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En la revuelta de Transmilenio

La coordinadora de las taquillas, de la calle 45 a la calle 76, cuenta cómo vivió la peor crisis que ha vivido el sistema en sus 12 años, el pasado 9 de marzo, con una protesta pacífica que terminó en disturbios y saqueos.

Consuelo Bolaños
29 de diciembre de 2012 - 09:02 p. m.
/Foto: Óscar Pérez
/Foto: Óscar Pérez

Antes del 9 de marzo sabíamos que habría disturbios porque el día anterior hubo anuncios de bloqueos. Pensábamos que la magnitud del problema iba a ser parecida a la de otras veces con algunas marchas, cierre de taquillas, presencia de la Policía y nada más.

Empezamos turno a las 4:15 a.m. como todos los días. Les advertimos a los funcionarios que debían estar pendientes por si se presentaban problemas. Todo fue normal como hasta las 8:30 a.m. Comencé mi jornada, pasando taquilla por taquilla, verificando que el personal estuviera listo para atender a los usuarios. El recorrido lo hice desde el norte en la calle 76 y cuando llegué a la estación de Marly ya venía la multitud de gente por el carril de Transmilenio, pero pacíficamente. Ahí nos dieron orden de cerrar estaciones.

Detrás de ellos venía el Esmad, y ahí fue cuando la gente se rebotó. Empezaron a pelear, pero todavía todo estaba muy calmado.

En la calle 45 les tiraron piedras a los vidrios de la estación, pero todavía no se habían metido con nuestra gente. Ya a las 9, cuando empezaron con los gases lacrimógenos, cerramos las entradas y los que se disgustaron fueron los usuarios que quedaron adentro, porque no tenían cómo movilizarse. Lo único que podíamos hacer era tratar de calmarlos o que se quedaran, ahí pero sin saber por cuánto tiempo.

Tenía que estar pendiente de mi zona todo el tiempo, yendo y viniendo de cada estación a pie. Como a las 11:00 a.m. hubo un grupo de personas que llegó a la calle 72. Fueron estudiantes de colegios que se subieron a un articulado y lo rompieron. A mediodía salieron los jóvenes de los colegios que quedan cerca de la Estación Flores y se les unieron.

La primera taquilla que se reportó rota fue la de la calle 45 y lo que hicimos fue dejar el dinero en la caja fuerte, se guardó lo que más pudimos y empezamos a sacar a los trabajadores. Había jóvenes que tenían ladrillos listos para lanzárselos. Fueron momentos de angustia, porque salir también era un riesgo. La agresión era muy dura y no sólo contra la taquilla sino contra todas las personas que vieran y tuvieran un uniforme con el logo de Transmilenio. A los taquilleros les tocó camuflarse y meterse en los negocios cercanos. Como ya los comerciantes los conocen, fueron solidarios y les prestaron chaquetas para que se escondieran y luego pudieran salir.

Después en la casa vi en las imágenes de los noticieros a la gente sacando las tarjetas de las taquillas, pero lo que no sabían era que la mayoría estaban sin saldo. Además, a los taquilleros les robaron sus cosas personales, no tenían con qué devolverse a sus casas porque habían saqueado hasta los cajones donde guardaban sus morrales y bolsos.

La jefa de comunicaciones de Angelcom nos contó que la foto de portada de El Espectador al principio generó controversia hasta para la empresa. Muchos pensaron que la persona que estaba saqueando la taquilla era un trabajador del sistema, porque parecía que llevaba puesta una chaqueta con el logo de Transmilenio. Incluso la aseguradora no quería responder por los daños de la protesta, pero luego haciendo el acercamiento se notó que el logo que se veía era de una chaqueta que estaba en la silla y no de un funcionario del sistema.

Así terminó esa tarde, nosotros pendientes de que los trabajadores del turno de la mañana regresaran a sus casas. Los de la noche sólo pudieron entrar a las estaciones a las 7:00 p.m. Esa misma noche barrieron, recogieron los vidrios rotos y organizaron todo para que al día siguiente estuviera todo listo para atender a los usuarios.

Lo más triste, como cuenta el otro coordinador de taquillas de la calle 45, Rafael Amado, es que hubo dos personas que recibieron amenazas después de esa revuelta, pasaban por allí y les decían “sapas” y, finalmente, las tuvieron que trasladar de estación. Ahí tuvimos que motivar a los muchachos, más que siempre, para que siguieran trabajando, porque o si no, no tendríamos trabajadores.

Por Consuelo Bolaños

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