Peñalosa vs. Petro o “el modelo de ciudad”

Hasta ahora, no es posible discutir sobre si han existido o no modelos de ciudad en Bogotá, dado que nunca ha habido estabilidad ni continuidad de las políticas urbanas.

Alberto Saldarriaga Roa*
20 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.
Gustavo Petro y Enrique Peñalosa han tenido diferencias importantes sobre las formas en la que conciben la ciudad.  / Cortesía
Gustavo Petro y Enrique Peñalosa han tenido diferencias importantes sobre las formas en la que conciben la ciudad. / Cortesía

¿Un “modelo” para Bogotá?

Con la reciente crisis de basuras en Bogotá, la atención de muchos ciudadanos y medios de comunicación se ha desplazado al acalorado debate entre el alcalde Enrique Peñalosa y su predecesor y ahora candidato presidencial Gustavo Petro. Cinco años atrás, la revista Razón Pública publicó un artículo sobre la modificación del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) propuesta por el entonces alcalde Petro. En dicho artículo se mencionaban los posibles “modelos” de ciudad que en ese momento parecían entrar en conflicto. Hoy en día es posible formular la misma pregunta en otros términos: ¿cuál fue el modelo de ciudad de Petro y cuál es el del actual alcalde?

En el mencionado artículo, el “modelo de ciudad” fue definido como “una imagen deseable y viable del futuro de una ciudad que puede conjugar, por lo menos, tres aspectos: los territoriales y urbanos; los de la economía, y los del bienestar social”. Hoy, sería necesario añadir que un modelo de ciudad debe ser equitativo, incluyente y sostenible. Con esos criterios, es muy difícil pensar que la alcaldía de Petro se haya propuesto un modelo integral de ciudad. Y como aún no se conoce el nuevo POT de Peñalosa, resultaría prematuro hablar de su propio “modelo de ciudad”.

Una ciudad en desorden y una Carta

La administración Petro estuvo colmada de decisiones arbitrarias e improvisadas, cargadas de rencores hacia “los ricos” y otros sectores sociales. No obstante, había ideas rescatables, como la de una ciudad incluyente en el ámbito socio-cultural y la de una ciudad sostenible, aunque ningún alcalde haya podido lograr estas dos cosas. El resultado de la administración Petro fue una ciudad “anti-modelo” o modelada en torno al caos.

Pero el de Petro no fue el primer esfuerzo fallido por ordenar la ciudad. A lo largo del siglo XX, en los ámbitos del urbanismo moderno había surgido la idea de ciudad funcional, la cual fue definida especialmente en la Carta de Atenas redactada por Le Corbusier y publicada en 1943 como modelo de planeación urbana. La Carta de Atenas sirvió como una especie de catecismo que podía ser aplicado en la configuración de planes de urbanismo. En Bogotá se adoptaron algunos de los principios de esta Carta en los planes que fueron formulados después de 1950. En el catecismo había principios claves como el de perímetro urbano, sectorización, zonificación, plan vial, normas de densidad y de usos, índices de ocupación y de construcción, índices de cesión, etc.

A pesar de su abstracción, en ese modelo de planeación urbana había bases importantes que permitían pensar ordenadamente la ciudad desde los límites territoriales hasta la edificación individual. La dimensión cultural de la ciudad no se consideró significativa hasta que otros urbanistas, en particular el grupo del Team 10, criticaron el modelo funcionalista e introdujeron una mirada diferente.

Bogotá sobre residuos

En Bogotá, entre 1950 y 2000, se aprobaron doce planes sucesivos entre los cuales iba incluido el POT. Cada plan tuvo su propia ruta y, casi por principio, se intentó partir de cero en cada uno de ellos. El Plan General de Desarrollo Integrado —o Acuerdo 7 de 1979— marcó una ruptura con los planes anteriores, porque dio un pase a los intereses inmobiliarios representados por las corporaciones de ahorro y vivienda y las unidades de poder adquisitivo constante (UPAC).

Las normas urbanas ya no obedecieron a los principios anteriores y se creó el concepto de “tratamiento” en cuatro niveles: (i) de desarrollo, (ii) de rehabilitación, (iii) de redesarrollo y (iv) de conservación. Dado que no todos los sectores presentaban características definidas e iguales o equivalentes, las normas quedaron sujetas a varias interpretaciones, lo cual dio origen a ciertos mecanismos de negociación de las normas que no estaban del todo claras.

Paradójicamente, la ciudad es hoy una malformación causada por la acumulación de residuos de estos planes, es decir, construcciones a medio terminar sin ninguna continuidad efectiva. Solo los planes viales han actuado como articuladores de esa colección de fragmentos, pero el mal manejo de la movilidad vehicular y de la consiguiente inmovilidad entorpece hoy esa articulación. La propuesta de hacer más vías sin antes establecer un orden del conjunto de la movilidad vehicular y peatonal solo proveería más espacio para los trancones.

Hay ciudad, pero no modelo

Unos años atrás, durante el auge de la posmodernidad, estuvo de moda hablar de la ciudad fragmentada como un reconocimiento de la compleja variedad de realidades urbanas existentes en el mundo, las cuales no correspondían con un modelo preconcebido o antes imaginado. Bogotá también fue analizada desde esa perspectiva. Hoy en día se habla de una cuidad compleja, multicultural y diversa, una ciudad que refleja no sólo diferentes fragmentos físicos, sino la presencia de muchos grupos humanos de características étnicas y culturales diferentes. Un modelo aplicable a una ciudad con estas características corre el riesgo de ser inútil o inaplicable.

Hasta ahora, no es posible discutir sobre si han existido o no modelos de ciudad en Bogotá, dado que nunca ha habido estabilidad ni continuidad de las políticas urbanas. Los alcaldes asumen su cargo como gobernantes temporalmente “todopoderosos”, que hacen lo que se les da la gana o que borran de un tachón a la administración anterior sin organismos efectivos de control. El posible modelo de ciudad de un alcalde bogotano se ha reducido a dos posibilidades: la primera es “el modelo soy yo” y la otra, “adivine cuál es el modelo”.

*Profesor de la Universidad Nacional y analista de “Razón Pública”.

Este texto es publicado gracias a una alianza entre El Espectador y el portal Razón Pública. Lea el artículo original de Razón Pública aquí.

Por Alberto Saldarriaga Roa*

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