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Proyecto trans por la paz, desde el encierro

Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción es la red de personas trans que buscan y trabajan desde prisión por condiciones más dignas de reclusión, en medio de fuertes violencias.

Natalia Herrera Durán
22 de marzo de 2015 - 02:00 a. m.
Daniela Maldonado y Katalina Ángel Ortiz son dos activistas trans que lideran el trabajo con las presas trans de la cárcel La Picota de Bogotá. / Pamela Aristizábal
Daniela Maldonado y Katalina Ángel Ortiz son dos activistas trans que lideran el trabajo con las presas trans de la cárcel La Picota de Bogotá. / Pamela Aristizábal

Resistir el encierro, el hacinamiento, la violencia, construir una identidad, desbordar la categoría de género, hablar otro lenguaje, exigir respeto. En el centro penitenciario para hombres La Picota, al suroriente de Bogotá, hay más de veinte personas trans que trabajan porque su reclusión tenga condiciones más dignas. De eso se trata la paz, la que va más allá de la firma de acuerdos y discursos, creen.

Muchas de ellas hicieron su tránsito recluidas, con muy pocos recursos y mucha creatividad: pintaron sus uñas con marcadores, dejaron crecer su pelo, hicieron faldas con sacos, depiladores de cejas con latas de atún. Se sintieron mujeres, se sintieron bien. Afuera de ese cuerpo y ese tránsito, la cárcel era la sociedad, excluyente, machista, transfóbica, violenta: “Miren, ahí va Roberto y sus amigos, los más varones de la prisión”, recuerda Katalina Ángel Ortiz las “bromitas” comunes que los guardias hacían. “Si ellos, que son la autoridad, lo hacen, qué se puede esperar de los internos”, dice. Katalina Ángel trabaja en la red Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción, un proyecto que, con apoyo de la Red Somos, busca transformar esa violencia y reconocer los derechos de la población trans recluida desde hace tres años.

Hoy trabajan con 14 personas trans en La Picota y ocho más en el pabellón de máxima seguridad de esta cárcel, conocido como Erón, y han construido una cartilla que esperan muy pronto se comparta en todas las cárceles del país. “Una herramienta para defenderse”, que tiene rutas de atención legal y social para mover sus derechos constantemente vulnerados.

Ángel conoce bien las problemáticas. Estuvo presa durante cuatro años y asegura que es la primera trans de La Picota que fue tratada con enfoque diferencial. Pagó una condena por tráfico y porte de estupefacientes, un delito común entre las personas trans recluidas, y salió convencida de que quería trabajar por las que seguían en el encierro.

La historia de las personas trans recluidas en el país empezó a escribirse con contundencia jurídica en 2011. Sólo hasta ese año la Corte Constitucional profirió una sentencia que le ordenó al Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) realizar un campaña de sensibilización y capacitación con los funcionarios, guardias e internos, sobre la protección de los derechos de los reclusos y reclusas de identidad sexual diversa.

Erick Yosimar Lastra Ortiz, un interno trans del Establecimiento Penitenciario de Mediana Seguridad de Yopal (Casanare), denunció que cuadros de mando lo amenazaban constantemente con cortarle el pelo y que le decomisaron su maquillaje, aretes y moñas. La respuesta del penal fue sencilla: el reglamento general para los internos desde 1995 afirmaba que estaba prohibido, por “higiene personal”, tener barba o pelo largo. La Corte le recordó al Inpec que la opción sexual hace parte de la protección de los derechos inalienables a la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad.

Por este pronunciamiento, el Inpec profirió la directiva permanente 0010 del 5 de julio de 2011, que reglamentó el tema. Y aunque permitió el reconocimiento de muchos derechos antes vulnerados, como la construcción de identidad, y aseguró la apertura de importantes espacios, como el programa Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción, la realidad sigue cargada de violencias.

“Las chicas son sometidas a requisas denigrantes. Hay guardias que las obligan a desnudarse, a mostrar sus genitales y hacer cuclillas pese a que hay una política clara del Inpec contra estos procedimientos. Hemos llamado la atención sobre esos casos”, asegura Estefanía Méndez, psicóloga vinculada al proyecto en La Picota, y denuncia, junto con otros compañeros, que últimamente les ponen muchas trabas para entrar a la cárcel a trabajar con las personas trans. Pueden tardar dos horas en el procedimiento.

La negligencia en temas de salud también es crítica, quizás aún más de lo que es para los otros internos. “Hay una chica trans que tiene una infección terrible en sus glúteos, por implante de silicona, y aunque ganó una tutela, a estas alturas no ha sido posible que le quiten los implantes”, asegura Guillermo Camacho, otro de los aliados del proyecto. Si bien, por la intimidad de los pacientes, no se puede saber cuántas personas son portadoras de VIH, esta es una problemática que las afecta y viven en condiciones de alimentación y reclusión que hacen imposible llevar un tratamiento digno de la enfermedad.

Para acceder a un tratamiento hormonal a través de una entidad promotora de salud (EPS), una persona trans debe ser diagnosticada por un psiquiatra con disforia de género (un trastorno mental), pero por la complicación del trámite o porque lo consideran indigno muchas recurren al mercado ilegal para conseguir las ampolletas que se inyectan en condiciones insalubres o ponen en parches y pueden costar entre $30.000 y $40.000.

“Las personas trans son cuerpos castigados y castigables, constituyen poblaciones criminalizadas. Al ser expulsadas de los beneficios de ciudadanía y los beneficios de normalidad otorgados por el Estado, la familia y el mercado, las personas trans viven vidas ilegalizadas (...) tras los muros de la cárcel son sometidas a tratos crueles y violentos que niegan la autodeterminación de sus cuerpos e identidades (...) son usadas como esclavas sexuales, violadas por sus compañeros de patio, obligadas a realizar trabajos de cuidado y privadas de sus visitas familiares e íntimas”, escribió Jei Alanais Bello, activista trans, en la revista I.letrados sobre el caso colombiano.

“A mí me daba terror pensar en trabajar con presas, pero conocerlas ha sido increíble. He visto cómo se han fortalecido, cómo ahora sienten que tienen a alguien que las apoya, cómo cambian su vida cuando cumplen sus condenas”, asegura Daniela Maldonado, otra trans que trabaja en la red. Esta semana las presas trans de La Picota empezarán a trabajar en talleres para construir su propio diálogo y alternativas de paz, con el apoyo de Proyecto Lunaria. Definitivamente, la paz que se mastica en La Habana, entre el Gobierno y las Farc, deberá tener sus propias resonancias en el país. Esta es una de ellas.

Por Natalia Herrera Durán

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