50 años del alunizaje: fuego en la Tierra

¿Por qué no hemos vuelto a la Luna después de que las misiones Apollo llevaron a 12 hombres a su superficie entre 1969 y 1972?

Juan Diego Soler / Especial para El Espectador
16 de julio de 2019 - 12:00 p. m.
Huella de Neil Armstrong en la Luna.
Huella de Neil Armstrong en la Luna.

“... probablemente tuvimos que explorar en el espacio exterior, porque la tecnología había penetrado en la mente moderna hasta tal punto que los viajes en el espacio podrían haberse convertido en la última forma de descubrir los pozos metafísicos de ese mundo de la técnica que ahogaba los poros de la conciencia moderna”.

“Es posible que tengamos que salir al espacio hasta que el misterio de un nuevo descubrimiento nos obligue a considerar al mundo una vez más como poetas, verlo como salvajes que saben que si el universo era un candado, su clave era la metáfora en lugar de la medida”, Fuego en la Luna, Norman Mailer).

El 18 de julio de 1969, una voz que surgía ruidosamente de un altavoz leía las noticias a tres hombres que se encontraban a trescientos mil kilómetros del planeta Tierra. Protegidos del vacío del espacio por dos cascarones de aluminio sobre un esqueleto de acero e innumerables capas de nailon y fibra de vidrio, estos hombres comenzaban su día de trabajo escuchando los titulares de los principales periódicos del mundo. Casi todos mencionaban la creciente expectativa con respecto a su misión: ser los primeros humanos en caminar sobre la Luna. En medio del serio reporte, la voz les pedía a estos hombres estar atentos a una hermosa niña china llamada Chang’e y a su conejo Yutu, ambos exiliados en la Luna por robar una píldora de inmortalidad según una antigua leyenda china. Ni Neil Armstrong, ni Buzz Aldrin, ni Michael Collins encontraron a Chang’e o a Yutu.

El 3 de enero de este año, la sonda robótica Chang’e 4 de la Administración Espacial Nacional China (CNSA) completó el segundo alunizaje controlado en los últimos 43 años y desplegó el vehículo Yutu 2 para explorar por primera vez la superficie de la cara de la Luna que no es visible desde la Tierra. Muy poca gente cree todavía que el Sol sale todos los días empujado por los cuatros corceles dirigidos por Apolo o que una niña y su conejo puedan vivir en la Luna. Sin embargo, para muchos la llegada del hombre a la Luna y la exploración espacial están envueltas en un halo esotérico, como si las imágenes de los objetos más allá de la atmósfera de nuestro planeta y los hitos de la exploración espacial fuesen un episodio más de una historia de ciencia ficción. La vida de una persona a estas alturas del siglo XXI tiene una relación inseparable con el espacio. Todos los días las transmisiones de televisión intercontinentales, los sistemas de posicionamiento global, la telefonía móvil y un sinnúmero de  actividades cotidianas dependen de una compleja red de satélites más allá de la atmósfera del planeta. El espacio cercano a la Tierra, en órbitas hasta de 36.000 kilómetros de altura, es una zona fundamental para recolectar información sobre nuestro planeta y proveer servicios a sus habitantes.

Pero parece infinitamente más fácil acostumbrarse a que todos los fines de semana se pueda ver un partido de fútbol que sucede al otro lado del planeta que aceptar los hitos de la exploración espacial. ¿Por qué no hemos vuelto a la Luna después de que las misiones Apolo llevaron a doce hombres a su superficie entre 1969 y 1972?

Porque el costo de los viajes continuados a la Luna era insostenible. Desde el pico en el presupuesto de la NASA en 1966, la agencia había sufrido cortes en su presupuesto que respondían a las apremiantes necesidades de los Estados Unidos en ese momento: la Guerra en Vietnam, las desigualdades sociales que habían hecho visibles el movimiento por los derechos civiles y los disturbios en las ciudades encendidos por las condiciones de pobreza en las comunidades negras. En la semana después del alunizaje, el escritor Kurt Vonnegut preguntaba en una entrevista: “Excavas cincuenta libras de roca lunar y ¿qué obtienes?: otro día más viejo y más sumido en deuda”. Si bien el alunizaje se ha convertido en la estampa del triunfo de la ciencia para las generaciones que lo vemos desde la distancia, en ese instante las prioridades se alejaban de la exploración lunar. 

