La plaza, epicentro de infinito movimiento

Un ejército de hombres y mujeres corren en direcciones opuestas. Instalan puestos de verduras, cargan cajas como si hicieran malabares, desgranan arvejas y parquean tractomulas…

Juan David Moreno Barreto
07 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
El trabajo en la plaza de mercado comienza en las últimas horas del día. / Mauricio Alvarado
El trabajo en la plaza de mercado comienza en las últimas horas del día. / Mauricio Alvarado

En las primeras horas de la madrugada, lejos de las luces del alba, estalla una vez más el movimiento. Cada segundo perdido es una moneda que puede quedar en el bolsillo ajeno. “Quítese, mamita, que no es hora para echar chisme”, grita un joven cotero que lleva a sus espaldas tres cajas de madera cargadas de maracuyá, guatilas y pepinos. La mujer, extraña en el lugar, se aparta hacia la entrada de la bodega 12, donde esperan cientos de vendedores de alimentos, bebidas y líchigo. A lo lejos parpadean las luces de la ciudad, que está envuelta en el sopor de la noche. (Vea: Corabastos, a un ritmo incansable)

El día apenas empieza en la central de abastecimiento más grande del país, Corabastos, a donde llegan más de 12.400 toneladas de alimentos que se distribuyen a un ritmo que parece una carrera contrarreloj. Entre la multitud de 6.500 comerciantes camina Próspero Pulido, quien pagó la universidad de dos de sus hijos y levantó su casa en Ciudad Kennedy a punta de platos de lechona. “Qué hubo, papi, ¿vamos a echarnos una?”, le dice a un vendedor de coliceros. Segundos después, tras saludar al menos a una decena de comerciantes, se para frente a su puesto y se desborda en prosa: explica cómo funciona la plaza, que conoce desde hace 45 años (Lea también: ¿Cómo suena Bogotá?).

Asegura que todos los días, salvo fechas especiales como el Viernes Santo o el 1º de enero, el trabajo es ininterrumpido, sobre todo en las noches. “Acá nadie se puede dar el lujo de llegar tarde, es decir, a las 3:00 o 4:00 a.m. El verdadero volteo empieza en las últimas horas del día”. En ese instante pasa un colega y lo saluda con un grito alegre. “¡Como él, que hasta ahora llega! Pero lo cierto es que aquí uno entra echándose la bendición”. Cada día es una oportunidad para sellar un negocio, para hacer nuevos clientes y para vender todo lo que tienen (Lea también: ¿A qué sabe Bogotá?).

Pero la bendición no es suficiente. Los coteros, o lazos, deben tener fuerza en la espalda o en las piernas. Y si no la tienen, al menos ímpetu para hacer los viajes del camión a la bodega y viceversa. Los negociantes deben ser hábiles para ofrecer productos a buenos precios y no perder utilidades. “Eso sí, el que no es honesto —por más plata o puestos que tenga— queda marcado en Corabastos, se riega la bola y todo el mundo se entera”, añade. Pero el que hace negocios “a lo legal y con ganas, seguro que sale adelante”. Así le sucedió a Libardo Largo, quien tiene un puesto en el que distribuye pepinos y calabacines. Sus padres eran comerciantes y llegó a Corabastos a los nueve años, creció con el movimiento y el tacto arrasador de la plaza de mercado. A los 15 empezó a cargar bultos y el sano juicio lo llevó a guardar dinero para conseguirse un puesto. Esa historia se replica sin cesar. “Acá el que no camella, pierde” (Lea también: ¿A qué huele Bogotá?). 

Duermen en el día, toman siestas de un par de horas y continúan con el trabajo. En la plaza hay hombres y mujeres hambrientos de tener dinero extra y la competencia no da tiempo ni para hablar. Patricia Parada lleva cinco años en la plaza con un puesto de tintos, en el mismo lugar en donde la mamá de Próspero Pulido pasó al menos cinco décadas vendiendo tintos, aromáticas y bocadillos. Ella no se queda atrás: trabaja toda la noche, descansa un rato mientras sus hijas vuelven del colegio, les prepara el almuerzo, les revisa las tareas y su jornada empieza de nuevo (Lea también: ¿Cómo se ve Bogotá?).

“De aquí yo saco para mi familia, para mi negocio y para mis vicios”, agrega Próspero, quien reconoce que muchos empleados tienen un mismo pecado: el trago. A las 3:00 a.m., algunos coteros se escapan para tomar una cerveza o un tinto (que en realidad son dos copas de aguardiente). Las mesas permanecen vacías durante la madrugada, pero cuando los camiones se empiezan a ir, el choque de las botellas empieza a sonar. 

Los horarios están trastocados, funcionan al revés: los trabajadores toman licor a primeras horas de la mañana, comen lechona en la madrugada (“Hacemos de cuenta que estamos en una fiesta”, dice un cliente), beben berraquillo, así no vayan a experimentar los trémulos roces del amor, y reposan en tractomulas mientras, a pocas cuadras, buses abarrotados de fuerza laboral parten hacia otros extremos de Bogotá.

Entre la muchedumbre camina Cristian Fabián López, el Ciego de Oro. Lo ven con un bastón, con sus ojos perdidos y un vaso metálico lleno de esferos. Recibe empujones, su oído le permite esquivar algunos canastos de verduras que se precipitan hacia él y no hay día en que no se gane un insulto por cuenta de quienes no saben que no puede ver. Suele andar con un parlante, porque con su canto (popular, norteña, ranchera, lo que pidan) embelesa a los trabajadores. También vende boletas para una rifa, cada una a $2.000. “Si no se la gana, cuando lo vea le devuelvo la plata”, dice con feliz ironía. De la plaza sale a llevar a su sobrino al colegio.

Con el amanecer llega el descanso. Una cotera, recia y musculosa escupe en el suelo con la satisfacción del deber cumplido. Llega el ocaso a Corabastos, el portal de oportunidades de pobres y ricos. Entre tanto, Bogotá despierta.

Por Juan David Moreno Barreto

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