Si hay un problema con el que históricamente han tenido que lidiar los habitantes de las zonas rurales de Bogotá ha sido el del manejo de basuras. Ante la ausencia de un sistema de aseo estructurado de acuerdo a sus condiciones o de un relleno sanitario que cubriera sus necesidades, por años los pobladores tuvieron que ingeniárselas para resolver la urgencia, primero quemando o enterrando la basura y luego pagando a personas de la misma comunidad para que prestaran en camiones el servicio de recolección.
Las soluciones ideadas por los pobladores dejaron, con el tiempo, varios problemas. Aunque las quemas se acabaron hace ya más de una década, hoy más de 130 habitantes rurales enfrentan multas impuestas por la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR) por incurrir en dichas prácticas. Eso sin contar con que solo desde hace ocho meses se comenzó a implementar en estas zonas el esquema de aseo y además con tropiezos.
Magdalena Rivera, habitante de la vereda El Verjón Alto (localidad de Santa Fe), por ejemplo, tiene pendiente desde 2012 el pago de una multa de $15 millones con la CAR por contaminación del medio ambiente mediante la quema de basura, entre otras infracciones. De hecho se trata de un tema que ha sido motivo de discusión internacional desde 2001, con la firma por parte de 151 naciones del Convenio de Estocolmo para eliminar los contaminantes orgánicos persistentes.
Y en Colombia ha sido regulado con varias normas desde la década de los 80. Una de las leyes más significativas en esta materia fue la Ley 1259 de 2009, que creó el comparendo ambiental para quienes incurran en formas de contaminación, entre las cuales está, evidentemente, la quema de basuras.
Sin embargo, la transición en Colombia, sobre todo en zonas rurales, no ha sido fácil. En el caso de la periferia bogotana, el problema radicaba en que los camiones recolectores no llegaban hasta las zonas rurales. Cada comunidad, a su manera, se las ingenió. “Lo que se hizo fue contratar a un señor de acá de la misma comunidad, se le pagaba una tarifa y él hacía la recolección en la vereda para llevarla a Bogotá”, cuenta Magdalena.
No era una tarea sencilla. En El Verjón Alto las distancias son más grandes. Lejos de los estrechos barrios residenciales que se ubican en las áreas urbanas, aquí de una casa a otra puede haber varias “cuadras”. Denominarlas así, de hecho, sería un error, pues en realidad son zonas verdes en las que los frailejones son parte del panorama.
Allí las casas funcionan más como fincas y es usual que cada familia tenga cerdos, vacas o gallinas. Por eso muchos de los residuos orgánicos son reutilizados en esos terrenos. Lo demás se lo entregaban al señor que, en una camioneta y de manera rústica, lo trasladaba hasta Bogotá.
En otros sectores, como Sumapaz, la gestión vino desde la Alcaldía local que recogía la basura en los centros poblados de la localidad y en las fincas aledañas a la carretera con unas volquetas. Eran medidas parciales para un problema que venía en crecimiento. Sin embargo, la implementación de un nuevo sistema que articulara estas zonas con los centros urbanos de la capital aún se veía lejana.
De hecho, fue apenas hace ocho meses cuando por primera vez el sistema de recolección de basuras que opera en el resto de la ciudad abarcó las zonas rurales. Era una decisión que llegaba tarde. Y, como en otros sectores de Bogotá, su inicio fue estrellado.
En febrero de este año, con el inicio de la implementación del nuevo esquema de aseo a cargo de cinco operadores privados, a la ciudad le sobrevino una crisis. Pero el asunto en la ruralidad no se trataba del cambio en las frecuencias, en los horarios, en los recorridos. Era de mayor envergadura. Significaba transformar décadas de tradición para instaurar una cultura urbana en una zona de costumbres campesinas.
Tomás Mendoza, gerente del operador Promoambiental —que quedó a cargo de la recolección de basuras en las localidades de Usaquén, Chapinero, La Candelaria, Santa Fe, San Cristóbal, Usme y Sumapaz, es decir, con buena parte de la ruralidad de Bogotá—, señala que esas primeras resistencias estuvieron principalmente asociadas al cobro. “En un primer momento lo que se pensó fue ‘llegó el operador de ciudad, nos van a cobrar’”.
Para Mendoza, esas resistencias se han ido rompiendo con el paso de los meses. Y es que las comunidades se han organizado y han respondido a lo que para ellos, de una u otra forma, significaba un desafío. Debido a las distancias entre la vía principal y las viviendas de los pobladores, se acordaron puntos de acopio para la recolección.
Sin embargo, las preocupaciones aún persisten. Según relata Libia Villalba Ramírez, edilesa de la localidad de Sumapaz, su comunidad está a la espera de que se fije la tarifa por el servicio que hasta el momento no se ha establecido. Precisamente esa es una de las dificultades del sistema: en el ámbito rural no es clara la estratificación; por lo tanto, todavía no es posible definir los cobros. “Cuando Promoambiental empiece a generar esas facturaciones, la comunidad va a estar en desacuerdo porque han manifestado que el distrito es el que debe asumir esa responsabilidad, porque ellos están dentro de un ecosistema frágil y son los que lo están protegiendo”, señala la edilesa.
Si bien el sistema de recolección ha venido avanzando y superando las dificultades, los problemas para varias de estas comunidades que crecieron con la tradición de la quema y el enterramiento persisten. La multa por $15 millones que la CAR puso a Magdalena, quien hoy es la presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda El Verjón Alto y trabaja en la cafetería del colegio, es a todas luces impagable. Es una sumatoria de varias infracciones en relación con el manejo de residuos. Además de la quema, también fue sancionada, por ejemplo, por el manejo indebido de los residuos de las porquerizas (espacios donde se crían cerdos), muy comunes en su vereda.
Pero es una situación que refleja un panorama más amplio. Según datos de la CAR, en las zonas rurales de Bogotá, por prácticas como la quema de basuras a cielo abierto y el mal manejo de las porquerizas, se tiene registro de por lo menos 130 expedientes abiertos desde el año 2000. Algunas de esas multas pueden ser inferiores a $1 millón, pero otras pueden alcanzar los $5 millones. Y pueden ser mayores si, como en el caso de Magdalena, son sancionadas por varias infracciones distintas.
Según Laura Duque, directora regional de la entidad para Bogotá y La Calera, quienes fueron sancionados pueden llegar a un acuerdo de pago con la CAR para ir saldando la deuda. Pero en caso de que eso no sea posible, la situación puede escalar incluso hasta un embargo. Hoy Magdalena no sabe cómo va a pagar la sanción y de lo único que tiene certeza es que esa antigua forma de deshacerse de sus residuos quedó enterrada.