Leguizamón sobrevivió al Bronx y al Cartucho

José Leguizamón es un araucano que duró casi tres décadas en las calles de la capital. Hoy trabaja por cumplir su sueño de ser cantante y tener una nueva vida.

Felipe García Altamar / fgarcia@elespectador.com / @FelipeAltamar
26 de marzo de 2019 - 02:00 a. m.
El hogar El camino, en Bogotá, no solo le da albergue a José Alexánder Leguizamón. Allí viven sus mejores amigos, quienes están terminando el proceso de desintoxicación. / Óscar Pérez
El hogar El camino, en Bogotá, no solo le da albergue a José Alexánder Leguizamón. Allí viven sus mejores amigos, quienes están terminando el proceso de desintoxicación. / Óscar Pérez

“El 28 de mayo, donde yo siempre habitaba / Camiones y policías, a la gente desplazaban / De Bogotá era el lugar donde la droga reinaba / Fue una fecha inesperada que el alcalde señaló / 2.500 agentes fueron a su intervención / Nadie pensó que ese día se acabaría el Bronx”.

Esta es la primera estrofa de la composición más preciada de José Alexánder Leguizamón Patiño, un araucano de 37 años que pasó 30 de ellos en las calles de Bogotá. La canción tiene ritmo de música popular y la escribió hace año y medio, cuando empezó su proceso de abandonar el foso de los vicios. Sus versos relatan cómo fue la cinematográfica intervención al Bronx, hace casi tres años, la cual vio de lejos, pues justo en ese momento apenas se dirigía a la calle más lúgubre e incoherente de la capital.

A unos metros de los edificios que acogen el poder del país, el Bronx fue por décadas la sede de crímenes tan inimaginables como invisibles para los transeúntes del centro de Bogotá. Que allí descuartizaron personas, que a muchos los desaparecieron en canecas de ácido, que molían los huesos de los muertos y con eso rendían la droga, y que había perros furiosos que mataban a los deudores y ladrones... todo es cierto, corrobora José.

La energía que se percibía en “La L”, como también se llamaba al Bronx, no era para todos. Por ejemplo, José no pasaba las noches allí, pues la atmósfera era tenebrosa, incluso para quienes estaban acostumbrados a dormir en medio de las gélidas madrugadas bogotanas. “Frecuentaba el Bronx, pero para comprar y consumir. No me gustaba quedarme. En la noche se sentía una energía fuerte, creo que de todos los difuntos que quedaron allá”, cuenta con cierta estupefacción. En su rostro es evidente que no le resulta fácil hablar del lugar que hoy reconoce como un infierno.

Pese a las cosas tan oscuras que presenció, nada era nuevo. Él fue testigo de hechos similares cuando concurría las calles del Cartucho, la sede del crimen antes del Bronx y que operó en lo que hoy es el Parque Tercer Milenio. El lugar, como el Bronx, era un terreno infranqueable para la Fuerza Pública y también fue el núcleo del mundo de los alucinógenos en la capital. “Allá se perdió mucho talento. Había poetas, médicos, escritores y abogados, pero se quedaron hundidos en la droga”.

Dejó de deambular por esa zona desde el 7 de agosto de 2002, el día en que las céntricas calles repletas de drogadictos, habitantes de calle y prostitutas ardieron por cuenta de los rockets lanzados para desestabilizar la ceremonia de posesión del presidente Álvaro Uribe. José recuerda que desde ese día empezó a sufrir un delirio de persecución. “Ese día estaba por la avenida Caracas cuando sentí el estruendo. Fue muy cruel, porque mató a muchas personas. Ese día me fui de allá. La droga cumple con su deber y sentía que me iban a matar o a hacer daño”.

Mucho antes del Cartucho, las calles del barrio 20 de Julio fueron su vivienda, sitio al que llegó tras abandonar su casa en Arauca, cansado de las borracheras de su padre y las golpizas a su madre. Ese fue su primer contacto con el bajo mundo, cuando tenía siete años. Sin embargo, dice que en realidad era “muy fácil” la subsistencia, porque se rebuscaba el dinero con un grupo de niños de las calles, conocidos como “gamines”, quienes al final del día tenían pesados los bolsillos por tantas monedas.