La fascinación con la que la Luna había embrujado al público parecía haberse desvanecido al ver a los astronautas caminar habitualmente sobre su superficie. Tras la gran expectación causada por el accidente del Apolo 13, la atención de los medios y las audiencias de televisión se reducían con cada nueva misión.

Olvidado parecía el tiempo en que se temía que los astronautas fueran tragados por arenas movedizas lunares (aunque las observaciones de los radiotelescopios indicaban que la superficie era firme).

Aunque las misiones Apolo 16 y 17 profundizaron significativamente los estudios geológicos de la Luna y cubrieron decenas de kilómetros con el Lunar Roving Vehicle, ni Nixon ni los contribuyentes estaban para más gastos. Las tensiones de la Guerra Fría en el espacio ahora se concentraban en satélites de monitoreo y defensa.

Los nuevos objetivos de la NASA eran una estación orbital y la exploración humana de Marte, y para alcanzarlos se concentró en el Transbordador Espacial, un sistema reutilizable que prometía reducir los gastos de los viajes espaciales, llevando una libra de material a la órbita de la Tierra por menos de US$100 en vuelos semanales.

El Transbordador Espacial es sin duda una maravilla tecnológica. Permitió desplegar y reparar en órbita el telescopio espacial Hubble, uno de los instrumentos astronómicos de mayor impacto en la historia de la humanidad, y transportó módulos y astronautas a la Estación Espacial Internacional, pero fue una catástrofe en términos económicos.

El costo real de llevar una libra de material ascendió a los US$10.000 y los vuelos eran cada vez menos frecuentes. Dos accidentes, del Challenger en 1986 y del Columbia en 2003, dejaron 14 astronautas fallecidos y profundas dudas en la seguridad del programa, que terminó el 21 de julio de 2011 con el vuelo final del transbordador Atlantis.

Hoy el espacio parece más abierto a otras naciones y agencias como Roscosmos (Rusia), ESA (Agencia Espacial Europea), CSA (Canadá) y JAXA (Japón) colaboran con la NASA para mantener la presencia humana en el espacio en la Estación Espacial Internacional, cuya financiación está garantizada hasta el 2030.

Cada día que los astronautas pasan en órbita están estudiando los efectos de la exposición del cuerpo humano a las condiciones de vida en el espacio. La atrofia muscular, la pérdida de tejido en los huesos y el desplazamiento de los fluidos corporales son problemas que hace falta entender antes de pensar en la colonización interplanetaria. Por el momento, la exploración del espacio es más viable y efectiva en términos científicos mediante sistemas robóticos, aunque volver a la Luna e ir más allá aparezca frecuentemente en las promesas de gobernantes e inversores privados.

En nuestro días, el afán por regresar a la Luna parece precipitarse, pero resulta más notorio volver que aprender. Los humanos llegaron por primera vez al Polo Sur en una dura travesía desde el mar helado de la Antártica en diciembre de 1911, pero no establecieron allí una base permanente hasta 1956.

Jacques Cousteau y Émile Gagnan inventaron la escafandra autónoma, que permite a los buzos respirar bajo el agua en 1943, pero las colonias submarinas soñadas por Cousteau nunca se materializaron. Tanto la Antártica como los océanos dejaron de ser lugares que conquistar para convertirse en lugares que proteger, no solamente por su belleza intrínseca sino por la importancia que tienen para mantener el equilibrio del planeta en donde vivimos.

A largo plazo, la importancia de la hazaña no ha sido el primer paso, sino todo lo que hemos aprendido en el camino. La Luna no es un lugar que necesite nuestra protección, pero es el lugar desde donde vimos claramente el planeta que la necesita, la arveja azul que describió Neil Armstrong, en donde existe todo lo que ha hecho prosperar a nuestra especie.

Al recordar los primeros pasos de los humanos en otro mundo, a lo mejor la clave no es la conquista de la superficie hostil y yerma sino el suelo que tenemos bajo nuestros pies, el hogar al que todos los astronautas anhelan volver. Tan importante como el hito de nuestra ambición y nuestro conocimiento científico es vernos a nosotros mismos desde la distancia, como hicieron los hombres del planeta Tierra cuando caminaron por primera vez sobre la Luna, en paz y para toda la humanidad.

Por Juan Diego Soler / Especial para El Espectador

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