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Las heridas del Sumapaz

El Espectador siguió, en el páramo más grande del mundo, las huellas de más de 50 años de violencia.

Laura Ardila Arrieta / Enviada Especial
30 de mayo de 2009 - 10:00 p. m.

Entonces los sueños eran sencillos. Ellos sólo pedían que los dejaran sembrar café libremente, construir trapiches cerca de sus viviendas —para extraer el jugo de los frutos del campo— y no tener que pagar alquiler por el pedazo de tierra trabajada. Pedían que los dejaran vivir en paz. Los señores feudales, sin embargo, se negaron sin clemencia a cambiar leyes que sentían naturales y que a su parecer existían desde la propia fundación del mundo. No quisieron modificar los reglamentos de aquellas extensas haciendas centenarias por brindar amparo a quienes las estaban levantando. La historia de siempre. Después vino la rebelión.

Al tiempo en que nacía el siglo pasado, un vigoroso movimiento agrario veía la luz, atizado por vientos de revolución que apenas empezaban a soplar, de la mano de miles de familias campesinas inconformes que se levantaron para exigir sus derechos. Sin armas ni ayuda estatal, en pleno corazón del país. En el páramo de Sumapaz, la región hídrica vital de Colombia, que abarca zonas de cuatro departamentos y combina todos los colores, sabores y texturas del suelo.

“Los grandes hacendados, muchos no conocen sus tierras o la totalidad de ellas, o no las trabajan, son otros los que se dedican a esas labores, mientras el propietario se enriquece con el fruto del esfuerzo ajeno”, resumió por aquel entonces la situación un joven abogado, fundador del periódico Claridad a fines de 1920.

Era un activista caldense, nacido en 1893 y amigo de Jorge Eliécer Gaitán, quien en cada uno de sus escritos y discursos públicos recogió las dignidades de la gente del páramo y trató de reivindicarlas, y cuyo nombre aún resuena con altura en la región: Erasmo Valencia, el líder campesino que, al organizar la Sociedad Agrícola del Sumapaz, convirtió en un interés nacional de los obreros colombianos el sencillo sueño de tener derecho a la tierra. Fue la primera semilla de las guerrillas.

En un principio era Juan de la Cruz

El puñado de uniformados del Comando Operativo de Acción Integral número 13 para el Sumapaz y la localidad 20 de Bogotá ultiman todos los detalles para un evento en la tarde. En el marco de una nueva política en la que el Ejército planea estrechar lazos con las comunidades, los hombres de las armas han decidido reunir a los niños del pueblo para realizar con ellos una jornada de gimnasia.

Por eso, a las 2:36 de la tarde del 29 de abril de 2009, un soldado limpia diligentemente el piso de la plaza principal con un trapero. Otros dos instalan una mínima carpa blanca en pleno centro del lugar, que servirá para ubicar un ruidoso equipo de sonido y un micrófono. Y otro más carga sin afán un balde con agua.

Ninguno mira la estatua que adorna el lugar. Un busto polvoriento que se levanta imponente ante el inclemente sol de esta hora en el páramo. “Juan de la Cruz Varela. 1902-1984”, se lee bajo la figura de un hombre de abundante cabello y orejas prominentes, que luce como si estuviera sonriendo. Más abajo de las letras, otra imagen: una campesina, con una espada al cinto, le da un beso al hijo que carga en los brazos.

Más tardecito, cuando los militares estén en todo su ajetreo con los pocos muchachos que atenderán la invitación a hacer ejercicio, parecerá que los ojos de la efigie realmente están mirando la escena, que ocurre en el poblado de Cabrera —bañado por el río que se llama igual al páramo, de cinco mil habitantes, a unas cinco horas de Bogotá—. Pero, de nuevo, ningún uniformado le prestará atención.

