500 días midiendo las alas de los mosquitos

Pasar quince horas en un laboratorio buscando manchas diminutas en estos insectos tiene su recompensa. Ese trabajo, al que se dedicaron tres investigadores colombianos, podría ser la clave para combatir el parásito de la malaria en el país. Una epidemia que será potenciada por el cambio climático.

Camila Taborda/ @camilaztabor
25 de enero de 2018 - 03:00 a. m.
Aproximadamente 12 millones de colombianos están en riesgo de contraer malaria.   / Fotos: Mauricio Alvarado - El Espectador
Aproximadamente 12 millones de colombianos están en riesgo de contraer malaria. / Fotos: Mauricio Alvarado - El Espectador
Foto: MAURICIO ALVARADO

Antes de definir su tesis para graduarse como biólogo, Miguel Pacheco repartió pizzas de noche en Bogotá. Con ese trabajo se pagó el pregrado hasta el penúltimo semestre. Renunció y pidió un crédito para sobrevivir mientras observaba mosquitos anofeles a través de un estereoscopio. Estudiaba al insecto transmisor de la malaria en todo el mundo.

Por quince horas al día se recluía en el laboratorio de Entomología de la Universidad Nacional. Un cuarto de veinte metros cuadrados, con las ventanas cerradas y estantes repletos de insectos disecados. Esa fue su oficina durante un año. Sobre su escritorio, que más bien parecía el mesón de una cocina, cientos de cadáveres milimétricos de mosquitos hembras hacían fila esperando por un nombre.

Todas eran hembras. La razón es que sólo ellas chupan sangre humana para que sus huevos crezcan. Por eso son las únicas que pueden contagiarse de malaria, quedar infectadas de por vida y transportar el parásito responsable de matar a 445.000 personas a nivel global durante 2016, según el último Informe mundial sobre el paludismo.

Pacheco trabaja sobre ellas aunque su interés específico eran sus alas, a las que tuvo que aprender a separar. Antes de dislocar sus muestras atrapó zancudos en casa y probó con ellos. Era lógico. No podía dañar el material científico, invaluable, que sus mismos directores de investigación habían recolectado en las regiones de mayor riesgo de sufrir malaria según el Ministerio de Salud. Estas son Chocó, Guaviare, Meta y Vichada, donde se estima que doce millones de personas están expuestas a contraer el parásito.

En esos departamentos habitan ocho mosquitos vectores de malaria. Todos llevan el nombre de anofeles, que es su género, pero traen consigo una determinación taxonómica distinta, un apellido que los diferencia. En este caso, sus directores habían ido en búsqueda de las poblaciones del mosquito Anopheles darlingi, el principal transmisor de la malaria en Colombia, y para atraparlo habían tenido que ofrecerse como cena.

Los atraparon de noche porque al Anopheles darlingi le gusta buscar sangre entre las 6 p.m. y las 6 a.m. Así que los entomólogos fingen ser sus presas durante ese lapso con el único fin de atraerlos. Esperan en unas sillas en medio del campo, en los lugares reportados con brote de malaria por el Instituto Nacional de Salud. Se arman con una linterna y un succionador de mano, guardan silencio y apenas escuchan el zumbido prenden la luz con cuidado y succionan los insectos.

De esa manera habían llegado todos las muestras al laboratorio, dentro de unos frascos marcados con códigos: hora, fecha y lugar de recolección. Por eso era impensable que Pacheco loss dañara por un descuido. Así que se volvió un experto en torcerles las extremidades con ayuda de un alfiler entomológico, un palillo de pincho al que se le pueden instalar en la punta agujas de diferentes tamaños. Luego, cuando conseguía el ala completa, desde el punto de la articulación, la ubicaba sobre una lámina de vidrio.

Durante sus años de estudiante, a Pacheco le enseñaron que, por convención, en este tipo de investigaciones se utiliza siempre el ala derecha. Una pieza que a simple vista parece la misma, pero que para un ojo científico tiene importantes diferencias. Él mismo pudo establecerlo: las 240 alas eran diferentes en la forma de la vena costal, la primera de arriba hacia abajo, y en el color de las manchas.

Teniendo en cuenta esos rasgos pudo definir a qué población pertenecían esas hembras y de ese modo ponerles un apellido. “Todos los anofeles se parecen tanto entre ellos que diferenciar una especie de otra no es fácil. Mucho menos diferenciar una población de otra. El reto es identificar cuál mosquito está picando, asumimos que es ese el que está transmitiendo la malaria y lo clasificamos”, explica la profesora Helena Luisa Brochero, quien dirigió la investigación de la mano del profesor Ranulfo González, de la Universidad del Valle.

Una escena de crimen

Después de clasificar las mosquitas del laboratorio, Pacheco, Brochero y González se dedicaron a fotografiar sus alas con una Nikon DS-2Mv acoplada a lentes especiales. En esa perspectiva ya podían ver extremidades con mayor claridad, incluso sabían cuáles eran sus milimétricas medidas.

Viéndolas así, dibujaron sobre sus manchas siete puntos de referencia, al igual que en un plano cartesiano. Con esa técnica, llamada morfometría geométrica, el equipo midió el área y la longitud que tenían, datos claves para determinar por proporciones de qué tamaño era el mosquito. Llenaron cuadros y cuadros de Excel recopilando esa información. ¿Para qué?

Porque el tamaño de estos insectos está relacionado con el éxito que tienen para conseguir sangre e infectar. A los grandes se les hace más difícil sobrevivir, son más perceptibles para los depredadores, para los mismos humanos, y necesitan más fuentes de sangre para quedar satisfechos. Si pican aquí y allá, tienen más probabilidades de contraer la malaria. Mientras que los pequeños no se ven con facilidad y por sus organismos les basta con alimentarse una vez para poner huevos.

Sabiendo el tamaño de sus alas y las medidas de sus cuerpos, se puede saber la eficacia del vuelo, sus estrategias en el momento de picar y sus zonas de ubicación. “Así identificamos cuál es el mejor momento para exterminarlos, porque conocemos todas sus estrategias. Reportamos a las autoridades de salud qué insecticida se debe usar, a qué hora y cómo. Ese es nuestro objetivo: cortar la transmisión”, explica Brochero.

Para la experta, su trabajo es toda una escena del crimen. Tiene que investigar de manera juiciosa cómo se comporta su adversario. Un mosquito que tiene hermanos con los que comparte sus rasgos por haber comido igual y haber soportado condiciones ambientales idénticas. Esos nidos, entonces, comparten una “huella dactilar”.

Diecinueve huellas o patrones en las manchas, esa fue la conclusión a la que llegó el equipo al terminar la investigación publicada hace un mes en la revista Biomédica. Sólo ocho de esos rasgos ya se conocían en el país. También notaron que los insectos de Chocó son más pequeños que los del oriente colombiano. Que las poblaciones de darlingi en el Meta, a pesar de estar más cerca de Guaviare, se parecen más a sus vecinos fronterizos de Vichada.

Una información que podría parecer inútil, pero que para la ciencia, que desde hace 60 años no estudiaba la malaria en esas regiones debido a la guerra, es tremendamente valiosa. “Es construir país”, asegura Brochero, así en vez de estudiar leones, hayan estudiado mosquitos. En diminutivo.

 

Por Camila Taborda/ @camilaztabor

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