Las rejas, apenas una parte del drama de los menores privados de la libertad en Bogotá

Por el aniversario 30 de la Convención sobre los Derechos del Niño, la organización Tierra de Hombres (TDH) les puso la lupa a los procesos con menores privados de la libertad.

Kelly Rodríguez / krodriguezd@elespectador.com
07 de noviembre de 2019 - 02:05 a. m.
Las rejas, apenas una parte del drama de los menores privados de la libertad en Bogotá

A Jairo, su abuela le contó que cuando él tenía un año (hoy tiene 19) su padre mató a su madre, tras enterarse de que le era infiel y tenía dos hijas más. Él relata este episodio con la mirada abajo y la inocencia de un niño que pareciera no darse cuenta de la dimensión de los hechos. Continúa la narración de la abuela y dice que para la época (2001) estaba “de moda” decapitar a las personas y dejar la cabeza en las iglesias. Por eso, lo único que pudieron enterrar de su progenitora fue eso, la cabeza.

Desde pequeño quedó a disposición de Bienestar Familiar. A sus siete años se enteró de la existencia de dos hermanas mayores, gracias a un tío que los reunió para cumplirle una promesa a su difunta madre. Fue adoptado y devuelto por tres familias, porque, según dice, “no me querían o no me aguantaban”. De hecho, sus apellidos (omitidos por solicitud suya) son los de sus primeros padres adoptivos.

A los diez años se vino con su tío a vivir a Bogotá. Entró a estudiar y a trabajar en el restaurante de su pariente. Parecía que al fin el sol brillaba para Jairo: tenía una familia, educación y comida. Pero el verano duró poco. “Era un niño. Le juro que era muy inocente. Mi prima tenía mi misma edad y empezamos a jugar al papá y a la mamá, pero mi tío nos pilló”, recuerda.

En su reacción, el hombre cogió a los dos pequeños a golpes. De repente, la niña gritó: “Mi primo me estaba violando”. Según el joven, lo hizo para que su papá no le pegara más, pero esas palabras dieron un vuelco a su vida. El tío se encegueció de ira y por poco lo tira desde un tercer piso. Le dio media hora para que se fuera de la casa. Esa noche, la primera de muchas en la calle, hizo lo único que un niño puede hacer en una situación así: llorar.

Durmió en la entrada de un edificio, de donde lo levantaron temprano a punta de agua fría. Una semana después ya le hacía honor a su tragedia: estaba sucio, flaco y durmiendo donde le cayera la noche. Un día, un amigo, ese que suele aparecer en este tipo de historias, le enseñó a “trabajar”. “Para mí eso fue como una bendición. Lo vi como una ayuda y empecé a robar”. Meses después, el homicidio de su mentor le sirvió de advertencia y se puso a vender películas, pero no le fue bien. Volvió a delinquir, con una ambición mayor y empezó a robar negocios y residencias.

En 2013 , con apenas trece años, viajó a Medellín con una reputación de malhechor. Buscó a su papá, se sentó a hablar con él sin decirle quién era, le hizo un par de preguntas y confirmó el relato de su abuela. “Eso me detonó todo el odio que tenía, porque si no hubiera sido por él, yo hubiera conocido el amor de una madre. Me enceguecí como mi tío y mi papá quedó ahí, tiradito en el piso”.

El 5 de diciembre de 2016 cayó por primera vez. La Policía lo atrapó en flagrancia, luego de hurtarle las pertenencias a un extranjero en Teusaquillo, y lo trasladaron esposado a un centro de retención. Volvió a reincidir siete meses después, mientras cumplía una sanción no privativa de la libertad, llamada “prestación de servicios a la comunidad”. Sus delitos le valieron dos años interno en un centro de atención especializada de Bogotá.

Hoy, casi un año después de recobrar su libertad, recibe apoyo de la organización Tierra de Hombres (TDH), que evaluó su caso y el de otros 273 niños y adolescentes privados de la libertad en el mundo, para dar una pequeña estucada a la situación de esta población, en cuanto a la garantía de sus derechos. Jairo aún no tiene trabajo, pero lo ilusiona lo cerca que está de culminar su bachillerato. Aunque vive con la lucha de no recaer, tiene la certeza de que esta vez hará las cosas bien.

¿Restauración?

Datos del ICBF muestran una disminución en la cantidad de menores en el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA), al pasar de 4.460 en 2016 a 1.746 en 2018. Sin embargo, no es claro si la reducción se debe “a una mejora de las condiciones sociales, a la aplicación de procedimientos distintos en el sistema o porque hay muchos casos y se aplica el principio de oportunidad”, dice Diana Herrera, jefa del proyecto de Justicia Juvenil Restaurativa de la fundación Tierra de Hombres.

Lo que sí sabe, tras analizar el caso de Jairo y el de otros jóvenes, es que hay fallas que se repiten en la aprehensión, retención, reeducación y libertad, que ponen en tela de juicio un sistema que debería ser mas restaurativo que punitivo.

Para comenzar, las estadísticas. En la capital, se tiene claro que el delito más cometido por los adolescentes es el hurto (46,2 %), seguido del tráfico de estupefacientes (13 %) y las lesiones personales (6,07 %). No obstante, la mayoría de las veces los esfuerzos se concentran en procesar a los menores y no en identificar las bandas que los instrumentalizan, aprovechando el trato diferencial que tienen ante la justicia.

Y cuando aprehenden a los menores, en muchos casos los esposan (pese a que lo prohíben los tratados internacionales), les retrasan el contacto con sus familiares o les dan poco tiempo con sus abogados de oficio (previo a las audiencias). “Los adolescentes están en desventaja, porque cuando se hace la legalización, el Policía puede justificar de cualquier forma el procedimiento. Hay un juego de poder subjetivo”, indicó Herrera.

Sobre los programas en los centros de reclusión, los reparos son más de fondo, pues, según la organización, poco están cumpliendo su principal objetivo: reintegrarlos a la sociedad. Bogotá es la única ciudad del país con cinco centros de atención para los niños, niñas y jóvenes en conflicto con la ley y cada uno maneja una dinámica propia para la restauración integral de chicos. Sin embargo, dos aspectos demostrarían las falencias de sus procesos.

Por un lado, muchas veces, en un paso tan fundamental como las actividades de reconciliación, los jóvenes no son sinceros y solo las hacen para quedar bien ante el educador y no perder beneficios. Por el otro, cuando quedan libres, no encuentra oportunidades laborales, por ejemplo, para retomar el rumbo. Si esto no se logra, según Herrera, “cualquier esfuerzo es inútil”.

Con ese panorama, sumado al déficit que enfrenta el SRPA de defensores públicos; la poca sensibilización de los funcionarios que “llegan al caso con el conocimiento, pero sin el espíritu”; la falta de oportunidades para los que quieren reintegrarse, como Jairo, y la ausencia de la reflexión de una sociedad que ve a estos jóvenes como un problema y no como producto de los errores de los adultos, los intentos por rescatarlos de las garras de la delincuencia seguirán siendo en vano.


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Por Kelly Rodríguez / krodriguezd@elespectador.com

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