Toda esta etapa, acompañada por un tempranísimo debut en el mundo de las drogas, la resume José en otra de sus canciones: “Yo salí de mi casa un domingo, cuando estaban mis padres en misa / Por creerme de aquel mal amigo, salí a andar por ahí sin camisa / Sin saber qué sería de la suerte de mi padre y mi madre querida / Amiguitos, si oyen mis cantares, yo les doy un consejo sincero / No abandonen jamás a sus padres porque acaban como un limosnero / Estos son los consejos de un niño que ha sufrido lo peor de la vida / Mató una ilusión campesina y hoy mi sueño es volver al terruño y abrazar a mi madre querida”.

Desde que llegó a Bogotá José tuvo que aprender a hacer muchas cosas para las que nunca lo prepararon, como reciclar, robar, caminar con una carreta, escabullirse de los policías y eludir las miradas antipáticas de los transeúntes. Hoy siente vergüenza por haber robado (pese a que lo hizo unos años, hasta que empezó a imaginar que alguien más estaría atracando a sus familiares) o haber pasado tres meses sin bañarse. No obstante, siente que ahora es una persona nueva y por eso quiere culminar de forma exitosa el proceso de abandonar las calles.

Vida nueva

Un domingo, mismo día en que llegó a las calles, José supo que debía dejar atrás todo lo que pasó. Era cualquier noche de un fin de semana de 2017 y a la Plaza España llegó una camioneta repartiendo tamales, algo que ocurría de forma ocasional. “Pero ese día la comida estaba envenenada. Amanecieron muertos varios compañeros y a mí me llevaron al hospital San José, donde pasé cuatro días”, relata. Apenas dejó la habitación de la clínica, sintió que tenía una nueva oportunidad para vivir.

Fue así que decidió ir hasta uno de los centros de atención para habitantes de calle de la Secretaría de Integración Social. Llegó y estuvo solo ocho días en los que no consumió droga y volvió a las calles, pero los peligros le recordaron por qué quería salir de ese mundo. Se armó de valor, regresó y estuvo de forma gradual. Un día realizaron un filtro para quienes quisieran empezar un proceso más serio de nueve meses en otro centro. Él aceptó dar el gran paso.

Llegó al Hogar El Camino, desde donde contó parte de las anécdotas de su vida en las calles. Dio su relato después de cenar a sus 100 compañeros, en un salón adjunto del sitio donde reciben clases sobre oficios y talleres, para diseñar un nuevo proyecto de vida. “He hecho 11 cursos. Uno de manipulación de alimentos, mantenimiento de motos, ventas, instrumentos y otros. Guardaré todos los diplomas, porque son un logro para mí”, menciona.

En estos momentos José está a punto de cumplir los nueve meses en el centro de atención. Está trabajando como repartidor de publicidad y su hermano, dueño de dos taxis, le ofreció tomar clases de conducción para que trabaje con él. Sin embargo, aunque seguro tomará esa opción, no dejará de cultivar su sueño: convertirse en un cantante notable. José, quien tiene como ídolos a Vicente Fernández y Raúl Santi, dice que seguirá escribiendo letras para retratar todo lo que pasó en su vida. Hasta el momento tiene nueve canciones con letra y ritmo, y otras en el papel.

De hecho, José se veía emocionado, porque pronto se estrenará un video en Youtube con una versión de rap de su canción sobre el fin del Bronx. Ese día habrá una actividad con las familias y él está ultimando detalles: “Mamá, dígale a la madrina para que vengan. Es el lanzamiento del video que le conté”, dice en una llamada que le pasaron minutos antes de acabar esta conversación. Él no tiene celular, pero habla con su madre a través de los trabajadores del centro. Ellos le ayudaron a localizarla cuando iba en la mitad del proceso y aunque casi no se reconocen, lloraron al reencontrarse. Desde entonces ella es la roca que soporta todo su proceso de renovación.

Por Felipe García Altamar / fgarcia@elespectador.com / @FelipeAltamar

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