus compañeros -recibió seis condecoraciones-, también protagonizó un intrépido acto que quedó marcado para siempre en la historia de la ciudad.

En la mañana del 23 de julio de 1973, el edificio de Avianca, en su momento uno de los más altos de Suramérica, se consumía por cuenta de un incendio que comenzó en las bodegas del lugar. La primera imagen de la conflagración la tuvo Reinaldo desde la ventana de su oficina, que quedaba en el edificio del frente. “Llamé a los bomberos para avisar de la emergencia, pero me fui para allá antes de que llegaran los helicópteros de rescate. El banco me había pagado unos cursos de primeros auxilios y de bombero, para aprender a manejar extintores. Entonces, con oxígeno y mangueras, corrí a sacar gente pasando entre las llamas. Dicen que saqué a 60 personas con ayuda de los celadores, pero tres se alcanzaron a lanzar del edificio, por el desespero”, contó.

Veinte días después de la tragedia, que acabó con la vida de cuatro personas y dejó 63 heridas, Avianca lo buscó para agradecerle y ofrecerle dinero por su valiosa ayuda. Sin embargo, no quiso recibirlo. “El banco ya paga mi sueldo y con eso tengo”, le respondió. Además, con el lema que tiene de vida, justificó su decisión de no acceder a algún tipo de beneficio por lo que hizo. “Nací para servir a la gente y me duele mucho cuando no puedo hacerlo. Para mí fue todo un gusto”.

Su acto de valentía no fue lo único que lo hizo merecedor de sus condecoraciones. Además, se ganó el cariño y respeto de sus compañeros, sobre todo cuando cuidó de manera especial de la salud de uno de ellos. “Tuve un compañero con el que no me llevaba bien. No soy monedita de oro para que todo el mundo me quiera, pero él sufrió un accidente y estaba en el hospital con platina en su pierna sin poder moverse. Cuando lo fui a visitar, él se hizo del cuerpo en la camilla y la enfermera estaba intentando limpiarlo. Cogí unos paños y me ofrecí a ayudar, y claro, me ensucié”.

Reinaldo cuenta con gracia, mostrando su sonrisa sin dientes que, aunque por mucho tiempo esto fue motivo de chistes entre compañeros, otros cuatro empleados que lo acompañaban difundieron su acción y la publicaron en el periódico del banco. Después de eso la institución le dio el título de “El buen amigo, empleado, el servicial e insobornable”, que mantuvo hasta que se pensionó de la entidad, en 1989.

Las acciones que han tocado el corazón de muchas personas no terminan allí. Aun a sus 87 años no teme salir lesionado por cumplir con su ley de vida de servir a los demás. Por ejemplo, hace siete meses fue quien rescató a un niño de dos años que cayó a una alcantarilla de casi dos metros de profundidad, en el centro de Bogotá. Y el pasado 25 de abril no le tembló la voz para gritarles a los encapuchados: “La Policía es humana y no duerme por cuidarnos a los civiles. Cómo se les ocurre a esos desadaptados atacarla. Paz, por favor”.

Durante el enfrentamiento se cayó de las escaleras de la catedral, lo que le provocó una leve lesión en su cadera, de la cual se está recuperando. Aun así dice que se siente afortunado de gozar de una buena salud, que le permite salir todos los días a trabajar para reunir el dinero que necesita para comprarle pañales a su esposa de 86 años. “A mí no me duele ni una muela, porque no tengo, gracias a Dios. Mi motivación es el cuidado de mi mujer y promover la paz y el amor que tanto necesita nuestra sociedad. Bogotá es maravillosa y lo único que deseo es que la gente, sobre todo los jóvenes, se den cuenta de eso, la cuiden y respeten a la autoridad, que tanto se esfuerza por vernos bien”.

Una vez más su lema de vida lo llevará a recibir una nueva condecoración, esta vez de la Policía Metropolitana de Bogotá, que reconocerá su valentía durante las manifestaciones. Esto no lo cambiará, pues él asegura que mientras Dios se lo permita, seguirá trabajando sobre la carrera séptima, a la espera de ayudar a quien lo necesite.

Por Manuela Valencia Gómez - @manuvalenciag (mvalencia@elespectador.com)

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