Unos por desconocimiento, otros por puro desprecio. Con razón, dirán, porque cuenta la historia que al morir Erasmo Valencia, en 1949, fue Juan de la Cruz el sucesor que recogió las banderas de la lucha obrera en el Sumapaz. Con una diferencia: su pelea incluyó levantarse en armas. Cobijado por el Partido Comunista, reunió a cientos de familias desde el pueblo de San Juan hacia el nevado. Comenzaban los años 50. Se trató de uno de los focos de resistencia que Álvaro Gómez Hurtado calificó, poco más de una década después, como “las repúblicas independientes”.


Cuando entregó sus armas al gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, en el 57, Varela se asentó definitivamente en Cabrera. Aquí despierta amores y odios. A veces, indiferencia. La estatua con la que se le hace homenaje es única en el país. Un líder guerrillero, en vez del acostumbrado Simón Bolívar, en un pueblo repleto de militares, pero con una tradición de izquierda tal que los “godos” se pueden contar con los dedos de una mano.

El Estado ataca

Los sumapaceños volvieron a saber lo que era el Estado a partir de 2002, cuando el presidente Álvaro Uribe llegó a la Casa de Nariño. Las Farc —que nacieron justo después del ataque del Ejército a la “república independiente” de Marquetalia, en 1964— se habían tomado varios pueblos en la década de los 90 y establecido en todo el páramo su corredor para transportar secuestrados, drogas y armas.

“Por mucho tiempo no supimos qué era un policía o un soldado... En 2001 llegó el Batallón de Alta Montaña... pero ese mismo año renunció el Concejo en pleno por amenazas... al año siguiente mataron al personero, José Joaquín García”, cuenta el representante del Ministerio Público en Cabrera, Julio César Flores, quien explica que cuando la Fuerza Pública volvió a la región, los uniformados pensaban “que aquí todos éramos guerrilleros”.

Dicen que en aquella época los militares intentaron tumbar la estatua de Juan de la Cruz Varela, pero por orden del Concejo Municipal tuvieron que volverla a instalar.

Al parecer hicieron más que eso. Habitantes como Enrique, un tendero de esquina, lo cuenta en voz baja: “Ha habido capturas ilegales... varios se quejaron un tiempo por ametrallamientos cerca de las casas... muchas amenazas de ellos hacia uno”. Y el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, en un informe, lo hace explícito: “Destrucción de escuelas y viviendas... retenciones ilegales de mercancías”.

Atropellos. Arbitrariedades, esta vez, del Estado, que a veces protege, a veces abusa. Mientras, la mayoría de habitantes del páramo más grande del mundo continúa soñando con que haya menos injusticia. Aunque el sueño ya no suene sencillo. Es la historia de siempre.

El ‘Negro Antonio’, un golpe certero

Sin duda alguna, los siete años de política de seguridad democrática del presidente Álvaro Uribe han diezmado de manera contundente a las Farc en todo el páramo de Sumapaz, región en la que fueron Dios y ley durante casi cinco décadas.

Uno de los golpes más certeros ocurrió en febrero pasado con la captura del Negro Antonio, un temible guerrillero que en los 90 coordinó más de cien secuestros en esa zona. Apenas un mes después, el Ejército dio de baja a Mariana Páez, jefa subversiva, en cercanías de San Juan de Sumapaz.

La mujer que amó Juan de la Cruz

“Conocí a Juan de la Cruz cuando yo tenía 20 años y él 48. Fue en vida de Erasmo Valencia. Yo vivía en San Juan de Sumapaz y hasta allá llegó él para impulsar la resistencia campesina. Me gustó porque era bueno. Cuando el Gobierno nos empezó a perseguir, fundamos la organización guerrillera. Esa lucha fue tremenda. Nos tocó partir con varias familias hacia el nevado. A fines de los 50 se acordó una amnistía con Rojas Pinilla. La entrega de armas se realizó en Cabrera. Después, Juan de la Cruz fue concejal de ese municipio, diputado a la Asamblea de Cundinamarca y representante a la Cámara en el 62. Murió en Bogotá en 1984, por achaques del corazón. Me quedé con mis dos hijos, hasta que me mataron a Ana Cornelia, mi hija mayor, que era secretaria de Gobierno”.

Por Laura Ardila Arrieta / Enviada Especial

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