Preparados para las encuestas electorales

Ya están aquí, ¿cómo podemos afrontarlas de la mejor manera posible? Las encuestas electorales abundan, nos alteran, nos ilusionan, a veces se equivocan, a veces aciertan, ¿cómo interpretarlas? ¿Debemos creerles?

Ciro Gómez Ardila*
22 de marzo de 2018 - 07:19 p. m.
Getty Images
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Es verdad que las encuestas se equivocan, a veces estruendosamente, pero esa no es razón para desecharlas ni mucho menos para hacer un paquete con toda la estadística y desacreditar todo por igual. Las fuentes de error son muchas y conocerlas puede permitirnos distinguir los verdaderos fallos de los que solo lo son aparentemente.

Comencemos con uno de los puntos que con más frecuencia molestan: el tamaño de la muestra. Es muy común la pregunta de cómo con tan pocas personas (por ejemplo, mil) se puede inferir el comportamiento de tantas (millones). La verdad es que más importante que el tamaño de la muestra, es su representatividad.

Supongamos que la votación en un país de 100 millones de habitantes va a quedar 25% por el candidato A, 50% por la candidata B y 25% por la candidata C. Si la muestra fuera perfectamente representativa, solo necesitaríamos entrevistar cuatro personas, una que votara por A, dos por B y una por C; está mínima muestra de cuatro personas permitiría inferir el resultado de la votación total. Naturalmente, esto en la realidad no es posible, pero sí nos da una idea de que la importancia no está en el tamaño, sino en la representatividad. Una gota de sangre es suficiente para calcular el tipo de sangre de la persona, al igual que un pequeño sorbo permite conocer el estado de toda la botella de vino (o de todo el barril).

La pregunta, pues, es cómo lograr tomar una muestra representativa. Hay varias técnicas, pero en esencia la idea es que todas las personas tengan la misma probabilidad de ser elegidas para la encuesta. Si esto es así, los grupos más numerosos de la sociedad tendrán más posibilidad de ser elegidos, de estar representados en la muestra y esta probabilidad aumentará conforme más personas se entrevisten. En este caso, el tamaño de la muestra es importante, aunque a partir de cierto tamaño, lo es cada vez menos: una vez alcanzado cierto valor, aumentarlo más agrega poco, (aunque siempre agrega, el problema es el costo).

Más fácil decirlo que hacerlo, en este punto son frecuentes los errores de no incluir a ciertos grupos en la muestra; algunos son más evidentes, como cuando no se consulta a los habitantes de ciudades pequeñas o de áreas rurales y algunos son más sutiles, como cuando se hace la encuesta telefónica y al medio día, en que es más posible entrevistar desempleados que empleados.

Pero la fuente de error también puede estar en las preguntas, en quien las hace y en quien las responde. No siempre las preguntas son claras, no siempre quien las hace es completamente imparcial y su parcialidad puede contaminar los resultados, y no siempre quien las responde entiende la pregunta o responde con sinceridad. Quien responde puede querer “complacer” a quien le pregunta o preferir callar su verdadera respuesta por desinterés, cautela o vergüenza.

De todo esto puede intentar protegerse una firma encuestadora sería. Aun así, los resultados de una buena encuesta presentan un problema esencial: que reflejan cómo piensa la población al momento de hacer la encuesta y no cómo van a votar el día de las elecciones. Incluso, aunque uno esté muy seguro de por quién va a votar y tenga su voto decidido, lo cierto es que antes de votar, puede cambiar de opinión. Y no son pocos los que cambian segundos antes de marcar su preferencia. Esto, naturalmente, puede hacer quedar muy mal a las encuestas y a los encuestadores sin que por ello sean dignos de oprobio.

Un problema curioso de las encuestas es que pueden, por sí mismas, alterar el resultado electoral. El resultado de una encuesta perfecta (que reflejara con precisión la intención de voto al momento de realizarla) haría que la opinión pública cambiara y que por lo tanto sus resultados, inicialmente perfectos, ya no se cumplieran. Se puede pensar en una encuesta como una primera vuelta que permite seguir participando a todos los candidatos: piense en qué sucedería si luego de una primera votación, esta se repitiera días después, una vez conocidos los resultados, ¿verdad que estos cambiarían? Ya no se votaría para que ganara quién uno prefiere, sino para que no ganara quien uno menos aprueba.

Por esta razón las encuestas son controladas legalmente y por este control (explicable), en parte, no es posible diseñar encuestas que predigan mejor el resultado. Quizá mejor, en lugar de preguntar “¿Por qué candidato votará?” pudiéramos desarrollar otras preguntas más sutiles que nos permitieran predecir finalmente por quién va a votar nuestro entrevistado ¡incluso aunque él o ella todavía no lo tengan claro! Podría ser una pregunta como: “En este pleito, ¿quién cree usted que tiene la razón?” o “¿Qué noticiero escucha usted?”.

Sin embargo, este tipo de preguntas serían más difíciles de explicar y más fáciles de manipular ante la opinión pública. Por ello este tipo de encuestas no se hacen (o si se hacen no es permitido difundirlas).

Piense en las encuestas como en una aplicación de navegación y tráfico: nos indica cómo está el tráfico en este momento, cuánto demoraríamos en llegar a nuestro destino si las condiciones actuales no cambiaran… pero con frecuencia sí cambian y ahí es cuando renegamos del sistema y del GPS. Se podría idear una aplicación que predijera la posibilidad de accidentes en la vía, los cambios esperables en la carretera dadas las condiciones actuales y que hiciera una predicción menos objetiva pero más acertada en promedio (eso sí, nunca infalible y siempre sometida a error).

Así son las encuestas electorales: imprecisas como los sistemas de navegación, pero ¿preferiríamos que no existieran?

*Ph.D., profesor de Inalde Business School

Por Ciro Gómez Ardila*

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